El epicureísmo es el arte de vivir en el momento, de prescindir del tiempo, como quizá hagan los animales sin proponérselo, acaso los únicos felices además de los dioses.
Epicuro no pensaba que el placer sea en sí mismo malo sino qque casi todo placer lleva consigo, como compañero inseparable, su porción de dolor.
La filosofía griega presenta una nítida vocación ética. Para el hombre contemporáneo la palabra ética connota siempre preceptos negativos, prohibiciones. Sin embargo, para una griego, que no concibe la moral como un catálogo de normas, la ética es el arte, quizá la ciencia, de vivir de la mejor manera posible, de alcanzar la plenitud de la existencia. En una palabra, la ética nos enseña a ser felices.
Los filósofos helénicos se dividen en dos grupos respecto de la cuestión de la felicidad. Los optimistas creen que la vida dichosa es algo, por así decir, positivo, que posee un contenido propio, un estado alcanzable por el ser humano. Por tanto, la satisfacción no es la mera ausencia de insatisfacción. En cambio, los pesimistas, que son mayoría, opinan que a lo más que cabe aspirar es a no ser profundamente desdichado, que lo que se denomina dicha no es sino la desaparición del dolor. Para estos últimos, la vida feliz se parecería a un estado neutro de no sufrimiento. La beatitud, entendida como una satisfacción genuina, es dejada a los dioses, pues lograrla excede la capacidad humana.
Entre los filósofos pesimistas destacan Epicuro y su escuela. Identifican felicidad con placer, pero se apresuran a añadir que el mayor placer que le es dado encontrar al ser humano es, básicamente, la eliminación, o la amortiguación, del dolor que acompaña necesariamente a toda vida humana. El hedonismo de Epicuro es austero, casi ascético, porque entiende que quien se entrega a la búsqueda de los placeres obtiene siempre más dolor que placer y, por tanto, lo sensato, lo racional, es domeñar el impulso hacia el placer. No es que piense que el placer sea en sí mismo malo –todo lo contrario, es lo único bueno–, sino porque casi todo placer lleva consigo, como compañero inseparable, su porción de dolor.
Como cualquier otro filósofo helenista, Epicuro pretende curar a la humanidad de su sufrimiento, aliviar el pesar de los seres humanos, quitarles el dolor evitable que experimentan. Propone el tetrafármaco, el cuádruple remedio, para sanar la propensión humana a caer en una vida generalmente atravesada de dolor. A modo de bálsamo de Fierabrás, el tetrafármaco cura las heridas de la vida. Sus cuatro componentes se recogen en los siguientes versos: “No temas a Dios, no te preocupes por la muerte, lo bueno es fácil de conseguir, lo espantoso es fácil de soportar”. ¿Qué proponen estas reglas de vida?
¿Y si la muerte es la nada?
Aliviar el dolor humano requiere identificar su origen. ¿Cuál es la principal fuente de sufrimiento para la humanidad? ¿De dónde proceden en mayor medida sus penas? Sin duda, el mayor mal, lo que más nos hace sufrir, es el temor. No hay mal comparable con el miedo de sufrirlo. La perspectiva del dolor nos atenaza mucho más que el dolor que se presenta y muerde en nuestro cuerpo o en nuestra alma. Los males previstos son siempre más pavorosos que los males existentes.
Y entre los temores que amargan la existencia de los seres humanos destaca, sobre todos, el miedo a morir. Según Epicuro, cada una de nuestras escasas dichas está perturbada por el continuo temor, rara vez atendido pero siempre presente como trasfondo de nuestra mente, a morir. De la misma forma que en el concierto barroco el bajo continuo acompaña a la melodía, la certeza de que hemos de morir empaña cada momento de felicidad que alcanzamos.
El primer remedio tiene que dirigirse, en consecuencia, a eliminar de cada persona su temor a la muerte.
¿Qué nos espanta del morir? Piensa Epicuro que lo más terrible de la muerte para sus coetáneos es que esta no exista realmente. Suena paradójico, pero es así. No fue el cristianismo quien inauguró la creencia en el más allá y la fe en la supervivencia del yo tras la muerte física. Y es motivo de terror para muchos seres humanos, de antaño y de hoy, que el óbito no cierre para siempre la conciencia. Y esa vida tras la muerte es concebida habitualmente por muy distintas culturas con una curiosa esperanza en la justicia, como un momento y un lugar en que cada cual recibirá lo que le corresponde en virtud de sus méritos y culpas. El Libro de los muertos en Egipto, una guía Baedeker del más allá, ya informaba hace cuatro mil años de qué iba a ser juzgado el difunto por los dioses al comienzo de su vida de ultratumba; en el momento culminante de Hamlet, en pleno monólogo sobre si ser o no ser, el príncipe de Dinamarca no se hunde la daga en el pecho porque se pregunta si la muerte será realmente un sueño sin sueños, una pérdida de la conciencia, en vez de un cambio de escenario. Evita el suicidio porque no sabe convencerse de que la muerte es el final de todo. Por esta razón, Epicuro se dirige a su discípulo para infundirle la convicción de que con la muerte acaba la individualidad; que la vida del más allá no existe.
La idea de que no hay vida de ultratumba se funda en una concepción puramente materialista del ser humano, en las antípodas del dualismo platónico, y en el desdén que los dioses, eternamente felices, sienten por los humanos, cuyas vicisitudes y anhelos les traen al fresco. Epicuro cree que quien goza no se ocupa de hacer justicia, y por eso sitúa en el balneario ocioso a los seres sobrenaturales que podrían restablecer, si quisiesen, el orden moral perturbado aquí abajo.
Pero no solamente queda declarada inexistente la vida tras la muerte, ese vagar en el Hades de las almas en pena imaginado por Homero, sino que la muerte misma, entendida como ese momento único en que uno pasa a la inconsciencia para no retornar jamás de ella, tampoco existe para quien es su protagonista. Proclama una y otra vez Epicuro: cuando tú eres, tu muerte todavía no es; y cuando tu muerte sea, tú ya no serás. No habrá un momento de encuentro entre una persona y su muerte, ambos se esquivan para siempre en un juego al escondite sin final. Unos versos de Machado recuerdan este consejo epicúreo:
“...¡Mi hora! –grité–. ...El silencio
me respondió: – No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla”.
Ciertamente, lo que se da, lo que experimenta el individuo moribundo son los instantes, a veces desesperadamente largos e incómodos, que anteceden a la muerte. La agonía sí que encuentra a su sujeto. Esta también aterroriza. Epicuro ofrece también un remedio no tanto para evitarla como para temerla mucho menos, hasta convencernos de que lo espantoso es fácil de sobrellevar. Y qué duda cabe que la tecnología médica actual ayuda mucho más a disminuir el dolor que la agonía puede traer consigo que los rudimentarios conocimientos médicos de la época epicúrea.
El fin de un camino
Epicuro sería ciego ante la naturaleza humana si no viese que las creencias en un juicio tras la muerte y el temor mismo a la enfermedad que lleva a la muerte fuesen las únicas causas del pavor que experimenta el ser humano ante la perspectiva indudable de que ha de morir. Porque a estos dos factores se une un tercero, mucho más lacerante, posiblemente, que los dos anteriores. La muerte trunca nuestros proyectos. El hecho mismo de que esta exista ya como posibilidad y que con total seguridad se hará, tarde o temprano, realidad, pone un plazo a nuestros planes. Entrevemos que nunca nos dará tiempo a llevarlos a su plenitud. ¿Quién, incluso tras una vida larga en la que conoce como adultos a los hijos de sus hijos, puede echar la vista atrás y decirse que ha tenido tiempo de realizar cuanto se propuso?
También para este mal tiene la filosofía de Epicuro un remedio, más costoso de imponérselo uno a sí mismo que el de desprenderse de las consideradas creencias supersticiosas en el más allá. Consiste en renunciar a los proyectos, o mejor aún, puesto que es imposible la vida sin planes, en comprometerse lo menos posible con ellos. El desapego hacia todo, especialmente hacia lo que es más querido, es la clave del arte de vivir epicúreo. “Ten amigos como si no los tuvieras, porque su pérdida, por su muerte o su alejamiento, duele más que el placer que depara su compañía”. Y esta máxima, relativa a los amigos, se extiende a todo aquello en lo que solemos poner nuestro afecto. El epicureísmo es el arte de vivir en el momento, de prescindir del tiempo, como quizá hagan los animales sin proponérselo, acaso los únicos felices además de los dioses. Para un fiel seguidor de la filosofía del jardín ni el pasado ni el futuro han de contar. La máxima epicúrea aconseja que te concentres en el instante presente. Carpe diem, disfruta el momento, es una invitación a no añorar el pasado ni sentir remordimiento por él, pero también a no poner en el futuro ninguna esperanza.
En cierto modo, el epicureísmo es una filosofía antihumana pues obliga a que el hombre se despoje de su sustancia, el tiempo, que es de lo que está hecha su existencia. Quizá la deshumanización sea el precio que haya que pagar para ser felices, para no sufrir, pues ambas expresiones son equivalentes para el pesimismo epicúreo. Es muy curioso que en este vivir “como si no”… coincidieran Epicuro y San Pablo. Eran muy distintas, sin embargo, las razones que les llevaban a ambos a ofrecer este consejo.
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