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Cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio
Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.
O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.
Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.
Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.
Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.
¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.
No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.
Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?
De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?
Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?
Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.
De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.
En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos "superparticipantes", una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.
Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.
Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.
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