Lo que más sorprendió del Brexit en sus primeros años de negociación fue la falta de preparación del equipo británico. Nadie había entendido mejor la Unión que el Reino Unido. Tenía los mejores diplomáticos, los mejores técnicos y, por lo tanto, las mejores cartas dentro del bloque comunitario. Londres llevaría las de perder en la negociación con los Veintisiete, pero pondría las cosas difíciles: seguían siendo los mejores negociadores de Europa.
El amateurismo y la falta de preparación sorprendió a muchos. En cada paso dado, Londres medía mal, se equivocaba, contaba con perspectivas nada realistas o sencillamente no entendía las consecuencias de lo que se estaba negociando. Es cierto que el Brexit es resultado de una revuelta que precisamente buscaba defenestrar a los expertos, a los diplomáticos realistas o los políticos que no estuvieran manifiestamente entregados a la cruzada euroescéptica.
Olly Robbins, hombre de confianza al que la ex primera ministra Theresa May puso al frente de las negociaciones cuando el Reino Unido transitaba por el precipicio, logró ganarse el respeto de la Unión, pero en casa tenía que lidiar con el aquelarre ‘brexiter’ en el que él era uno de los mayores traidores a la patria. Así perdió el Reino Unido al que habría sido uno de los jugadores clave de una negociación seguramente mucho mejor dirigida: sir Ivan Rogers, entre 2013 y 2017 el embajador ante la Unión Europea y una de las personas que mejor han entendido las negociaciones. Acusado por los radicales del partido conservador como un hombre con simpatías hacia la UE por encima de su compromiso con el Gobierno, Rogers dimitió.
Por eso, y en plena cruzada del nuevo centro de poder del partido Tory de Boris Johnson, con su excéntrico asesor Domminic Cummings al frente, contra la estirpe de buenos técnicos y diplomáticos de Whitehall, no debería sorprender completamente lo que ha pasado en los últimos días.
Hacia la irrelevancia
Después de meses enfrascados en negociaciones para poner en marcha un Fondo de Recuperación económica ante la crisis generada por el Covid-19, y con todos los líderes centrados también en la situación en sus países, el Reino Unido sabía que había perdido la atención de los Veintisiete. Problemas mucho más urgentes les ocupaban.
Por eso en Bruselas muchos creían que era cuestión de tiempo que el Gobierno británico hiciese algo para recuperar algo de atención. Alguna maniobra que permitiera atraer focos. El equipo negociador, dirigido por David Frost, tiene pocas soluciones técnicas y muchas líneas rojas electorales. Con un golpe de efecto, Johnson podría devolver algo de política a las conversaciones y lograr alguna concesión europea seria. Una amenaza lo suficientemente seria como para que los Veintisiete cedan ante el riesgo de un no acuerdo, sin llegar a romper las negociaciones.
Boris Johnson, primer ministro británico, tenía dos motivos para hacerlo: por un lado le permitía volver a mostrarse ante su electorado como un líder fuerte dispuesto a plantarle cara a Bruselas, y por el otro lograba recuperar la atención de una Unión Europea distraída con otros asuntos, logrando quizás alguna cesión. O al menos esa era su intención.
Pero el equipo del primer ministro británico midió mal. El domingo pasado se filtró que el Gobierno pretendía lanzar una propuesta de ley, la del Mercado Interior del Reino Unido, que anularía partes del Acuerdo de Retirada firmado con la Unión Europea. En concreto volaría partes del Protocolo de Irlanda, la sección más delicada del texto legal, la que más costó negociar y la nuclear para los intereses de los Veintisiete: impide la vuelta de una frontera entre la República de Irlanda (UE) e Irlanda del Norte (provincia del Reino Unido).
Esos rumores eran graves. De confirmarse, significaría que Londres estaba violando el derecho internacional de forma flagrante. Pero en las primeras horas se confió en que se tratara solo de un movimiento mediático con la intención de aumentar la presión sobre el lado europeo. El martes un ministro del Gobierno confirmó la información en la Cámara de los Comunes, utilizando la fórmula que ya ha pasado a la historia de las negociaciones: sí, el Reino Unido iba a violar el derecho internacional, pero de una manera “específica” y “limitada”, como si eso fuera a rebajar la gravedad de los hechos.
No debería ser del todo una sorpresa: la cruzada contra los expertos tiene consecuencias de impacto. Se lleva notando durante estos meses de negociación, y se ha notado en las últimas horas. La dimisión de Jonathan Jones, uno de los principales abogados del Gobierno, debe comprenderse en ese contexto.
Como tantas otras veces, la estrategia no tiene base. Los que protagonizan el Brexit tienen una característica propia que no desaparece por mucho que pase el tiempo: nunca aprende de sus errores. Sus creencias se mantienen intactas. Se dijo que Angela Merkel iría al rescate del Reino Unido y forzaría un acuerdo, cosa que no ocurrió, aunque en Londres siguen repitiendo que eso ocurrirá. Se aseguró que los líderes quitarían de en medio al negociador Michel Barnier para hablar cara a cara con el primer ministro, algo que nunca ocurrió, aunque los medios británicos siguen insistiendo en ello hoy. Se aseguró que los Veintisiete venderían a Irlanda si forzaba la situación pidiendo un estatus especial para Irlanda del Norte, y, por supuesto, no pasó.
Esta vez, quizás por todas esas creencias equivocadas y acumuladas, el movimiento ha ido demasiado lejos. Tanto que ha logrado generar justo lo contrario a lo que esperaba. En vez de atención, lo que el Gobierno británico ha obtenido es cierto desinterés: si es un farol, se echará para atrás; si no lo es, entonces no hay nada que hacer, las negociaciones fracasarán y habrá una salida sin acuerdo.
El pulso no tiene ningún beneficio para el Reino Unido, y esa es una de las razones por las que la Unión Europea mantiene mano firme y la cabeza fría. La operación es extraña porque no saca nada a cambio. Por un lado, Londres ha ido demasiado lejos, ha roto el principio de negociar en buena fe y ha hecho un daño irreversible a las conversaciones, por lo que no puede esperar que la UE ceda en nada. Además, ha cometido el error de pulsar la tecla que ha garantizado la unidad de los Veintisiete durante todo el proceso, que ha sido el proceso de paz en Irlanda.
Por otro lado, el Gobierno británico, que debería conocer perfectamente la naturaleza de la Unión, busca que los Veintisiete permitan, o siquiera negocien, con una parte que utiliza la extorsión como un método más. La UE es un club que busca, entre otros objetivos, ejercer poder. Y lo hace, siempre, a través de las reglas. Si los Veintisiete toleran la ruptura de las normas como una forma de negociar, entonces sacrifican uno de sus principales instrumentos.
Es cierto que este es un mundo en el que las reglas están dejando de importar. Londres solo replica lo que ya se ve al otro lado del Atlántico. El movimiento es una copia del intento de Washington de dinamitar las bases del multilateralismo. La UE lleva años manteniendo un pulso con Trump, y no va a ahora a ponerle la alfombra roja a Johnson.
Además, el movimiento no es solamente torpe por su ineficacia obvia en el marco de las negociaciones con la Unión Europea. Es extraño desde la perspectiva de futuro que tiene el Reino Unido, o, como los ‘brexiter’ llaman a esa estrategia, “Global Britain”. El credo euroescéptico indica que Londres quiere librarse de las cadenas europeas para poder negociar con todo el mundo. Pero el mensaje que envía estos días el Gobierno británico al resto del globo es que nadie podrá cerrar un trato con ellos con la tranquilidad de que después no volarán por los aires el acuerdo. Terminar de dinamitar tu reputación internacional no parece, a priori, un movimiento muy sabio.
Pero no es solamente el Reino Unido el que queda en una posición complicada. La Unión Europea no lo tiene fácil ahora. Ha pedido al Gobierno que retire los polémicos párrafos de la Ley de Mercado Interior antes de que finalice el mes. ¿Y si no lo hace? Entonces el balón estará en el tejado de la Comisión Europea. Varias fuentes apuntan a que, en ese caso, se consideraría que el lado británico se ha levantado de la mesa de negociación.
En todo caso, Bruselas no quiere ser la que verbalice el fin de las negociaciones, porque a nadie le apetece dar munición a Londres para culpar a la Unión Europea de haber roto las conversaciones y, por lo tanto, cargar con la responsabilidad de las consecuencias derivadas de ella.
AUTOR
NACHO ALARCÓN. BRUSELA 15/09/2020