viernes, 8 de noviembre de 2019

El MoMA cumple 90 años imponiendo el canon del arte contemporáneo

El Museo nació en la planta 12 de un edificio de la Quinta Avenida y en 1932 se trasladó a otro inmueble que no ha dejado de ampliarse desde entonces.


El museo más importante de arte moderno empezó su andadura en seis habitaciones por el empeño de tres mujeres esencialmente ricas



Nació apenas nueve días después del crash de 1929, en medio de la indiferencia general. Solo ocupaba seis salas en una casa. Eso sí: no era una casa cualquiera. El Edificio Heckscher era entonces -y sigue siendo hoy, ahora bajo el nombre Crowne- un edificio emblemático en la llamada «hilera de los multimillonarios» en el Upper East Side, el centro del dinero viejo de Manhattan. Era el lugar perfecto para el recién creado Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), que se inauguró el 7 de noviembre de 1929 y abrió sus puertas al público al día siguiente.

La nobleza del origen confirmaba que aquello no era más que el capricho de tres mujeres de la alta sociedad neoyorkina, las llamadas «tres damas diamantinas»: Abby Aldricht Rockefeller -la nuera del hombre más rico del mundo, y tal vez de la Historia, John D. Rockefeller-, Lillie P. Bliss y Mary Quinn Sullivan. La idea de las fundadoras era radical: un museo dedicado exclusivamente al arte moderno. La localización, sin embargo, apuntaba más bien al lujo y al diletantismo. El museo estaba puesto en el sitio más conveniente si se quería exhibir un espíritu sensible después de tomar el té. Era un área para millonarios, no para artistas ni, por supuesto, para el público normal, aquél que no entendía -y sigue sin entender- las vanguardias. En el turbulento noviembre de 1929 nadie podía esperar que las seis salas del Edificio Heckscher, bautizadas pomposamente como Museo de Arte Moderno de Nueva York, iban a convertirse en el centro cultural más influyente del mundo.

Y nadie podía esperarlo porque, entre otras cosas, las promotoras del museo eran mujeres, la más rica de las cuales, Abby Rockefeller, no tenía el respaldo de su marido. John D. Rockefeller junior veía el arte contemporáneo como una aberración, y se negó a poner un solo dólar en la empresa. El resultado fue que el Museo cambió de sede tres veces en diez años, y que las tres «damas diamantinas» tuvieron que ejercer actividades para la que no habían sido educadas, pero que todo artista debe manejar, exponga o no en el MoMA: el arte de convencer a otros para que pongan dinero, y el arte de vender el producto como algo nuevo, innovador, y rompedor.

Así es como el MoMA nació, se consolidó, y triunfó. Las seis habitaciones se han metamorfoseado en un monstruo cuya última ampliación ha salido por 450 millones de dólares (407 millones de dólares), y ha expandido la superficie de las exposiciones en el equivalente a dos campos de fútbol. El actual edificio del MoMA es una de las gigantescas construcciones que ha contribuido a «transformar la calle 53 en lo que es hoy: un desfiladero de cristal y acero que trae a la mente el cuartel general del hedge fund de Darth Vader», como ha escrito con toda la mala leche que solo un crítico de arte puede exhibir Jillian Steinhauer, que redacta sus artículos presumiblemente desde el monstruo de cristal y acero del New York Times.

Aunque el triunfo económico, institucional y cultural del MoMA da para muchos análisis, las líneas básicas de su exitosa estrategia quedaron marcadas desde el primer momento. La premisa básica fue que las tres fundadoras no iban a jugar un papel visible en la institución. Eso permitió la profesionalización del museo. Y para ello contrataron como primer director a Alfred Barr, una de las personas que más han influido en la percepción del arte contemporáneo en el siglo XX.

La gestión de Barr se basó en dos principios. El más obvio: la apuesta por, efectivamente, el arte contemporáneo desprovisto de todo ornamento o concesion. De su mano, el MoMA se apuntó su primer gran éxito de masas cuando, en 1935, inauguró su retrospectiva de Vincent Van Gogh. El arte de vanguardia, así, empezó a salir del armario de los ricos y de los bohemios y empezó a convertirse en arte de masas. Aquel mismo 1935 Barr adoptó una decisión que demuestra su amplitud de miras, y la de sus tres mecenas, cuando el MoMA creó su Cinemateca, en una época en la que el cine todavía no era considerado un arte digno de tal nombre fuera de las grandes ciudades y de las elites intelectuales, lo que hacía que numerosas películas simplemente se perdieran o fueran destruidas al acabar su periodo de exhibición en las salas. Solo cuatro años más tarde, el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelet, celebraba el décimo aniversario del MoMA como «un museo vivo, no una colección de objetos curiosos e interesantes», que «es, por tanto, parte de nuestras instituciones democráticas».

En realidad, el MoMA es algo más. Para sus críticos, es una especie de sanedrín que decide lo que es arte y lo que no. O, como explica Leah Dilworth, en Arts of Posession, un libro sobre las grandes colecciones de Estados Unidos, «la autoridad moderna, capaz de delinear el canon». Con su nueva ampliación y su prestigio, el museo que empezó en seis habitaciones parece destinado a seguir ejerciendo ese papel al menos otros 90 años.

PABLO PARDO
Washington
Actualizado Jueves, 7 noviembre 2019 - 02:0

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