Unos turistas pasean por Venecia durante la crisis del coronavirus. (Reuters)
El coronavirus ha frenado un turismo que ha convertido a Europa en el museo del mundo. Esta pausa puede servir para repensar la manera en la que podemos cambiar la manera de viajar
Si Europa fuera una ciudad, si tuviera que encapsularse en una sola urbe, seguramente sería Florencia. Por eso resulta difícil desvincular la lectura de “Contra Florencia” (2019) de Marco Colleoni de la imagen de Europa. Es un breve libro en el que el historiador del arte y autor madrileño lanza un grito de auxilio por una ciudad ahogada por un turismo de masas que va carcomiendo la memoria de la capital del Arno.
Hoy las calles de Florencia están semivacías, la ciudad está sola consigo misma y con los florentinos, a los que Giovanni Papini acusó en 1913 de vivir “gracias al disfrute indecente y avaricioso del genio y la curiosidad de los extranjeros”, que ahora, durante un tiempo, podrán visitar la ciudad que un día fue suya. No será un verano normal, pero no solo en Florencia, sino en Barcelona, Santiago, Venecia, París o Berlín.
La obra de Colleoni recorre distintos puntos de la ciudad e imprime en el lector el vértigo que genera la belleza de la ciudad toscana, pero, por encima de todo, es una crítica a una plaga de la que todos formamos parte y todos buscamos beneficiarnos. Reflexionar sobre el turismo es doloroso porque no podemos criticarlo obviando que nosotros formamos parte de ello, y que no queremos renunciar a un privilegio que, como señala el autor de la obra, consideramos un derecho.
Lo más interesante del pequeño pero complejísimo librito de Colleoni es la defensa de la memoria como algo construido sobre la cultura, el arte y la tradición. Son esas tres cosas que están presentes en nuestras ciudades, regiones y países, y que hemos decidido envasar al vacío para proceder a su venta masiva. En otras palabras: ha sido una condena autoimpuesta a un Alzheimer colectivo. Hemos vendido nuestra memoria.
Esta pausa turística, que será solo temporal y tendrá efectos económicos durísimos, ha generado el silencio suficiente para dejarnos a nosotros mismos con nuestras ciudades, con nuestros orígenes. Nos ha permitido buscar esa sensación que tan bien describe Colleoni: “Contemplarlo es caer en la desgracia de saber que ya nada puede ser igual; que el ser humano ya ha alcanzado su máximo grado de elegancia y sutileza; y comprender que la belleza nunca es inocente porque la razón por la que nos conmueve es la misma por la que nos hiere”.
Y es, aunque parezca mentira, una oportunidad para construir Europa. Paseando por primera vez los pasillos de la Casa de la Historia Europea, situada en el Parc Leopold de Bruselas, que busca encapsular la historia común de los europeos, lo que más me llamó la atención fue el vacío. La cultura, que en Europa tenemos a borbotones y que rezuma por cada esquina, es la gran ausente del proyecto europeo. Pudiendo ser argamasa y fuente de conciliación, hemos decidido colocarla en una vitrina para su exposición comercial.
En el ejercicio de Colleoni lo que más ha llamado mi atención es la construcción (y destrucción) de la memoria a través de la cultura. Y la pregunta es: ¿Europa tiene memoria? No tiene esos elementos comunes con los que cuenta Florencia, Madrid o París, Italia, España o Francia, que les permite labrar una memoria conjunta. ¿Cómo puede Europa tener memoria?
Tenemos muy pocos símbolos comunes. Quizás se pueda considerar a Stefan Zweig y su monumental “El mundo de ayer” como uno de ellos. O a Beethoven. Seguro que hay más, y que podría fomentarse a través de políticas de la UE que incluyeran en la educación nacional una dimensión europea de la cultura. Pero eso no se hace y se escapa del control del lector y del autor de esta columna.
Hay, sin embargo, algo que sí que puede hacerse. He encontrado la respuesta en las mismas páginas de “Contra Florencia”, cuando el autor arremete contra el turismo destructivo: “No necesitamos más tecnología ni más avances urbanísticos para hacer de esta ‘cuna de la cultura, Atenas de Italia, corazón de la cultura, madre fecunda de ingenios’ una ciudad emblemática, sino más concienciación ética, más comprensión y, a poder ser, unos gramos de moralidad”, escribe Colleoni.
La memoria europea no existe como la describe el autor. No existe como una unidad, sino como la unión de todas las memorias europeas, individuales. La única manera de salvar la memoria europea es salvar la de cada ciudad, región y país, y de hacerlo con “más concienciación ética, más comprensión y, a poder ser, unos gramos de moralidad”. Salvar la memoria europea pasar por ser capaz de, algún día, de llegar a sentir la memoria ajena como propia.
Y esa fórmula, esa idea, empieza por casa. Quizás esta pausa autoimpuesta, este parón obligado en mitad de una vida rápida sea una oportunidad para redescubrir nuestras ciudades, regiones y países. Quizás, como quien de repente desbloquea un recuerdo lejano que le permite ver con claridad el presente y el futuro, la experiencia de poder sentir de cerca nuestras raíces, cultura y arte, y, por lo tanto, recuperar la memoria, nos lleve a tener una nueva sensibilidad hacia la de los demás.
Quizás, o eso espero, nos abra los ojos sobre cómo somos turistas, cómo podemos ser más respetuosos hacia la memoria de los otros. Y es ahí donde podemos hacer algo los ciudadanos a favor de una memoria europea: siendo respetuosos, conscientes, podemos intentar, en la medida de lo posible ayudar a cuidar la memoria de los demás, en vez de adueñárnosla en la venta al por mayor del turismo de masas.
Esto no es una diatriba contra el turismo. Al revés. Es un grito de auxilio para usarlo de manera responsable con un fin último y noble: proteger y fomentar la memoria, no participar, como termitas, de su desintegración sino intentar, en la medida de lo posible, salvar a Florencia, al Viejo Continente, de su desmemoria. Y así encontrar el único camino hacia una memoria europea. Todo lo demás, será contra Europa.
AUTOR
NACHO ALARCÓN. BRUSELAS 28/06/2020
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