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....... y como podría faltar Ella !!!!
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Si un incondicional de la belleza se hubiese colado a finales de los años 50 en el estudio de Cecil Beaton, autor de aquel delicioso libro titulado El espejo de la moda, habría quedado fascinado por la cantidad de sombreros que el fotógrafo coleccionaba. Huella indeleble de los rígidos principios estéticos que palpitaban en el corazón de uno de los grandes artistas del siglo XX.
Por eso, no resulta extraño que en 1964, cuando George Cukor escenificó la transformación moral, y emocional, de la pequeña Eliza Doolitle, Beaton decidiera adornarla con un maravilloso sombrero. Quizá el sombrero más famoso de la historia. Al menos de la historia cinematográfica.
Icono de la elegancia suprema, protagonista indiscutible de cualquier acto social, en los últimos tiempos el sombrero parece haber encontrado, al fin, su lugar en los salones más elegantes del Viejo Continente. Después de medio siglo, casi olvidado, ha vuelto para quedarse. Y lo hace sin complejos. Sofisticado, artificioso, provocativo. Con un punto de attrezzo que tal vez no hubiese gustado a la exigente Coco, tan moderna ella y amante de los canotier.
Hoy, las damas de la elegancia, los compran en Belgravia, en el corazón de Inglaterra. Allí, en el número 69 de Elizabeth Street, rodeado de las hermosas terraces de Jonh Nash, hay un distinguido y recoleto local donde los devotos acuden a rendir pleitesía a uno de los grandes diseñadores ingleses: Philips Treacy.
Treacy, irlandés de nacimiento, hace sombreros desde que era un adolescente. O hacía. Porque sus piezas, pensadas para iluminar las mejores creaciones de Chanel, Givenchy o Alexander McQueen, son consideradas hoy auténticas obras de arte. Museos como el Victoria and Albert en Londres, el Metropolitano de Nueva York o la Bienal de Florencia dan testimonio de ello.
Para Reyes Hellín, diseñadores como Treacy o Stephen Jones, otro habitual de los templos de la moda, son responsables del renacimiento del arte de la sombrerería. “Philips Treacy es un virtuoso. Sus piezas son verdaderas esculturas. Espectaculares, sí, pero absolutamente ponibles. Jones es tan genial como Treacy, pero más loco. Sus sombreros son más trasgresores y a veces no tan ponibles”.
La pasión de Hellín no termina aquí. En su tienda de Sevilla cuelgan tocados de Karen Henricsen y Helen Kaminski, y la obra numerada de Eric Javits, Rachel Trevor, Borsalino y Philips Somerville, entre otros. Todos ellos marcan el camino, que el próximo verano se llenará de colores empolvados, ligeros y clarísimos.
Aunque, en realidad, la norma hoy es la ausencia de normas. Románticos, minimalistas o con un toque retro. Cada sombrerero hace lo que le place. Los hay muy teatrales, como los que diseña el estilista francés, Michel Meyer, que se decanta por los amarillos y naranjas para la primavera que viene, y las flores, sobre todo, las flores antiguas. También los hay evanescentes, como los que imagina la madrileña Candela Cort. Preciosos tocados que se posan sobre las cabezas como esculturas móviles y que parecen pensados para los espíritus más lúdicos. Pura abstracción. O con guiños vintages, como los que cuelgan en el Hutmacherin de Mabel Sanz, en el corazón del madrileño barrio de Chueca.
Secretos de tocador
La línea entre la elegancia y la vulgaridad es finísima. Y a veces el sombrero puede hacer que nos deslicemos por la pendiente de la ordinariez sin darnos cuenta. Hay que saber llevarlo.
El sombrero es un complemento definitivo. Puede salvar un vestido. O matarlo.
Fuera los coordinados. El conjunto zapatos, sombrero, bolso está absolutamente pasado de moda. Los estilistas apuestan por los contrastes.
Las alas anchas son un privilegio de las mujeres estilizadas. Para las demás, copas altas que hacen parecer más esbeltas.
Cuidado con las joyas. Con sombrero, siempre discretas. Mejor clásicas. Las imprescindibles.
Y por último, la regla de oro del savoir faire: con sombrero, nunca vestir un traje largo.
Por Marta Matute from vanitatis.com 04/12/2010
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