En una popular cadena de hoteles nipona, un folleto en inglés y japonés escrito por el propietario, Toshio Motoya, recibe a los huéspedes en cada habitación: “El orgullo de Japón: una propuesta para revivirlo”. En Yangshuo, una localidad turística del sur de China, un puesto de palomitas proclama que “este establecimiento no sirve a japoneses”. En Seúl, un anciano se prendía fuego esta semana frente a la Embajada nipona. Cuando se conmemora el 70 aniversario del fin de la II Guerra Mundial, las heridas de aquel conflicto aún sangran en Asia.
China, Japón y Corea del Sur, cada país por razones diferentes pero siempre políticas, están resucitando un viejo nacionalismo que durante décadas estuvo adormecido y que se nutre —azuzado sin tapujos desde las instancias más altas en muchos casos— de los desastres de aquella conflagración, sea la matanza de Nanjing en 1937 a manos de los ocupantes japoneses o el uso de esclavas coreanas en burdeles militares nipones.
La tendencia es obvia incluso en la cultura popular: En Corea del Sur más de 10 millones de personas han visto en un mes la película “Asesinato”, sobre la resistencia a la ocupación. China, en plena ralentización económica y cuyo régimen teme a la inestabilidad social por encima de todas las cosas, planea emitir una docena de series sobre las atrocidades perpetradas por su vecino. Y prepara un gigantesco desfile conmemorativo el día 3 de septiembre para festejar la victoria en lo que conoce como “guerra de resistencia contra la agresión nipona”.
El de Pekín “es el nacionalismo de una potencia emergente, que tiene un nuevo sentimiento de confianza en sí misma”, apuntaba Alice Ekman, del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, recientemente en Pekín. Japón es el caso contrario, “una potencia en declive” en donde el nacionalismo llega “desde las instancias más altas”, según Celine Pajon, también de IFRI. En el caso nipón, es una vía para recuperar el orgullo y la autoconfianza ante el auge de su vecino chino, convertido ya en la segunda economía del mundo. Su primer ministro, Shinzo Abe, desciende de una estirpe política del gobierno imperial nipón.
En cualquier caso, el miedo al “otro” es un arma muy efectiva para justificar, en cada país, el refuerzo de sus ejércitos. China se encuentra en pleno proceso de crear una potente Armada de aguas profundas; Japón revisa su Carta Magna para dar un mayor papel a sus fuerzas en el exterior, una iniciativa muy impopular dentro del país y que varios catedráticos de Derecho han declarado anticonstitucional.
Pekín mantiene una agria disputa con Tokio sobre la soberanía de las islas Diaoyu/Senkaku, en el mar del Este de China. Japón, a su vez, reclama los islotes de Takeshima (Dodko en coreano), bajo control de Corea del Sur desde 1952.
Tanto China como Corea del Sur esperaban con expectación el discurso del primer ministro japonés, Shinzo Abe, para conmemorar el aniversario del fin de la guerra en Asia. Los predecesores de Abe, en especial Tomiichi Murayama en 1995, habían expresado su “profundo arrepentimiento” y sus “más sentidas disculpas”. Eran épocas en las que el nacionalismo aún no había sacado la cabeza. Japón hacía gala del pacifismo de su Constitución. Las relaciones entre Pekín y Tokio eran más estrechas que nunca. Y los dos países víctimas de la colonización nipona querían que el primer ministro actual, como poco, repitiera ahora aquella posición.
Abe no les ha dejado satisfechos. Sin ofrecer una disculpa en nombre propio, reconoció que “nuestro país infligió un daño y sufrimiento inconmensurables a gente inocente… Mi corazón se anega de la mayor de las penas”. Pero también matizó que Japón no debe seguir pidiendo disculpas: las nuevas generaciones “no deben estar predestinadas a pedir perdón”.
Si Corea del Sur ha considerado que la declaración “deja mucho que desear”, China ha insistido en que “Japón debería haber hecho una declaración explícita sobre la naturaleza militarista y agresora de la guerra y su responsabilidad en las guerras”.
Pero Abe no quería, ni podía, mostrarse excesivamente complaciente. Necesita más que nunca el apoyo de sus bases conservadoras, en momentos en los que su popularidad es la más baja de su mandato, un 32%, según las encuestas. Se juega mucho de su capital político a la carta de la revisión constitucional. Tiene a buena parte de la sociedad japonesa en contra, desde los “hibakusha”, o supervivientes de las bombas nucleares, a los jóvenes que temen que la reforma abra el paso a una militarización que les acabe arrastrando.
Abe, que asegura que quiere mejorar las relaciones con sus vecinos y aspira a reunirse con el presidente chino, Xi Jinping, este otoño, sí ha procurado mostrar contención con un gesto: aunque ha enviado este sábado un árbol como ofrenda, no ha repetido su visita de 2013 al templo de Yasukuni, donde se honra a 14 criminales de guerra nipones. Aunque sí lo han hecho dos miembros de su Gabinete.
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/08/15/actualidad/1439638654_278044.html
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