Fotografía: Jelena Arsic
El conde se puso de pie y dijo, con una dulce cortesía que me hizo frotar los ojos, pues parecía real:
—Ustedes los ingleses tienen un dicho que es querido a mi corazón, pues su espíritu es el mismo que regula a nuestros boyars: «Dad la bienvenida al que llega; apresurad al huésped que parte».
Drácula, Bram Stoker. Capítulo IV. Diario de Jonathan Harker.
En el número 15 de Jot Down especial Fantasmas, viajamos a Rumanía en búsqueda del mito de Drácula. Fue un viaje de contrastes. Encontramos que en el país balcánico persiste un conflicto sobre el significado del personaje. El verdadero Vlad Tepes, el histórico, es un héroe nacional. Venció a los turcos y puso a los vecinos del norte, húngaros y sajones, a pagar impuestos. Es por este segundo motivo por lo que en su día no dejaron de proliferar panfletos de propaganda en su contra durante años, siglos. Le cayó encima una leyenda negra al igual que a otra ilustre transilvana de nacimiento, Erzsébet Báthory, que fue víctima de un complot y quienes la despojaron de su poder y la encarcelaron se justificaron poniendo en marcha una maquinaria propagandística efectiva como pocas ha habido a tenor de que a día de hoy nos la seguimos imaginando bañándose en sangre de vírgenes.
Vlad Tepes, en su calidad de príncipe valaco, es un símbolo de la dignidad de Rumanía. Sin embargo, el mito que creó Bram Stoker, con un recibimiento discreto en su día pero explotado al máximo con el auge del género de terror desde los años cincuenta del siglo pasado, le convirtió en un fantasma, mitad demonio, que le chupaba la sangre a la gente, que para más inri alcanzó fama mundial. Esto, a la iglesia rumana y los movimientos nacionalistas locales —intrincados ya en los gobiernos comunistas desde los años sesenta— no les hacía ninguna gracia. El padre de la nación no podía ser una criatura lasciva de Satanás se mirase por donde se mirase.
Esta controversia no es un asunto baladí. En Rumanía coexisten una explotación turística del mito pragmática a la que lo único que le importa es que los turistas van a buscar a Drácula, el vampiro, y se lo dan en forma de souvenir, tontunas y falsificaciones históricas varias, y unas corrientes críticas muy fuertes, hartas de la contaminación occidental, que han llegado a impedir que se construyera un parque temático en su honor, el Drácula Park (cuestiones ecológicas al margen).
Pero los problemas de identidad en torno a esta figura no se quedan solo en Rumanía. La propia gestación de la novela tiene mucho que ver con los problemas de identidad de los británicos, particularmente los ingleses. Se ha escrito que la novela de Bram Stoker explotaba dilemas religiosos. Contraponía el positivismo y racionalismo imperantes junto a una iglesia anglicana austera en simbología a las supersticiones tradicionales y el romanticismo de los símbolos atávicos. Además de una vertiente política sobre los peligros desconocidos que podían acechar en las fronteras de un imperio mundial que no cesaba de crecer.
La editorial Siglo XXI lanzó el año pasado Miedo y deseo, historia cultural de Drácula, un ensayo que intenta resolver todas estas cuestiones, los significados profundos del personaje en la Inglaterra del tiempo en el que fue creado, que ha adquirido una proyección mucho mayor y una vigencia que llega hasta nuestros días. Según su autor, Alejandro Lillo, profesor asociado de la Universidad de Valencia, la novela de Bram Stoker es de gran interés, ante todo, por la riqueza de lenguajes que exhibe. Los diarios, lenguaje médico, los escritos del abogado, libros de viajes, literatura gótica, literatura epistolar, periodístico, el lenguaje del psiquiatra… Lenguajes tomados por el autor de la realidad extraliteraria de su tiempo.
Él mismo me explica: «Cada uno de ellos expresa una opinión y una visión del mundo: muestra unos deseos, unos miedos y unas aspiraciones que se corresponden con unos intereses políticos, económicos y sociales bien reales, pero que quizá no son tan fáciles de rastrear por otros medios porque han sido silenciados por la ideología dominante».
La novela, o el personaje, no tuvieron verdadero éxito hasta diez años después de la I Guerra Mundial, tras una obra de teatro que simplifica el texto original, pero la sustancia estaba en la novela. Para Lillo: «Drácula, tanto en sus formas como en su contenido, se presenta como una novela extraordinariamente moderna. Dráculaperturba, encandila y obsesiona, entre otras cosas, porque integra y vincula esa mítica y milenaria figura del chupador de sangre con los miedos y deseos propios de la modernidad. Los deseos, miedos y pasiones que de una forma u otra se expresan en Drácula van cristalizando conforme avanza el siglo XX. Es como si la novela de Stoker hubiera captado la profunda crisis que la sociedad de masas iba a ocasionar en el mundo occidental —la ruptura de los vínculos familiares y afectivos debido a los movimientos migratorios provocados por la industrialización, la fragmentación de la identidad individual o la irrupción de la mujer la esfera pública— antes que nadie. Será, pues, en los años posteriores a 1918 cuando los ciudadanos, ya más desencantados y mucho más “modernos”, acojan con fervor a un personaje que expresa de manera difícilmente desentrañable la ambigüedad del mundo que les ha tocado vivir, de una criatura que les atrae y horripila a partes iguales».
Lillo, no obstante, no considera que Drácula sea una novela procatólica, como han afirmado estudios como el de Eleanor Bourg Nicholson, de la editorial religiosa Ignatius Press en 2012. Stoker era irlandés, aunque de religión anglicana, y en su obra, sostiene, se aprecia esa tensión, pero «el tema de la supersticiones va por otro lado, no creo que tenga tanto que ver con una crítica al anglicanismo como con el interés de subrayar el atraso de los transilvanos».
Es más relevante para este profesor cómo el libro refleja las ansiedades propias del fin del siglo XIX, un sentimiento de crisis de la civilización y decadencia del Imperio británico: «Hay un componente racial en el hecho de que Drácula, un extranjero, acuda a Inglaterra a poseer a las mujeres y mezclar su sangre con los británicos, muestra el miedo a la colonización inversa, que al Imperio británico le suceda lo mismo que ellos han hecho con las colonias».
En su estudio, Lillo analiza el anhelo de los británicos de escapar a través de la literatura, de evadirse del producto de la revolución industrial, las bolsas de proletariado, con miseria, crimen y enfermedades, a lugares exóticos descubiertos por sus colonizadores. Mundos exóticos, bellos, pero también llenos de emociones y peligros, experimentados desde la comodidad de sentirse a salvo en las islas.
Por ejemplo, cuando el protagonista de la novela se dirige a los Balcanes describe a los eslovacos que se encuentra en el camino como un «anejo grupo de bandoleros orientales», y va marcando a cada paso el final progresivo de la sociedad ordenada y predecible de la que proviene: «Me da la impresión de que cuanto más avanzamos hacia oriente más impuntuales son los trenes ¿Cómo serán en China? (…) Nadie está seguro de la hora que es. Para los turcos es suficiente con hacerse una idea aproximada. El hecho de que los turcos estén satisfechos con un método de medición del tiempo con el que no pueden estar seguros muestra cómo han perdido uno de esos elementos esenciales de lo que llamamos civilización».
Pero el personaje más potente es el de Mina. Todos los hombres que la rodean le quieren imponer sus ideas y el papel que tiene que desempeñar en la vida independientemente de su talento, vocación y lo que ella piense o sienta. En la novela trata de imponerse a los varones, Drácula incluido, entre los que está atrapada. Para Lillo «ella se resiste como puede, pues tiene poco margen, pero nunca deja de luchar por lo que ella cree, por construirse una identidad propia al margen de las imposiciones de los varones y de Drácula. Desde ese punto de vista, Mina representa muy bien la lucha de todas esas mujeres de clase media por ocupar el lugar que ellas quieran en la sociedad, al margen de los deseos de los varones; una lucha que está lejos de haber terminado».
Del mismo modo, ella simboliza los valores de la democracia liberal. Pertenece a una burguesía que ha mejorado su posición gracias al contrato social y la seguridad jurídica e individual que conlleva. Los personajes de John Seward y Van Helsing lo son en apariencia, pero en realidad dentro llevan a personajes casi tan despóticos como el conde: «Son clasistas y sexistas, excluyen de esos derechos que dicen defender, de esas libertades, a los enfermos, a los dementes, a los pobres, a los extranjeros y a las mujeres. No les importa saltarse las leyes cuando les interesa, abusan de su posición cuando les conviene etc. Simplificando un poco, podríamos decir que ellos son demócratas y liberales de boquilla, lo son solo cuando les interesa, cuando les viene bien. Por eso hay una diferencia muy importante entre Mina y ellos. Mina realmente cree en la igualdad, realmente respeta al otro, al diferente. Seward y Van Helsing no. Ellos solo respetan a los suyos».
Al final Mina, concluye el análisis de su personaje, contribuye decisivamente a acabar con Drácula, pero siente lástima por él. Lillo le atribuye el razonamiento de que quizá el noble no es un ser tan monstruoso y horrible, sino que se comporta así por el acoso al que es sometido, que quizá tenga que colocarse una máscara de la que está harto para sobrevivir. «A falta de espejos, tal vez sea la mirada del otro la que lo transforma en un ser monstruoso».
Es una novela rica en metáforas que describía los tiempos previos a la I Guerra Mundial cuyas imágenes y mensajes cobran nueva importancia en la era de la globalización. El rol de la mujer, las democracias liberales donde triunfa el autoritarismo, la convivencia entre culturas diferentes, problemas actuales, están presentes, encarnados en su gran protagonista, el famoso conde: «El Drácula de la novela es un personaje esencialmente transgresor. Por eso incomoda tanto, porque representa una importantísima amenaza para las clases dominantes de la época, porque pone en cuestión el mundo que esas clases dominantes han construido. Ese poder subversivo que tiene Drácula sigue vivo, sigue presente en nuestros días y puede resultarnos útil. El problema, como apunta Xavier Aldana en uno de sus últimos trabajos sobre Drácula, es que el cine y la cultura contemporánea han desvirtuado la figura del vampiro, le han quitado ese poder subversivo que poseía en la novela. Hay que encontrar la manera de recuperar ese espíritu inclasificable, incatalogable, esa figura que no se deja dominar, ni controlar, y que pone en cuestión todo lo que somos. Paradójicamente, nos va la vida en ello», sentencia Lillo.
Cuando uno lee los análisis de aquella época de profesores como Francisco Veiga encuentra grandes paralelismos entre el mundo previo a la Gran Guerra y el actual tras el final de la Guerra Fría. No solo en fenómenos que encontramos reflejados en Drácula como los bloques políticos, los imperios y el manido choque de civilizaciones, también en la liberación individual. Los años de Bram Stoker fueron capitales para el feminismo, muy referido en la obra, y también la génesis de muchos otros movimientos, como podría ser el naturismo. Fuerzas que iban contra el orden formal y social de la Inglaterra victoriana. Es muy oportuna en este sentido una definición que hace Lillo del carácter más «terrorífico» del conde, cuando dice «ese es el resultado que produce el encuentro con Drácula. Los hombres pierden su masculinidad y las mujeres adquieren un rol activo». Ese pánico es muy visible a día de hoy.
Publicado por Álvaro Corazón Rural
14/04/2018
http://www.jotdown.es/2018/04/la-autopsia-de-dracula/
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