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Los productores vinícolas europeos luchan por conquistar los mercados asiáticos, pero las barreras culturales siguen siendo casi infranqueables
La más gastronómica de las bebidas, el vino, se topa con barreras de todo tipo, de las religiosas -en todo el mundo musulmán- a las culturales, en muchas partes del mundo. Convencer a más gente de que el vino, ese hijo de la cuenca del Mediterráneo, puede armonizarse con cocinas de lugares muy lejanos sigue siendo una tarea apenas esbozada en países lejanos, con tradiciones culinarias absolutamente diferentes.
En el piso 71 del rascacielos más alto de Cantón (o Guangzhou, ya puestos en plan pinyin), en el restaurante Yu Yue Heen del Hotel Four Seasons, que ocupa los 34 últimos de una torre de 103 -los mismos pisos que el legendario Empire State Building de Nueva York-, los huéspedes foráneos pueden acompañar su exquisita cena de platos cantoneses con un riesling alsaciano de Trimbach o una barbera piamontesa de Pio Boffa, o con los dos. Pero en un restaurante chino moderno de Shanghái, a la hora del almuerzo, un vistazo a las mesas, todas ellas ocupadas por clientes locales, permite comprobar que ni en una sola están bebiendo vino.
Ahí encontramos una de las grandes incógnitas en torno al futuro del vino en el país cuyo mercado ha crecido más fuertemente en el mundo y en el que colocan sus esperanzas los productores del resto del planeta ante el estancamiento o el retroceso de otros mercados. Y, por extensión, en otros grandes mercados del mundo, incluso en algunos que importan y producen cantidades importantes de vino, su consumo sigue restringido a unas minorías más o menos ilustradas y privilegiadas. El vino, que forma parte de la dieta habitual y de la tradición gastronómica de la Europa del sur, es ajeno a esa tradición en la mayor parte del mundo.
«Dudo que se consiga que los chinos incorporen el vino a sus comidas, salvo cuando van a un restaurante italiano, francés o español», afirmaba un veterano importador europeo instalado en Shanghái desde hace cerca de dos decenios. «Ellos toman su té o a lo sumo su cerveza con la cocina china, y la copa de vino es algo que se toma después de cenar, como la de coñac».
Ni siquiera la llegada de una generación joven de clase media-alta con formación y gustos occidentales está cambiando la ecuación, afirma el importador: cocina china y vino son dos cosas que, como el agua y el aceite, no se mezclan.
Tomar ocasionalmente vino como bebida para después de la comida implica un consumo muy inferior al de vino incorporado a la dieta. Si continúa ese hábito, se limitará un crecimiento hasta ahora un tanto falseado en China por el boom de los vinos-trofeo, que se compran por su etiqueta y su prestigio -primero los mejores burdeos y, ahora, los borgoñas- pero que, sospechan los expertos, muchas veces se conservan como preciadas obras de arte, colocados en una hornacina o sobre la chimenea, pero no se llegan a beber.
Algún europeo ha propuesto que se fomenten en Asia los eventos en los que se ofrezcan degustaciones de cocinas locales armonizadas con vinos del viejo mundo, para al menos incitar a los más jóvenes a ir haciendo lo propio en sus casas y en sus salidas al restaurante. Pero quienes llevan mucho tiempo viviendo en China y países del Sureste asiático se muestran francamente escépticos.
EN INDIA ENTRE 1.100 MILLONES DE PERSONAS SÓLO SE REPARTEN 5,5 MILLONES DE LITROS AL AÑO
La respuesta podría venir de un colectivo en el que se piensa poco: el de los mejores cocineros y propietarios de restaurantes chinos, indios, tailandeses, vietnamitas, peruanos o mexicanos esparcidos por Europa, Norteamérica y Oceanía. En los países occidentales, entran en contacto con una clientela a la que le gusta el vino y que no duda en unirlo a sus dim sum o su cochinita pibil. Y, cuando regresan a sus países de origen, algunos de esos cocineros pueden convertirse en eficaces embajadores de nuestra bebida mediterránea.
La explosión de restaurantes exóticos de gran calidad en España ha producido ya algunos resultados sorprendentes. Por ejemplo, el veterano Shanghai del barrio de Sarrià en Barcelona, ya regido por una segunda generación nacida aquí y aficionadísima al vino, posee una pasmosa carta con cerca de 800 referencias, incluidos algunos borgoñas de campeonato. En Madrid, uno de los mejores tailandeses, El Flaco, sorprende con cosas como un blanco del Ródano, el Crozes-Hermitage de Alain Graillot. Pero claro: el patrón, Andy Boman, es sueco. Así que quizá haya que considerarlo como fuera de concurso.
La Unión Europea ha sobrepasado ya los 1.000 millones de euros en vinos y alcoholes exportados anualmente a China. Parece mucho, pero es bastante menos si se considera que un estudio británico calcula que no más de 30 millones de chinos, sobre una población de 1.380 millones, consume «habitualmente» vino. Y, agárrense, ¿saben qué es en este caso «habitualmente»? Al menos dos veces al año. Ya nos dirán. Claro que ese consumo parece inmenso frente al de la India: entre 1.100 millones de personas se reparten 5,5 millones de litros al año.
Tampoco en Estados Unidos, primer mercado mundial para los vinos de exportación y en el que, además, existen 7.700 bodegas autóctonas, está tan extendido su consumo como se podría pensar: sólo 38 millones de sus 325 millones de habitantes lo beben con alguna frecuencia. Los prejuicios religiosos, en este caso de ciertas confesiones evangélicas que rechazan de plano el alcohol, siguen pesando. Hay condados (municipios, diríamos aquí) del sur del país donde sigue vigente la Prohibición.
Con todo, los jóvenes se muestran bastante más entusiastas que sus mayores en todos esos mercados emergentes del vino. En Estados Unidos la generación Millennial, los nacidos desde -aproximadamente- 1980, consume el 42% del vino que se vende en el país. Y, entre los bebedores de menos de 30 años, dos de cada tres son mujeres.
30 JUN. 2018 02:33
http://www.elmundo.es/papel/gastro/2018/06/30/5b362054ca4741e1508b463f.html
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