lunes, 3 de junio de 2019

El abismo del sueño americano

El abismo del sueño americano
Un sintecho transita por las calles del centro de San Francisco, el territorio que acumula más desposeídos a la sombra del parque temático de las start-ups (Guillermo Cervera)


San Francisco tiene la mayor densidad de megarricos y de sintecho

Los sintecho que acampan en esta acera saben que en la puerta de al lado, o en la de enfrente, puede vivir un megarrico.
San Francisco es la ciudad del mundo con mayor densidad de billionaires per cápita, gente con fortunas superiores a los mil millones de dólares. Hay uno por cada 11.600 residentes, mientras que en Nueva York, la segunda, hay 81.000.
En esta San Francisco tan opulenta, Ralph sólo busca una ducha. “No hay una sensación peor y más humillante que sentarse en el autobús y que la gente se levante porque apestas”, comenta frente a la iglesia episcopal de San Juan Evangelista.
Aún más si, como en su caso, figuraba hasta hace poco en el otro bando, en el de los que se apartan y evitan a los pestilentes. Una lección.
Esto es el distrito de Mission, barrio considerado como la zona cero de la gentrificación en la capital mundial de la tecnología.
Llegaron los tech con los bolsillos repletos de dólares y los franciscanos de largo recorrido, familias enteras, perdieron sus hogares.En una metrópolis de 883.300 vecinos, los sinhogar ascienden a cerca de 8.000 personas, a partir del recuento más reciente, en una tendencia al alza. Además de dormir en albergues, en coches o furgonetas, unos 4.000 no disfrutan más acomodo que el asfalto.

San Francisco tiene un ‘billionaire’ por cada 11.600 residentes, por 81.000 en Nueva York


Hace un año que Ralph –prefiere no dar su apellido–se quedó en la calle. Por su aspecto rompe cualquier estereotipo de los homeless. Viste camisa, pantalones y zapatos en perfecto estado de revista. Un treintañero calvo, bien afeitado y aseado, con gafas de pasta que le aportan ese aspecto de intelectual de la costa oeste.
También estudió informática. A diferencia de sus colegas triunfadores, a él se le torció el rumbo.
“Quiero salir de esto lo antes posible y es más fácil si tienes una imagen presentable”, aclara.
Duerme aquí o allá. Ahora siempre en albergues públicos, gestionados por el Ayuntamiento. Como perdió su plaza –más bien renunció, se sentía amenazado por un colega– cada jornada ha de esperar a última hora para que le otorguen un lugar en el que descansar. El servicio está saturado. Pero lo prefiere. La intemperie castiga en exceso.
Trabaja a tiempo parcial y trata de ahorrar para sacar adelante su proyecto de negocio a fin de recuperar la senda perdida.
A lo largo de estos meses ha forjado amistad con el misionero John Brett, encargado del proyecto Gubbio, que se desarrolla en iglesias como ésta de San Juan, cuyo acceso trasero se ubica en la avenida Julian, esquina con la calle 15.
El portalón está abierto. Hay trajín en la cocina, en tanto que en el templo predominan el silencio y el olor a incienso: demasiada humanidad ahí concentrada.
Han apartado los bancos y todo el suelo está lleno de personas tumbadas sobre mantas. Cargan sus pertenencias, un atajo de cacharros viejos e inútiles envueltos en plástico. La estampa es más propia de un campo de refugiados en un país pobre que de un recinto en el corazón del primer mundo afortunado. “A diario recibimos de 60 a 120”, dice Bett. Los acogen de las seis de la mañana a las dos de tarde, franja en que los hospedajes están cerrados.
“Nosotros y otras instituciones les damos cobijo para que tengan un lugar en el que estar”, recalca. Muchos recargan baterías en este remanso de paz antes de salir a cumplir con sus ocupaciones.
Brett ofrece un retrato del impacto social que ha supuesto la emergencia de Apple, Twitter, Facebook, Google o Uber, factorías de dichosos que han socavado todavía más la desigualdad.
“Existe una enorme disparidad salarial”, tercia Jennifer Friedenbach, directora ejecutiva de Coalition on Homelessness. “Si extiendes los sueldos en un gráfico sale una U. Se conjuga un número muy alto de pobres y de ricos, y muy pocos en el medio”, sostiene.
Casi la mitad de los sintecho hallan cobijo por las noches en albergues o en sus coches, pero la otra mitad duerme en la calle, a la intemperie o en tiendas
Casi la mitad de los sintecho hallan cobijo por las noches en albergues o en sus coches, pero la otra mitad duerme en la calle, a la intemperie o en tiendas (Guillermo Cervera)
Según Brett, en el área de Tenderloin, el centro de la ciudad, ya eran habituales los desposeídos.
“Pero aquí no había gente viviendo en la calle. Y cada vez se ven más personas de la tercera edad. Sus pensiones no les alcanzan para afrontar el encarecimiento de los alquileres”, señala.
“Los jóvenes profesionales han descubierto Mission, les encanta por su cultura, sus amenidades y porque cuenta con dos paradas del Bart (metro)”, matiza.
A un lado y otro de la calle 15 se prodigan los campamentos. Hace un par de años, recuerda Friedenbach, coincidió una gran tormenta con una oferta de tiendas de campaña a 30 dólares. “Esto ha hecho el problema más visible y el municipio empieza a actuar, no quiere esa imagen”, subraya.
“No hablan de las personas, sino de las quejas vecinales, de los problemas de basuras y suciedad en las aceras”, insiste. Esas protestas propiciaron que la alcaldesa London Breed creara la poop patrol, un equipo especializado en recoger las heces humanas.
“No fotos”, grita en español uno de esos acampados. Es su reducto familiar. Los niños están en el colegio. “Vienen, nos hacen fotografías y luego las cuelgan en las redes sociales. Si mi jefe me ve, igual me echa”, se lamenta.
Los viejos comercios han cerrado. Una manzana más arriba, en la calle Valencia, se prodigan los establecimientos de diseño, a cinco dólares el café, a veinte una ensalada, orgánica por supuesto.
“La clase media ha desaparecido”, sentencia Todd David, director de San Francisco Housing Action Coalition. “Si eres maestro, bombero o policía no te puedes permitir vivir en esta ciudad. Han tenido que mudarse a más de dos horas, trayecto de ida y vuelta que hacen a diario”, se queja.
“El desplazamiento se debe al déficit de edificación. Se ha dejado de construir más de 100.000 viviendas en 30 años”, cuantifica.

Los sintecho siguen creciendo y ya son casi 8.000, de los que 4.000 duermen en la calle


“El resultado era 100% predecible. Si se hubiese edificado, los nuevos residentes tendrían esa opción y las viejas viviendas mantendrían su valor y no se revalorizarían fuera de lo normal. El mercado sería razonable”, concluye.
A Friedenbach, sin embargo, la construcción no le parece la panacea. “Hay opiniones encontradas. Si edificas más, pones la presión en la gentrificación y la haces incluso peor. Se ha construido a alto nivel, casi todo para inversión extranjera.Los apartamentos están vacíos, no sirven para nada, aunque provoca que suba el precio de los alquileres y de los servicios”, responde.
Inmersa en el cogollo de los sintecho, Friedenbach apuesta por el impuesto a los negocios que ganan más de 50 millones anuales. Esto generaría unos 300 millones de dólares al año.
¿Y la ducha? Ralph se ha acercado a este enclave de Mission porque hoy toca que aparque el tráiler de Lava Mae. El vehículo va rotando por la ciudad. Es un carro gigante, reluciente en blanco y azul, que se divide en tres contenedores, cada uno una ducha, uno adaptado. Disponen de 15 minutos, hay agua caliente y se les ofrecen toallas limpias, cepillo de dientes o calcetines.
“Me reconforta observar como gente que viene mal se va feliz. ‘Me siento humano de nuevo’, dicen. Así nos lo agradecen y eso es un premio”, confiesa Will Schindler, hoy al frente de este equipo.
Detrás de esta empresa sin ánimo de lucro está una mujer, Doniece Sandoval. Era ejecutiva de marketing y publicidad cuando eligió “ver a los invisibles”. Fue un proceso.
Primero echó de menos a tres vecinos, octogenarios afroamericanos, que se pusieron a residir en sus coches. “Un día –prosigue– subí a un taxi y por Tenderloin el conductor se giró y me dijo: ‘bienvenida a la tierra de los sueños rotos’. Miré por la ventanilla y me quedé impactada. Vi una niña de unos cinco año, más o menos como mi hija”.

Las empresas de Silicon Valley aumentan la brecha salarial y expulsan a los vecinos


El panorama de Tenderloin, sede del parque temático de start-ups, continúa siendo demoledor. Todavía peor, con escenas de personas inyectándose heroína o que las han de evacuar con sobredosis. Se ha de tener un espíritu muy fuerte o ser un insensible al dolor ajeno. “Te acostumbras”, apostilla Sandoval.
Luego, a los meses de ese viaje, ella pasó al lado de una sin hogar que repetía una y otra vez que nunca lograría estar limpia de nuevo.
“Llegué a casa –rememora– y navegué por internet. Descubrí que con más de 7.000 sintecho sólo había 16 lavabos públicos. ¿Cómo era posible? Esta es una de las ciudades más ricas del mundo, en 2018 tenía 107 millonarios por milla cuadrada y en 2019 al menos 75 billionaires”.
Halló su idea. Descubrió que la ciudad iba a retirar los autobuses de diesel. No pensó más que en hacerse con un par y adaptarlos a duchas. Como publicista sabía que era una buena historia para lograr ayudas económicas.
Empezaron a facilitar duchas en 2015. Hoy operan también en Auckland y en Los Ángeles. Pero ya no utilizan los autobuses, el santo y seña fundacional.
“Sufrimos el conflicto de Silicon Valley”, ironiza en los cuarteles de Lava Mae. Esos vehículos precisan de conductores especializados. Llegaron Google y otras compañías y montaron sus transportes propios. Reventaron el mercado. Ofrecieron a los chóferes 35 dólares a la hora. “Sólo podíamos pagar de 25 a 27 dólares y en nuestro caso, cada centavo es vital para ayudar a la gente.
Dolió, pero optaron por esos tráiler que se enganchan a un coche que cualquiera conduce.
En estos años han ofrecido 66.000 duchas a unos 19.000 californianos. Ralph, un habitual más que agradecido, tiene ganas de dejar de figurar en esa estadística.

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