ILUSTRACIÓN: GABRIEL SANZ
De Donald Trump al 'procés' catalán, cada vez más pueblos están dispuestos a que las leyes se sometan a los dictados de líderes providenciales
Por ello, los expertos lanzan su alerta: si se dañan los mecanismos de equilibrio del Estado de Derecho, la democracia se devorará a sí misma
¿Se está acabando la democracia liberal que ha dominado el mundo en el último siglo?
Cada día hay más señales de que una parte creciente de la población quiere que las leyes sean sometidas a la voluntad del pueblo o del líder manifiesto, y que el aparato estatal no obedezca sus propias reglas de funcionamiento, sino las que le dicte el poder político. Más y más gente parece percibir la democracia como un sistema ineficaz, oligárquico y, en definitiva, poco o nada democrático. En realidad, no cuestionan la democracia, es decir, la idea de votar. Lo que cuestionan son las reglas que ordenan cómo se vota, cómo actúan los que son elegidos en esas votaciones, qué limitaciones a su poder tienen y qué mecanismos deben seguir para llevar a cabo sus programas de gobierno.
El problema es que esas reglas son lo que conforman el Estado de Derecho, la base de la democracia liberal que en casi todo el mundo consideramos sinónimo de «democracia». En los últimos años, una serie de países han demostrado que no están especialmente interesados en vivir bajo esas reglas, que es tanto como decir que no quieren vivir en un Estado de Derecho.
El propio primer ministro húngaro, Viktor Orban, ha declarado que «un Estado puede ser democrático aunque no sea liberal». Es una afirmación paradójica, porque, en sus clases de Ciencia Política en la Universidad Johns Hopkins, Francis Fukuyama citaba como ejemplo de democracia «iliberal» a la República Islámica de Irán, un país en el que se vota, pero en el que el sistema legal está estructurado en torno al Corán, no a la razón. Paradójicamente, el islamófobo Orban podría encontrarse más cerca del integrista musulmán Hasan Rohani, presidente de Irán, de lo que piensa.
Su caso no es aislado. Muchos británicos quieren que su primera ministra, Theresa May, rompa lisa y llanamente con los compromisos adquiridos con la Unión Europea durante casi cinco décadas. Y en España se está juzgando a unos líderes políticos que decidieron violar el sistema legal y político a través del cual habían sido elegidos para proclamar la secesión de un territorio.
El presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, defiende asesinar a los narcotraficantes sin juicio. El de Brasil, Jair Bolsonaro, ha elogiado la tortura, los golpes de Estado, las dictaduras y las ejecuciones extrajudiciales. De hecho, ha alardeado de romper la ley evadiendo impuestos y ha recomendado a todo el mundo que siga su ejemplo.
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, declaró hace unos días que su país «es la nación-estado sólo de los judíos», lo que significa que el 20% de la población de ese país que no es judía no son ciudadanos.
Más allá de las anécdotas, el informe La libertad en el mundo, que publica cada año la ONG estadounidense Freedom House -considerada un contrapeso a grupos de izquierda como Amnistía Internacional-, lleva 13 años consecutivos documentando la erosión de la democracia.
NO ES QUE LAS INSTITUCIONES DEMOCRÁTICAS SEAN RESISTENTES, ES QUE ESTÁN CONGELADAS. NO SON CAPACES DE CAMBIAR
DAVID RUNCIMAN
El mundo de 2019 parece haber decidido que la ley no es una fuente de legitimidad. Lo cual es paradójico, porque justo el 28 de enero se cumplieron 100 años del análisis que mejor resume esa legitimidad democrática: la conferencia La política como vocación, que uno de los fundadores de la Sociología, el alemán Max Weber, dictó en Múnich.
En su conferencia, Weber definió tres tipos de legitimidad, es decir, tres formas de tener «derecho a gobernar». Una es la tradicional, o, según Weber, la del «eterno ayer», la de «los patriarcas y los líderes tradicionales pretéritos». Otra, la «carismática», que es la de los líderes que reciben de sus seguidores «la devoción personal absoluta», como «los señores de la guerra, los que gobiernan por plebiscito o los líderes de los partidos políticos». Y la tercera -la favorita de Weber- es la legitimidad «en virtud de la legalidad», es decir, de «la competencia» y de «unas reglas racionales». En esta última se basa la democracia liberal.
Y ésta es precisamente la que está en crisis. En unas sociedades en las que se valora la preparación y el conocimiento para cualquier trabajo, la mejor carta de presentación de un político para ganar unas elecciones es poder presumir de... no tener experiencia en política. El propio Donald Trump exclamó el 28 de febrero de 2017, cuando sus intentos por liquidar la reforma sanitaria de Barack Obama se estrellaron en el Senado, que «nadie sabía que la sanidad era tan complicada».
Si, como explica Manuel Muñiz, decano de la IE Business School of International Relations, «el sistema liberal democrático se basa en que uno debe elegir a líderes que están cualificados y que toman decisiones complejas», el corolario es claro: estamos eligiendo a líderes que no sólo no cumplen esos requisitos, sino que les da igual. Y a nosotros, los votantes, nos encanta.
En enero pasado, el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Cambridge David Runciman organizó un simposio para conmemorar los cien años de la conferencia de Weber. Y si alguien puede hablar de la crisis de la democracia liberal es Runciman, cuyo libro Así termina la democracia acaba de publicar Paidós en España. Sin necesidad de hacer un spoiler, su dictamen es simple: el mundo ha cambiado, pero las democracias, no, y eso es un reto que las amenaza. «Las instituciones democráticas aguantan mucho, pero en el mal sentido de la palabra. No es que sean resistentes, es que están congeladas, no son capaces de cambiar. Así que la gente las ve como instituciones que no le representan», explica Runciman en una entrevista telefónica.
En otras palabras: hoy tenemos prácticamente los mismos partidos, las mismas organizaciones y las mismas instituciones que cuando habló Max Weber en Múnich. La gran diferencia -por fortuna- es que al menos por el momento no estamos saliendo de una guerra mundial, y que liberales, socialdemócratas, comunistas, antisemitas, nacionalistas, republicanos y monárquicos no defienden sus ideologías a tiros.
Pero la sociedad actual es muy distinta a la de hace 100 años. Por de pronto, hoy en día se están extinguiendo los partidos políticos. Como declara Runciman, una de las cosas que solían funcionar en las democracias eran los partidos. «Ahora son irrelevantes, sobre todo los partidos socialdemócratas». Eso, en parte, se debe al cambio tecnológico: «Google y Facebook han creado una forma de comunicación que puede permitirles tomar el control sobre parte del aparato estatal en términos de proveer cohesión social y comunicación entre los ciudadanos».
Las redes sociales e internet también han transformado el papel de los medios de comunicación. Para Weber, «el único político profesional es el periodista. La única organización política permanente es la empresa informativa. Aparte del periódico, sólo hay la sesión parlamentaria».
En 2017, por primera vez en la Historia, la principal fuente de noticias de los estadounidenses fue internet, bien a través de la Red -lo que incluye las versiones online de los medios de comunicación-, bien desde las redes sociales. A este factor, Muñiz añade otro: «La erosión de las clases medias y la falta de equidad en los procesos de transformación económica».
Sea lo que sea, «la tecnocracia burocrática está cuestionada», concluye el decano del IE Business School of International Relations. Y, además, el problema no parece que vaya a cambiar, porque, en su opinión, las élites políticas están desbordadas por el problema, y las del sector privado «tienen muchas limitaciones». «Si, por ejemplo, eres un empresario que está preocupado por estos problemas, tu estructura de incentivos y tu acceso a liquidez y tu responsabilidad fiduciaria hacia tus accionistas te dejan muy poco margen de maniobra».
Así, la democracia liberal podría haber creado un sistema para devorarse a sí misma. Algo que, según Runciman, hay que mirar con perspectiva: «La Historia es algo muy largo, que no acaba nunca, y que no está predeterminado». Así que algún día la democracia liberal y su Estado de Derecho quedarán atrás.
A LOS VOTANTES DEL SIGLO XXI NOS VAN LOS LÍDERES FUERTES QUE IGNORAN EL ESTADO DE DERECHO O, POR LO MENOS, SE BURLAN DE ÉL
Ahora bien, imaginemos que ese día está cercano, y que vamos a acabar dejando el Estado de Derecho, con sus reglas y normas y su burocracia especializada. ¿Qué opciones tenemos? Una posibilidad es lo que algunos llaman el "modelo chino" que, en realidad, no sería más que una versión actualizada de la "legitimidad tradicional" de Weber.
"En cualquier evento en el que hay representantes de China, siempre sabes que mucha gente que no tiene cargos oficiales es en realidad más influyente que el ministro de turno", explica una persona con más de tres décadas en posiciones diplomáticas del más alto nivel. Según esa teoría, China ha creado su propio sistema de legitimidad tradicional, solo que la tradición es la de del Partido Comunista Chino. A fin de cuentas, el creador de la China que hoy conocemos, Deng Xiaoping, sólo tuvo durante años de poder casi absoluto en su país un cargo que parece un chiste: presidente de la Asociación de Bridge de China. Tradicionalmente, el presidente de la Comisión Militar Central y del Comité Central del Partido Comunista han tenido mucha más influencia que el jefe del Estado. Ahora, Xi Jinping tiene los tres (aunque, aparentemente, no juega al bridge). Como declaró el año pasado el analista de la Universidad China en Hong Kong, Willy Lam, "lo que Xi dice es la ley. No hay contrapesos".
La otra opción son los líderes carismáticos, que cuestionan, precisamente, el Estado de Derecho. Y, a juzgar por la personalización de la política y por la preferencia de los electores por los 'líderes fuertes', ése parece que es el futuro. Es una situación complicada porque, como matiza Runciman, "incluso los líderes carismáticos necesitan a una burocracia estatal para que sus políticas se pongan en práctica". Pero una burocracia no significa necesariamente un Estado de Derecho, Ahí están las purgas sistemáticas que Donald Trump ha llevado a cabo en el FBI y en el Departamento de Justicia para protegerse por las investigaciones sobre corrupción y la trama rusa. La realidad es que a los votantes del siglo XXI nos van los líderes fuertes que ignoran el Estado de Derecho -o, por lo menos, se burlan de él-. A fin de cuentas, el presidente de Estados Unidos es alguien que durante la campaña electoral dijo: "Podría plantarme en mitad de la Quinta Avenida y pegarle un tiro a alguien y no perdería votos".
PABLO PARDO
Washington
21 MAR. 2019 02:13
https://www.elmundo.es/papel/lideres/2019/03/21/5c923815fdddff63548b4645.html
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