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(iStocks)
En 'Paso a paso. Cómo caminar erguidos nos hizo humanos', el antropólogo Jeremy Desilva realiza un viaje de siete millones de años explorando esa capacidad que nos hizo la especie dominante del planeta. Publicamos un extracto.
Resulta que cualquier paseo al aire libre puede liberar el potencial de nuestro cerebro. El camino de arena sencillamente es el lugar que en el siglo XIX ayudó a liberar el potencial de un cerebro cuyo pensamiento transformaría el mundo y nuestro lugar en él.
Pero, ¿por qué ocurre eso? ¿Por qué caminar nos ayuda a pensar?
Seguramente el lector estará familiarizado con esta situación: uno se enfrenta a un problema (una tarea difícil en el trabajo o en la escuela, una relación complicada, la perspectiva de un cambio profesional...) y no sabe muy bien qué hacer. Así que decide dar un paseo, y en algún momento de la caminata, de repente, se le ocurre la respuesta.
Se dice que el poeta decimonónico inglés William Wordsworth caminó casi trescientos mil kilómetros a lo largo de su vida; seguramente en uno de aquellos paseos descubrió los narcisos danzantes a los que luego cantó en sus poemas. El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau dijo en cierta ocasión: "El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas; cuando estoy quieto, apenas puedo discurrir: es preciso que mi cuerpo esté en movimiento para que se mueva mi espíritu". Los paseos de Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau por los bosques de Nueva Inglaterra inspiraron sus escritos, entre ellos Caminar, el tratado de Thoreau sobre el tema. John Muir, Jonathan Swift, Immanuel Kant, Ludwig van Beethoven y Friedrich Nietzsche eran todos ellos caminantes obsesivos. Nietzsche, que caminaba todos los días con su cuaderno de notas entre las once de la mañana y la una de la tarde, afirmó: "Solo tienen valor los pensamientos que nos vienen mientras andamos". Charles Dickens prefería dar largos paseos por Londres durante la noche. "De noche el camino era tan solitario que me adormecía el monótono sonido de mis propios pies manteniendo su paso regular de cuatro millas por hora —escribió—. Caminaba una milla tras otra sin la menor sensación de esfuerzo, profundamente adormecido entre constantes ensoñaciones". En época más reciente, los paseos se convirtieron también en una parte importante del proceso creativo del cofundador de Apple, Steve Jobs.
Es importante detenerse a reflexionar aquí acerca de algo que todos estos célebres caminantes tienen en común: todos ellos son hombres. Se ha escrito muy poco sobre mujeres famosas que pasearan con regularidad. Virginia Woolf es una excepción; otra es Simone de Beauvoir. Más recientemente, Robyn Davidson recorrió Australia a pie con su perro y cuatro camellos, y luego escribió sobre ello en su libro Las huellas del desierto. En 1999, Dorris Haddock, una abuela de ochenta y nueve años de Dublin, Nuevo Hampshire, caminó más de cinco mil kilómetros de costa a costa de Estados Unidos para protestar contra las leyes de financiación de las campañas electorales estadounidenses.
Históricamente, sin embargo, caminar ha sido sobre todo un privilegio de hombres blancos. A los negros solían detenerlos, o algo peor. Las mujeres que salían a pasear eran objeto de acoso, o también algo peor.9 Y, obviamente, rara vez en nuestra historia evolutiva fue seguro para alguien andar solo.
Quizá sea mera casualidad que tantos grandes pensadores fueran caminantes obsesivos. Podría haber perfectamente otros tantos no menos brillantes que nunca tuvieron el hábito de pasear. ¿Caminaban todos los días William Shakespeare, Jane Austen o Toni Morrison? ¿Y Frederick Douglass, Marie Curie o Isaac Newton? Stephen Hawking, un genio extraordinario, dejó de andar tras quedar paralizado por la esclerosis lateral amiotrófica. De modo que caminar no resulta esencial para pensar. Pero no cabe duda de que ayuda.
Marily Oppezzo, psicóloga de la Universidad de Stanford, solía pasear por el campus con su director de tesis para comentar los resultados del trabajo de laboratorio e intercambiar ideas para nuevos proyectos. Un día se les ocurrió comprobar los potenciales efectos beneficiosos de caminar en el pensamiento creativo. ¿Había algo de cierto en la vieja idea de que andar y pensar iban de la mano?
Oppezzo diseñó un elegante experimento. Se pidió a un grupo de estudiantes de Stanford que enumeraran todos los usos creativos que se les ocurriera que pudieran darse a objetos corrientes. Un frisbi, por ejemplo, puede usarse como un juguete para perros, pero también como sombrero, como plato, como una bañera para pájaros o una pequeña pala. Cuantos más usos novedosos fuera capaz de enumerar un alumno, mayor sería su puntuación de creatividad. La mitad de los estudiantes permanecieron sentados durante una hora antes de realizar la prueba; el resto caminaron en una cinta de andar.
Los caminantes exhibían una mejora significativa de la conectividad en ciertas regiones cerebrales que se sabe que desempeñan un importante papel en nuestra capacidad de pensar de forma creativa.
Los resultados fueron asombrosos: las puntuaciones de creatividad mejoraban un 60 por ciento después de haber estado andando. Unos años antes, Michelle Voss, profesora de Psicología en la Universidad de Iowa, había estudiado los efectos de caminar en la conectividad cerebral. Para ello reclutó a un grupo de sesenta y cinco voluntarios teleadictos de entre cincuenta y cinco y ochenta años, y les tomó imágenes cerebrales mediante resonancia magnética. Durante el año siguiente, la mitad de los voluntarios estuvieron dando paseos de cuarenta minutos tres veces por semana, mientras los demás seguían pasando las horas viendo reposiciones de Las chicas de oro (no hay ningún juicio de valor aquí; personalmente, me encantan Blanche y Dorothy) y solo hicieron algunos ejercicios de estiramiento como medida de control. Al cabo de un año, Voss volvió a meterlos a todos en la máquina de resonancia magnética y a tomar imágenes de su cerebro. En el grupo de control no había cambiado gran cosa, pero los caminantes exhibían una mejora significativa de la conectividad en ciertas regiones cerebrales que se sabe que desempeñan un importante papel en nuestra capacidad de pensar de forma creativa.
Caminar, pues, modifica nuestro cerebro, y no solo influye en la creatividad, sino también en la memoria.
En 2004, Jennifer Weuve, profesora de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Boston, estudió la relación entre el hábito de caminar y el deterioro cognitivo en una muestra de 18.766 mujeres de entre 70 y 81 años. Su equipo les pidió que nombraran tantos animales como pudieran en un minuto: las que caminaban con regularidad mencionaban animales como los pingüinos, pandas y pangolines con mayor frecuencia que las más sedentarias. Luego Weuve leyó una serie de números y pidió a las mujeres que los repitieran en orden inverso: de nuevo, las que caminaban de forma habitual realizaron la tarea con mucha mayor facilidad que las que no lo hacían. Weuve descubrió que incluso andar tan solo noventa minutos a la semana reducía la velocidad a la que disminuía la cognición con el paso del tiempo. Por lo tanto, dado que el deterioro cognitivo es justamente lo que marca las primeras fases de la demencia, caminar podría prevenir este tipo de enfermedad neurodegenerativa".