viernes, 4 de diciembre de 2015

Diez momentos para enamorarse de Italia

La isla de Procida, en la costa de Nápoles.


Una piscina termal al aire libre en la Toscana, la ruta de Borromini en Roma y el jardín de Capri que florece sobre las ruinas de un palacio de Tiberio. La 'bellezza' italiana, en un viaje muy personal.



"En Italia la línea más breve entre dos puntos es el arabesco". Lo dijo Ennio Flaiano, el gran lúcido de los sesenta, y fue lo primero que pensé cuando me puse a escribir un viaje sobre lugares de Italia que hubieran resonado en mi interior, sobre esos espacios hermosos, altivos, crudos —a veces siniestramente hermosos— que, como dicen ellos, nos tocaron el cuore. Dos pequeñas advertencias previas. Lo primero, la emoción tiene como condición necesaria la intimidad. Para que me entiendan, ninguno de estos destinos puede ser la Capilla Sixtina o la plaza de San Marcos la Mayor. También, por pequeña que sea, hay una historia personal detrás. Se trata de compartir la estancia en alguno de esos recintos que contienen capacidades químicas para producir la alteración. ¿Recuerdan los síntomas, todos leves y medio inad­vertidos? Alzarse sobre la punta de los pies, sentir crecer el pecho, la sonrisa algo bobalicona… Y una idea, me parece adecuado salir de casa, como decían los antiguos, con un leitmotiv, aunque tampoco es preciso ser muy ambicioso. Por ejemplo, hacer una visita a tus pintores favoritos, Piero o Mantegna, y, en el camino, detenerse en ciertos espacios; si fuera posible, a ciertas horas.

1 El pueblo 

Bagno Vignoni (Toscana)

Las termas de Bagno Vignoni. / LUIGI VACCARELLA
La primera etapa será Bagno Vignoni, en el valle de Orcia, sobre un paisaje que condensa todo el imaginario de la Toscana. Ya saben, cielo moteado con tenues nubecillas, colinas cubiertas de vegetación y caminos bordeados de cipreses que desembocan en casitas color albaricoque. Llegamos al anochecer por la iluminación. La plaza central está enteramente ocupada por una piscina con agua termal a 50 ºC de temperatura, y las brumas humeantes envuelven los edificios. Pío II, el papa que construyó y dio nombre a la vecina Pienza, la primera ciudad con urbanismo a la medida del hombre, fue también responsable del palacio y la iglesia que están encima de la alberca.
En uno de los soportales de la entrada a Santa Catalina los versos que escribió el poeta Lattanzio Tolomeo saludan a las ninfas de las aguas desde una tabla de mármol. Hay algo más. En este espacio horadado se desarrolló una película legendaria para quienes amamos ciertos mitos, Nostalgia, de Tarkovski, gran premio de creación del Festival de Cannes de 1983. Una película sobre los recuerdos, sobre la idea misma del transcurso del tiempo, en cuya escena central —tan bella como angustiosa— un hombre azotado por el viento recorre la piscina con una vela encendida en la mano.

2 La calle  

Ercole I (Ferrara)

Una ciclista en Ferrara.
De la mano del primer Renacimiento, continuamos hasta Ferrara para recorrer el Corso Ercole I, la calle más elegante de Italia, si tal calificación fuera imaginable. Es una vía recta, no muy ancha, en suave descenso, cubierta de adoquines, a cuyos lados se alinean delicados palacios del Renacimiento construidos con ladrillos rojizos, rematados con pilastras y cantoneras de mármol blanco. Fue realizada como parte de un proyecto que convirtió a Ferrara en la primera ciudad moderna de Europa. La financió Ercole d’Este (casado con Isabel de Aragón), a quien llamaban diamante por su carácter altanero.
Hoy sigue igual, excepto por una mínima concesión a la modernidad: las bicicletas. Cientos de bicicletas ocupadas por señores distinguidos, con pinta de profesores, y muchachas impasibles, serias, de un rubio discreto, enfundadas en capas y bufandas, que pedalean con parsimonia. Sorprende la cadencia, no puede ser cierta —te dices—, tan unánime armonía, sin caer en la cuenta de que estos italianos del norte llevan siglos combinando los ingredientes del estilo, aunque eso les haya supuesto prestar menos atención a otros principios.

3 El pintor  

Andrea Mantegna (Cámara de los Esposos). Palacio Ducal de Mantua

Los frescos de Andrea Mantegna en la Cámara de los Esposos, en Mantua. / COLL-MAURO MAGLIA
Habíamos salido de Roma con la idea de visitar los frescos de nuestros artistas favoritos. Muchos grandes pintores son directos, fotografiables, muestran su manera de percibir con nitidez. Los de la clase de Piero y Mantegna, no. Exigen paciencia, son irreproducibles por medios técnicos y solo te permiten atisbar su punto de vista cuando los has visto cara a cara, con calma. Puesto que Tarkovski, en su película Nostalgia, nos permitió evocar la Virgen del parto, de Piero, en su ubicación original, vayamos a la Cámara de los Esposos de Mantegna. Es una joya. Una pequeña estancia en la que representó al marqués de Gonzaga, Ludovico, y a su esposa, Bárbara, con varios cortesanos y miembros de su familia. Seres reales, en tensión, asociados con un paisaje natural reconocible. Están representados de pie, ordenados en grupos, y sobre ellos hay medallones con bustos de los césares para emparentarlos con el Imperio Romano.
La iluminación es sutil, resalta la volumetría de los personajes, consigue que parezcan suspendidos en sus propios movimientos. Al detenerte en los detalles se diría que los rostros y las joyas están modelados con un material dotado de luz propia. Mantegna pintó sus figuras para que se contemplaran, como dicen en Italia, sotto in sú, de abajo arriba. Con ello se acentúa la nobleza de lo representado y se obtiene una visión en profundidad de las bóvedas y del paisaje. Hasta Orson Welles nadie supo desarrollar esta idea.

4 La tumba 

De Francesco Borromini, iglesia de San Giovanni Battista dei Fiorentini (Roma)

Mapa de Italia.
Mapa de Italia. / JAVIER BELLOSO
Entre todas las Romas de Roma, mi favorita es la Roma barroca. La mejor manera de conocerla es recorrer la rivalidad entre dos tipos geniales, Bernini y Borromini. Dos personalidades incompatibles y complementarias. Borromini fue un hombre atormentado, muy religioso, más bien arisco. Un revolucionario empeñado en crear un nuevo lenguaje arquitectónico en el que lo espiritual trascendiera las limitaciones de los materiales y el espacio real pudiera convertirse en una ilusión. La vida es sueño, escribía su contemporáneo Calderón. También fue un artesano, un operario que verificaba sus diseños y se manchaba las manos de barro. Justo lo contrario del brillante Bernini, el guapo, el autor de éxito global, cuyos edificios y esculturas conforman la renovación del carácter de Roma a pesar de no haberse ni planteado salir del sendero de la tradición. Si quieren comparar sus talentos, vayan a visitar San Carlino (Borromini) y San Andrea (Bernini). Están a 100 metros de distancia, en la misma calle, al lado del palacio del Quirinal. Entenderán el Barroco.
Yo tuve la fortuna de la vecindad con una iglesia de Borromini y debo reconocer que me cae mejor. Atrae más lo oscuro. Un momento de emoción especial fue ir a rendirle homenaje en su tumba de la Via Giulia. Borromini pasó sus últimos días en medio de una profunda depresión. Estaba harto del conflicto con Bernini. En julio de 1667, tras enterarse de que habían encargado a su adversario la construcción de la tumba del papa Inocencio X, quemó todos sus escritos y se encerró en su casa. El 1 de agosto, al anochecer, plantó una espada en el suelo y se tiró encima, con tal mala suerte que tardó 48 horas en fallecer. Hasta le dio tiempo a hacer testamento. Pidió que le enterraran junto a su maestro Maderno, en el suelo de la iglesia de San Giovanni Battista dei Fiorentini. Pero se trataba de un suicida, la Iglesia no bromea con estos asuntos. Le enterraron allí sin poner su nombre, de incógnito.
En 1956 intentaron arreglar el desaguisado y ahora se reconoce quién está bajo la lápida, aunque basta comparar el tamaño de las letras dedicadas a Maderno y a Borromini para deducir que no le han perdonado. Delante del sepulcro está el altar mayor. Y tras él, la entrada a una cripta. Borromini diseñó ambos recintos como un todo. La cripta —una maravilla invisible si no se sabe que existe— se llama Falconieri por la familia que pagó la construcción, cuyo emblema (los halcones) se abalanza sobre ti 100 metros antes en el palacio que también les hizo Borromini. La puerta para acceder al pasaje subterráneo suele estar abierta. Si está cerrada hay que buscar al párroco o a la sacristana, que se turnan. Es un lugar único, de una sencillez sobrecogedora. Los óvalos que coronan las cubiertas sintetizan el ideario arquitectónico de Borromini. Luego pongan la vista en el pavimento, una fuente ovalada lo ocupa casi por entero, y el reflejo sobre la superficie acuática hace vibrar levemente las pilastras, las columnas y las bóvedas.

5 El café

Santo Eustachio o Vitti (Roma)

El café Santo Eustachio, en Roma.
Los mejores cafés de Italia, los más cultos, los más historiados, están en Turín o Trieste, pero yo vivía al lado del Santo Eustachio de Roma y a menudo me detenía en esa barra mítica a tomar un gran caffé —sí, con doble efe—. Empecemos por el principio. Un gran caffé contiene una finísima capa de crema y debajo un brebaje denso y oscuro que, según Woody Allen, los italianos toman con cuchillo y tenedor. La mezcla de ingredientes del de Santo Eustachio es secreta y se tuesta a leña a la vista de todos al fondo del bar. El sabor es semidulce, aromático, no invasivo. Viene en una taza cónica —nunca cilíndrica— de porcelana blanca, y se toma de pie, un sorbo, máximo dos. Una buena cafetería suele ser estrecha y profunda, con mesas en la calle para tomar el aperitivo de la una releyendo La Repubblica. Un aperitivo es un analcolico (sin alcohol) o un Negroni, un Pirlo o un Spritz. Una vez hechas estas precisiones, déjenme llevarles al Vitti, el café al que íbamos a desayunar todas las mañanas desde el trabajo. Está en el Campo de Marte, en la plaza de San Lorenzo en Lucina, ninguna tontería, fue el lugar que eligió Poussin para ser enterrado.
Allí me ocurrió algo notable. La cajera, una cuarentona dotada de una de esas narices importantes que ostentan las italianas de tronío —la Mangano, la Magnani, la Vitti—, me regaló un detalle de estilo con el que a veces te seducía esta ciudad. El día que me tocaba pagar, me aproximé a la caja y le di un billete de 10 euros. Ella lo tomó, lo insertó en el compartimento adecuado y, con total parsimonia, fue extrayendo y depositando sobre mi mano el cambio: un billete de cinco euros, dos monedas de dos euros y una de uno. Al caer en la cuenta, levanté la vista y me encontré con su mirada. La misma de siempre. Bueno, los ojos y los labios sonreían, pero de su boca no salió una sílaba. Por fortuna no cometí el error de romper el silencio. Sostuve el gesto y recogí las vueltas tratando de estar a la altura de la sonrisa. Ninguno del grupo se enteró. En cinco años me invitó con el mismo procedimiento en dos o tres ocasiones. Conversábamos relativamente a menudo. Jamás hizo la menor alusión.

6 La antigüedad 

La Piscina Mirabilis (Nápoles)

La cisterna romana Piscina Mirabilis, en Nápoles. /KAOS
A veces, para disfrutar de Roma, conviene salir de Roma. El lugar al que estamos llegando es poco conocido, hay que pedirle la llave a una vecina. Es una especie de nave industrial, la Piscina Mirabilis, en las afueras de Nápoles. Tiene unos 2.000 años. Fue el depósito de agua dulce de la flota romana del Mediterráneo. Algo así como una catedral gótica vacía y la cosa más moderna imaginable. Tiene 70 metros de largo por 25 de ancho y una altura de 15 metros. Sigue impecable. Pavimento de tierra, cinco largas naves separadas por columnas y pequeños lucernarios en las bóvedas. Caminar en silencio por ese espacio de penumbras, bajo haces de luz que cortaban diagonalmente el aire, ha sido uno de los momentos emocionantes de Italia.
Por si fuera poco, la cisterna se encuentra a cinco minutos de un parque arqueológico sumergido. El de Baia. “Ningún golfo del mundo es tan maravilloso como el de Baia”, escribió el poeta Horacio en el siglo I antes de Cristo, cuando la costa estaba atestada de villas de millonarios romanos. Hace 300 años, un terremoto precipitó al mar la mayoría de las ruinas. Hoy, a muy poca profundidad, con unas simples gafas de bucear, puede hacerse submarinismo entre los mármoles, las columnas y los mosaicos.

7 El jardín  

Estatua de la residencia de Axel Munthe, 

en la Villa San Michele (isla de Capri). / PIETRO CANALI

Hay muchos jardines extraordinarios en Italia. Si bien mi favorito es Ninfa, déjenme proponerles uno que construyó Axel Munthe, un escritor hoy medio olvidado, a principios del siglo XX. Se encuentra en la cumbre de la isla de Capri, sobre los restos de un palacio del emperador Tiberio. Actualmente es propiedad del Estado sueco y se usa como alojamiento de algunos afortunados artistas. El interior es estupendo, con delicadas antigüedades, bronces y esfinges, pero los jardines, ah, esos jardines circulares, ¡van más allá de lo imaginable!La Villa San Michele (Capri)

Verán, la disposición del terreno les impide contenerse en los lindes. La naturaleza ignora los límites y se abalanza, fundiendo las ramas y las flores con el resto de la vegetación de la montaña de Capri, desbordándose sobre los barrancos, y un poco por debajo, en las laderas de las colinas, y todavía más, en la llanura; y más allá, sobre las aguas espejadas del Mediterráneo, y aún más allá, contra las islas de Ischia, Procida y el resto de farallones del archipiélago. Como ellos dirían, al di là di là.

8 El plato

‘Pezzogna all’acqua pazza’. Ristorante La Conchiglia (Procida)

El puerto de Corricella, en la isla de Procida. / FRANS SELLIES
Tanta información ha abierto el apetito. Habrá que pensar en comer. Algo sencillo. La gastronomía se está transformando en un asunto sobre el que resulta más importante mirar, leer, fotografiar y discutir que el ejercicio cotidiano de comer, y algunos nos estamos poniendo un poco nerviosos. Tras visitar bastantes restaurantes famosos cuyos platos soy incapaz de recordar, me he puesto este listón: si transcurrido un tiempo razonable he olvidado lo que comí, tachado. Me acuerdo muy bien de este. Estábamos de vacaciones con unos amigos en Ischia y contratamos una barca para dar un paseo alrededor de la isla. El pescador nos hablaba de sitios apetecibles y le preguntamos por algo especial. Ahí se paró, asintió con el mentón y empezó a hablar de una especie de besugo que se pesca en las profundidades del golfo de Nápoles. Entre 180 y 200 metros. La pezzogna. “Pues no sé qué estamos esperando”, le dije. “Ah, no”, contestó. “Primero, no puedo asegurarles nada, y después, tendríamos que cambiar toda la excursión. El sitio que yo le digo está en Procida, la isla de enfrente”. “Y qué”, dijimos todos. Llamó y encontró lugar. Al llegar nos querían discutir la pezzogna, pero nuestras risas les hicieron claudicar. La cocinaron al acqua pazza, o sea, hervida con unos pocos tomatitos, perejil, ajo y aceite de oliva. No la olvidaré en mi vida. Al restaurante se accedía desde el mar. Está en una bahía, ligeramente en alto, encima de una playa estrecha, poco ocupada. Se llama la Conchiglia. En Procida. ¿Necesitan más detalles?

9 El Cuadro

L’Annunciatta, de Antonello de Messina. Palermo (Sicilia)

Florencia
Una pareja en una Vespa en Florencia. / SOFIE DELAW
El trayecto más divertido de Italia es un tren que enlaza la península con Sicilia y salva el estrecho de Mesina subiéndose al carguero del capitán Haddock. El tren no es más moderno, compartimentos para seis, literas a la antigua, orinal de porcelana con resorte en la pared. En la madrugada, cuando los vagones quedan anclados en la bodega, se sale al puente para asomarse por la borda y ver pasar una inmensa escultura en la entrada de Sicilia. Una especie de Virgen dorada con ese punto hortera que también sólo tiene Italia para lo feo. Para compensar, en Palermo vamos a rendir tributo a uno de los retratos más fascinantes del Renacimiento, un pequeño cuadro de Antonello de Messina —L’Annunciatta—, medio escondido en la Galería Regional de Sicilia que la última vez que visitamos casi originó un incidente, ya que está custodiado por presidiarios de Cosa Nostra, la mafia local, redimiendo sus penas. Grande Sicilia.

10. El castillo mágico

Castell del Monte (Puglia)

Castillo del Monte, declarado patrimonio mundial por la Unesco y situado en la región italiana de la Puglia. /BILDAGENTUR HUBER/SPILA RICCARDO
Cruzamos la península en sentido transversal hasta un lugar mágico, cuyos adoquines parecen contener el polvo del universo, Castell del Monte, en medio de la llanura de la Puglia. Fue la casa de Federico II Hohenstaufen, emperador del Sacro Imperio Germánico durante el siglo XIII. Un contemporáneo de nuestro Alfonso X “El Sabio”, a quien llamaban “stupor mundi”, por su dominio de diversos saberes, entre otros, nueve lenguas —escribía en siete—, en una época de monarcas analfabetos. Todo gira en torno al 8, el número perfecto. La planta del castillo, dibujada por él, tiene la misma forma octogonal de la corona de Aquisgrán donde fue coronado. Sobre cada vértice hizo levantar ocho torres de ocho lados alrededor de un patio octogonal con 8 habitaciones en cada piso.
El castillo no tiene foso, ni puente levadizo, ni espacio para la guarnición, ni siquiera hornos o comedores. Entonces, ¿para qué servía? La hipótesis más aceptada sostiene que fue un observatorio astronómico, un recinto para el estudio de los saberes gnósticos, la astrología, la matemática y el misticismo. El contorno tiene las mismas medidas que la pirámide de Gizeh, en Egipto (232,92 metros por cada lado) y la arquitectura se diseñó en función de la luz. En el solsticio de invierno, el amanecer y la puesta del sol marcan cuatro puntos en la piedra que delinean un rectángulo cuya relación entre el lado mayor y el menor es de 1,618, es decir, el número de oro.

http://elviajero.elpais.com/elviajero/2015/12/03/actualidad/1449137926_011608.html

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