Lo de ir bautizando las diferentes partes de la naturaleza que vamos identificando parece una actividad muy, digamos, lúdica, a tenor de los nombres, a veces extravagantes, que se cuelan por ahí.
El actor Harrison Ford, por ejemplo, inspiró para dar nombre a una araña, la Calponea harrisonfordi. Y un hongo descubierto en 2010 en la isla Boroneo en la región de Malasia fue sido bautizado con el nombre de Spongiforma squarepantsii en honor al personaje de dibujos animados Bob Esponja (SpongeBob SquarePants, en inglés).
Por ejemplo, el científico y naturalista sueco Carl Von Linneo acuñó muchas palabras para el mundo de la botánica con cierta relación con la sexualidad. Y a las divisiones de una especie de almeja le dio los nombres de “vulva”, “labios”, “pubes”, “ano” e “himen”. También eligió el nombre de un competidor, Siegesbeck, para dar nombre a una mala hierba a la que denominó sin pudor alguno siegesbeckia.
Algunos asteroides han recibido el nombre de los Beatles o de Frank Zappa.
Y habría que preguntarse en qué estaría pensando el descubridor de un tipo de molusco que vive en el Pacífico, al que denominó zyzzyxdonta.
¿Y los hurcanas? ¿Por qué se llaman como se llaman? ¿Por qué se llamó Irene al que pasó recientemente por la costa Este de EEUU?
Las tormentas que alcanzan fuerza tropical reciben un nombre, para facilitar la formulación de demandas del seguro, ayudar a advertir a la gente de la llegada de una tormenta y, de añadidura, para indicar que se trata de fenómenos importantes que no deben ser ignorados.
Un meteorólogo australiano del siglo XIX, Clement L. Wragge, fue el primero que bautizó los huracanes.
Al principio eligió nombres bíblicos, como Zaqueo, Uza o Tamar. Antes de él, el bautismo de los huracanes quedaba determinado por el santo del día en que manifestaban su poder de destrucción en una zona concreta.
Así, en 1825, el huracán de Santa Ana sería recordado por vapulear Puerto Rico el 26 de julio.
Hasta 1979, la Comisión Meteorológica de Estados Unidos sólo otorgó nombres femeninos a los huracanes, pero el servicio meteorológico australiano comenzó a asignar nombres de ambos sexos. De 1950 a 1953, se usaron nombres del Alfabeto fonético aeronáutico. La convención moderna apareció como respuesta a la necesidad de realizar comunicaciones que no fuesen ambiguas entre barcos y aviones.
Hoy en día se reúne una comisión y prepara los nombres que se van a poner a cada tifón empezando por la A y finalizando por la Z. El uso de este procedimiento se debe a la precisión y facilidad que supone para la comunicación escrita y hablada el usar nombres de personas en lugar de otras denominaciones que se utilizaban antes. Aquí tenéis una lista de ciclones tropicales.
Por ejemplo, en 2011, el primer ciclón se llamó Arlene, el segundo Bret, el tercero Cindy, el cuarto Don, el siguiente Emily, y así sucesivamente hasta llegar a la I, la encargada de bautizar como Irene al último huracán.
Cada zona del planeta que sufre huracanes, ciclones o tormentas tropicales tiene su propia lista de nombres. Y conviene señalar que el nombre original con que se “bautiza” un huracán no se tiene que traducir nunca al castellano (ni a ningún otro idioma) con el fin de evitar confusiones.
En algunas ocasiones, cuando un huracán resulta especialmente destructivo, su nombre es retirado y sustituido en la lista por uno que empieza por la misma letra. Cualquier país que se vea gravemente afectado por un huracán tiene la posibilidad de solicitar la retirada de su nombre. De esa forma, ese nombre no podrá ser utilizado durante al menos los 10 años siguientes para evitar confusiones.
Si hay más de 21 tormentas con nombre en la temporada atlántica, o más de 24 en la temporada del Pacífico Este, el resto de tormentas son nombradas usando las letras del Alfabeto Griego: la vigésimo segunda tormenta es llamada “Alfa”, la vigésimo tercera, “Beta”, y así sucesivamente.
Fue necesario durante la temporada de 2005 cuando la lista se agotó.
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