jueves, 14 de marzo de 2019

El planeta que demostró el poder de autoengaño de los humanos

Vulcano

Un mapa del sistema solar que, en 1846, ya incluía el planeta Vulcano. LOC

Un libro recuerda el descubrimiento en el siglo XIX de Vulcano, un cuerpo celeste que muchos vieron cerca del Sol pero nunca existió



Seguramente a más de uno le suena que Vulcano era el hogar ancestral del hiperlógico Spock de Star Trek. Pero Gene Roddenberry, creador de la serie televisiva americana de los años sesenta, no se sacó ese nombre de la manga. El planeta ya existía. O al menos existía en la imaginación de astrónomos del siglo XIX, en particular en la de Urbain Le Verrier.
Tras la predicción triunfal de la existencia de Neptuno, su estrella había ascendido en el firmamento científico y en 1854 había pasado a ser director del Observatorio de París. Pero nada de lo que hizo, ninguno de sus logros, llegaba a ser siquiera una pálida sombra de la euforia arrasadora que había sentido al desvelar como por arte de magia un mundo desconocido en los confines del sistema solar. Esta hazaña le había valido que los reyes se inclinaran ante él y que los científicos lo veneraran como a un dios. La fama y la adulación se le habían subido a la cabeza. Habría dado lo que fuera por repetir su éxito. Así que decidió trasladar su atención de las regiones exteriores a las interiores del sistema solar.
El astrónomo Urbain Le Verrier ya había predicho con éxito la existencia de Neptuno
El objetivo de Le Verrier era tan ambicioso como él mismo: conocer al dedillo las órbitas de los planetas interiores, Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Si lo lograba, a lo mejor había una posibilidad de que apareciese una anomalía que le llevase a hacer un descubrimiento con el que copar titulares.
Cada planeta recibe la influencia gravitatoria no solo del Sol, sino también del resto de planetas. La consecuencia es que no recorre el mismo camino una y otra vez. En vez de eso, su órbita elíptica precesa a lo largo de amplios periodos de tiempo, lo que hace que el planeta describa una silueta similar a una roseta en el espacio. Debido a que la precesión hace que el punto de mayor cercanía de un planeta al Sol, el llamado «perihelio», trace un círculo gradualmente alrededor de este, los astrónomos hablan de la «precesión del perihelio» de un planeta.
Fue en 1843, tres años antes del descubrimiento de Neptuno, cuando Le Verrier centró su atención por primera vez en los cuatro planetas interiores. Para poder predecir la órbita de cada uno de ellos, sumó meticulosamente los tirones gravitatorios de todos los demás planetas del sistema solar. Por desgracia, las órbitas que predijo no se correspondían con las observadas. En aquel momento sospechó que las discrepancias se debían a no conocer con exactitud las distancias y masas de los otros planetas. Así que, en la década posterior a su triunfo neptuniano, se puso manos a la obra con intención de refinar esas indispensables estadísticas planetarias.
Un retrato decimonónico de Urbain Le Verrier.
Un retrato decimonónico de Urbain Le Verrier. AUGUSTE BRY
En 1852, la mejor estimación de la distancia media entre la Tierra y el Sol era de unos 153 millones de kilómetros. Para 1858, Le Verrier había reducido esa cifra a casi 150 millones de kilómetros, lo que está muy cerca del valor ahora establecido (149,6 millones, aproximadamente). Al año siguiente, armado con esta cifra mejorada, se puso una vez más a calcular las órbitas de los planetas interiores.
Fue una larga y tediosa maratón de cálculo, con la que obtuvo el mismo éxito que 16 años atrás. Las órbitas que computó no coincidían con las observadas por los astrónomos. No obstante, él tenía fe en la ley de la gravedad de Newton y creía en su intuición matemática, así que perseveró. Probablemente, pensó, el problema radicaba en que las cifras que usaba para las masas y distancias de los planetas seguían siendo erróneas. Intentó ajustarlas una a una. Le llevó tiempo hacerlo, pero sus esfuerzos dieron resultado. Lo único que hacía falta era un sencillo cambio. Después de aumentar levemente las masas de la Tierra y Marte, fue capaz de predecir las órbitas exactas de todos los planetas interiores.
De todos... menos de uno.
Mercurio es el planeta más interno; el que orbita más pegado al fuego solar. También es el más diminuto, más pequeño incluso que la luna de Júpiter, Ganímedes.
Según los cálculos de Le Verrier, la atracción del planeta vecino más cercano a Mercurio, Venus, hacía que su perihelio cubriese aproximadamente 1/5.000 de su ruta alrededor del Sol cada siglo. Los astrónomos usan un lenguaje todavía más esotérico y opaco que este. Ellos dicen que Venus hace que el perihelio de Mercurio avance 280,6 segundos de arco por siglo (un segundo de arco es 1/60 de un minuto de arco, y un minuto de arco es 1/60 de un grado). Los cálculos de Le Verrier mostraron que el tirón del planeta gigante, Júpiter, aportaba otros 152,6 segundos de arco por siglo; la Tierra, 83,6 segundos por siglo, y el resto de los planetas juntos tan solo otros 9,9 segundos. Sumando estos números obtuvo una cifra para la precesión del perihelio de Mercurio de 526,7 segundos de arco por siglo.

UNA HISTORIA DE LA FUERZA QUE LO EXPLICA TODO

El planeta que demostró el poder de autoengaño de los humanos
Este texto es un fragmento de Gravedad (Blackie Books), un nuevo libro en el que el divulgador científico británico Marcus Chown repasa la "historia de la fuerza que lo explica todo". Según Chown, "solo cuando la comprendamos estaremos en condiciones de responder a la pregunta más importante: ¿de dónde salió el universo?".
Pero eso no podía estar bien.
Concienzudas observaciones del planeta interior habían demostrado que el perihelio de Mercurio avanza 565 segundos de arco por siglo. Eso arrojaba una discrepancia de unos 38 segundos de arco por siglo (el valor actual es de 43 segundos de arco por siglo).
La diferencia era ínfima, pero los cálculos de Le Verrier eran suficientemente exactos como para demostrar que era real. El perihelio de Mercurio estaba precesando 38 segundos de arco por siglo más de lo que debería. Dicho en otras palabras: si los demás planetas del sistema solar desapareciesen de repente, eliminando de un plumazo sus efectos gravitatorios de largo alcance, Mercurio seguiría trazando la silueta de una roseta. Una roseta que se repite más o menos cada tres millones de años. Una roseta que es imposible de explicar.
Le Verrier no se podía creer su buena suerte. Era, una vez más, la anomalía de Urano. Una masa oculta, algo dentro de la órbita del planeta interior, estaba tirando de Mercurio. Le Verrier casi no se atrevía a plantear la pregunta. ¿Pero podría ser? ¿Sería posible que se tratase de un nuevo planeta?
Para hacer una estimación de su masa, asumió que orbitaba a medio camino entre Mercurio y el Sol. Sus cálculos demostraron que un planeta así podría ser responsable de la precesión anómala de Mercurio siempre y cuando su masa fuera similar a la de su vecino. Pero eso planteaba un problema de inmediato: un planeta de tal tamaño tendría que haber sido avistado ya tiempo atrás por los astrónomos. Sí, el brillo del Sol lo ocultaría, pero se habría visto durante un eclipse total, cuando la Luna tapa el Sol e incluso pueden verse las estrellas más tenues cerca del disco solar.
Si no se trataba de un planeta, ¿qué podría ser? Le Verrier se preguntó si el extraño comportamiento de Mercurio podría deberse en su lugar a un grupo de «asteroides» orbitando entre este y el Sol. Si ese fuera el caso, entonces tal vez algunos de los objetos serían lo suficientemente grandes como para ser vistos cuando cruzaban, o «transitaban», frente al Sol.
El sábado 26 de marzo de 1858, el médico rural francés Edmond Modeste Lescarbault vio un pequeño punto negro cerca del borde del Sol
Por increíble que parezca, alguien ya había observado el tránsito de un objeto frente al Sol. Edmond Modeste Lescarbault era un médico rural francés apasionado por la astronomía. Había estado pensando sobre los asteroides que se habían descubierto entre Marte y Júpiter en las primeras décadas del siglo XIX, lo que le hizo preguntarse en qué otros lugares podría haber asteroides escondidos. Ya había observado la diminuta mancha negra de Mercurio transitando el Sol con su telescopio reflector de 10 cm en Orgères-en-Beauce, a unos 110 kilómetros al oeste de París. Por eso no es de extrañar que se planteara que podría haber asteroides más cercanos al Sol que Mercurio  y que tal vez sería capaz de verlos en su paso frente al disco solar.
El sábado 26 de marzo de 1858 Lescarbault estaba pasando consulta, pero le quedó un hueco libre entre paciente y paciente. Así que aprovecho la oportunidad para ir a su telescopio y apuntarlo hacia el Sol. Para evitar cegarse proyectó la imagen del disco solar sobre una tarjeta. En cuanto lo hizo, vio algo inusual: un pequeño punto negro cerca del borde del Sol. Como es lógico, se moría de ganas de seguir su progreso, pero había llegado otro paciente que reclamaba su atención. Cuando por fin pudo volver a toda prisa al telescopio, comprobó con alivio que el punto seguía ahí. Lescarbault lo siguió sin descanso hasta que desapareció por el otro borde del Sol. Según sus cálculos, el tránsito había llevado un tiempo total de una hora, diecisiete minutos y nueve segundos. Era exactamente lo que cabría esperar de un asteroide en los confines interiores del Sistema Solar.
Curiosamente, Lescarbault no hizo nada con su descubrimiento. Fue solo nueve meses más tarde, cuando leyó un artículo que decía que Le Verrier creía que había uno o varios cuerpos entre Mercurio y el Sol, cuando se decidió a escribir al Observatorio de París.
Le Verrier no se fiaba un pelo de las palabras del doctor, pero la posibilidad de que él, Le Verrier, pudiera repetir el éxito de Neptuno era demasiado tentadora. Tenía que reunirse con Lescarbault. El 31 de diciembre de 1859 tomó el tren de París a Orgères-en-Beauce. Llegó sin previo aviso a la casa de Lescarbault, esperando encontrarse a un mediocre aficionado rural. En vez de eso, dio con un observador de primera categoría que había construido instrumentos científicos de precisión. Tras fusilarlo a preguntas sobre sus observaciones, el astrónomo parisino quedó convencido de su descubrimiento.
Otros astrónomos se apresuraron a anunciar que ellos también habían visto a Vulcano transitar el Sol
Por increíble que pareciera, Le Verrier había vuelto a hacerlo. Había repetido el éxito de Neptuno. Había predicho la existencia de un planeta entre Mercurio y el Sol. Era un dios entre los hombres.
A su regreso a París trasladó las observaciones de Lescarbault a números. Si se asumía que el nuevo planeta trazaba una órbita circular alrededor del Sol, debería completar un circuito una vez cada veinte días. Eso significaba que desde la Tierra debería vérselo transitar frente al Sol varias veces al año.
Le Verrier anunció el descubrimiento del nuevo planeta ante un mundo boquiabierto. Para febrero de 1860 ya tenía incluso nombre. Los planetas reciben su nomenclatura de antiguos dioses y el señor de la forja del monte Olimpo, hogar del panteón griego, era Vulcano. Parecía un nombre de lo más apropiado, ya que este nuevo mundo nunca podría escapar del fuego solar, así que Vulcano se quedó.
Otros astrónomos, sobre todo aquellos que monitorizaban el Sol en busca de manchas solares, se apresuraron a anunciar que ellos también habían visto a Vulcano transitar el Sol, pero no habían reconocido que fuera un planeta. La siguiente oportunidad para observar un tránsito se calculó entre el 29 de marzo y el 7 de abril de 1860. En Madrás (India) y en las ciudades australianas de Sídney y Melbourne, los astrónomos observaron el disco solar sin descanso. Pero no apareció nada.
Los años fueron pasando y algunos observadores declararon haber visto el nuevo planeta. Otros muchos lo negaron. Y las observaciones de aquellos que habían visto algo nunca contaban con la verificación independiente de alguien más.
El 7 de agosto de 1869 se produjo un eclipse total. Una vez más, algunos observadores dijeron haber visto Vulcano. Pero el hecho crucial fue que este eclipse fue observado por un pionero americano de la astrofotografía procedente de Burlington (Iowa). Benjamin Apthorp Gould sacó cuarenta y dos fotografías de la nebulosa «corona» blanca que rodea al Sol, solo visible durante un eclipse total. Ninguna de ellas mostraba el nuevo planeta.
El 7 de agosto de 1869 se produjo un eclipse total. Una vez más, algunos observadores dijeron haber visto Vulcano
El remate fue el eclipse total del 29 de julio de 1878. Equipos de astrónomos subieron al tren de Union Pacific con destino a Rawlings (Wyoming), en el Medio Oeste norteamericano. Entre ellos se encontraban algunos de los principales observadores de su época. Estos incluían a Simon Newcomb, del Observatorio Naval de Washington DC, destinado por desgracia a pasar a la historia por declarar que era imposible que una máquina más pesada que el aire volara justo antes del vuelo pionero de los hermanos Wright, y Norman Lockyer, que desde su jardín en el barrio londinense de Wimbledon había descubierto el 20 de octubre de 1868 helio en el Sol, el único elemento que se ha descubierto en el espacio antes que en la Tierra. Incluso el archiconocido inventor Thomas Edison se había apuntado.
Desde Rawlings, los observadores cargaron a cuestas con sus equipos hasta puntos de observación adecuados. Tuvieron que vérselas con cielos nublados, amén de polvo y arena sacudidos por el viento incesante que se les metía en los ojos hasta hacerlos lagrimear. A pesar de todas las dificultades meteorológicas y averías en el equipo, muchos vieron e incluso fotografiaron el eclipse. Solo uno de ellos detectó un planeta nuevo: James Craig Watson, director del Observatorio Ann Arbor de Michigan, informó sobre un pequeño objeto rojizo que giraba alrededor del Sol dentro de la órbita de Mercurio.
Su descubrimiento fue telegrafiado de inmediato por todo el mundo. Dos décadas después de que Le Verrier propusiera la existencia del nuevo planeta, ¿podría ser que Vulcano se hubiera dignado por fin a aparecer?
El problema era que nadie más lo había visto. O mejor dicho, habían visto la mancha rojiza, pero la habían identificado como Zeta Cancri, una estrella tenue de la constelación de Cáncer. Watson se mantuvo en sus trece. De hecho, cuando falleció en 1880 a consecuencia de una infección letal con tan solo 42 años, seguía plenamemente convencido de haber descubierto el planeta Vulcano. Pero ahora la balanza se inclinaba hacia el otro lado: el consenso era que Vulcano no existía; que nunca había existido. Era producto de una imaginación delirante, un testimonio del poder de autoengaño de los humanos, castillos en el aire de la ciencia. Ha pervivido solo como una nota histórica semiolvidada y, por supuesto, como el lugar de nacimiento ficticio de Spock en Star Trek.

Un rompecabezas sin resolver

Resulta que la idea de un planeta como Vulcano no es tan absurda después de todo. Hoy conocemos miles de planetas en órbita alrededor de otras estrellas en la Vía Láctea y muchas de ellas cuentan con planetas similares a Vulcano.
Uno de los descubrimientos más inesperados de la astronomía moderna es el de planetas gigantes gaseosos que orbitan más cerca de sus estrellas que Mercurio en torno al Sol. Esos júpiteres calientes no pueden haberse formado donde los vemos. El gas estaría tan caliente y los átomos que lo forman habrían volado a tal velocidad que la gravedad no habría podido retenerlos. Por el contrario, los astrónomos creen que los júpiteres calientes nacen mucho más hacia el exterior. La fricción con el disco de material de desecho a partir del cual se forman los planetas hace que se desplacen en espiral hacia el interior. Hoy se considera que esta «migración» planetaria se produjo también en la prehistoria de nuestro sistema solar y que planetas como Júpiter y Saturno participaron en un juego de la silla interplanetario antes de ocupar sus ubicaciones actuales.
Planetas como Júpiter y Saturno participaron en un juego de la silla interplanetario antes de ocupar sus ubicaciones actuales
Los sistemas planetarios que rodean otras estrellas parecen estar diciéndonos que nuestro sistema solar se extiende de forma inusual. Más de la mitad de los planetas de sistemas «exoplanetarios» orbitan más cerca de su estrella progenitora que Mercurio del Sol. Hay vulcanos por doquier en el resto de la galaxia. Es posible que se trate de una ilusión causada por sesgos observacionales. Los astrónomos detectan exoplanetas por la oscilación que generan en su estrella o porque atenúan la luz que emite. Para ellos es más fácil y rápido detectar planetas cercanos, ya que hay que esperar menos tiempo para que completen una órbita.
Es posible que nuestro sistema planetario no haya sido siempre tan inusual. Según simulaciones informáticas del nacimiento del sistema solar, al principio podría haber habido una serie de planetas orbitando cerca del Sol. Las colisiones entre ellos dejaron a Mercurio como único superviviente. Si esta hipótesis es correcta, entonces Vulcano sí que existió. Por desgracia, el ser humano se lo perdió por 4.550 millones de años.
Le Verrier murió el 23 de septiembre de 1877. Había resuelto el problema del movimiento anómalo de Urano y con ello había descubierto Neptuno y ampliado el tamaño del sistema solar. Pero al ver que Vulcano se le escurría inexorablemente de entre las manos, supo que el problema del movimiento anómalo de Mercurio había podido con él.
El siglo XX llegó repleto de llamativas maravillas como los rayos X, la radioactividad o el vuelo a motor. El movimiento anómalo de Mercurio era un rompecabezas curioso, pero casi con toda seguridad no importante. Nadie perdió el sueño por él. Es más, nadie pensó en él en absoluto. Y nadie sospechó lo que de verdad nos estaba diciendo: que, contra todo pronóstico y por increíble que pareciera, Newton se había equivocado con la gravedad.
El hombre que se dio cuenta de ello y concibió una mejor teoría de la gravedad para sustituir la de Newton fue Albert Einstein. Pero antes de percatarse de que su predecesor había metido la pata con la gravedad, Einstein ya había advertido que Newton andaba errado sobre algo en apariencia todavía incluso más fundamental que afectaba a la gravedad: la mismísima naturaleza del espacio y el tiempo.

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