jueves, 7 de agosto de 2025

Una masacre y 'kamikazes': lo que no sabías sobre por qué EEUU lanzó la bomba atómica sobre Japón



Un visitante observa una enorme fotografía de Hiroshima devastada por la bomba atómica. (EFE/Franck Robichon)



La masacre de civiles en Filipinas y la resistencia suicida en Okinawa fueron determinantes en la decisión de Estados Unidos de lanzar la bomba atómica sobre Japón



Es el único país que ha sufrido un ataque nuclear. Y también uno de los que no ha firmado el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares. En Japón, el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki sigue muy presente en la sociedad. Lo estará especialmente este miércoles, cuando se cumple el 80 aniversario de uno de los capítulos más duros de la historia contemporánea. El país nipón ha organizado ceremonias solemnes, exposiciones y llamamientos al desarme nuclear. Pero está presente más allá de esta fecha por esa llamativa paradoja.

Tokio argumenta que dicho acuerdo no incluye a las potencias que poseen arsenales nucleares y que, mientras tanto, debe anteponer su alianza estratégica con Estados Unidos, el país que lanzó las bombas. Este dilema actual refleja una historia mucho más compleja de la que cuentan los resúmenes históricos. Un capítulo específico basado en los motivos que llevaron a Washington a ordenar el uso de Little Boy sobre Hiroshima y que sostienen que estos no se limitaron a acelerar el fin de la guerra. También estuvieron marcados por experiencias traumáticas previas.

Detrás de la decisión de lanzar la bomba atómica no hubo solo cálculo científico o ambición geoestratégica, Fue también la consecuencia de una guerra en el Pacífico que, en sus fases finales, alcanzó cotas de violencia extrema. En febrero de 1945, durante la Batalla de Manila, más de 100.000 civiles filipinos fueron asesinados por el ejército imperial japonés en una masacre que convirtió la ciudad —una de las perlas de Oriente— en un páramo humeante.

Meses después, en Okinawa, la resistencia nipona se volvió directamente suicida. Miles de civiles murieron, algunos incluso forzados al suicidio por la propaganda militar japonesa, y las oleadas de kamikazes marcaron un punto de no retorno para la percepción estadounidense del enemigo.

Aquellos episodios, junto con el altísimo coste humano de batallas previas como Saipán o Iwo Jima, convencieron al Alto Mando estadounidense de que una invasión del Japón continental sería devastadora. Historiadores como Francis Pike, Richard Frank o Victor Davis Hanson coinciden en que Manila y Okinawa actuaron como un espejo traumático de lo que podría venir. En ese contexto, la bomba no solo era un arma: era, según la lógica militar del momento, la vía más rápida —y la menos sangrienta, paradójicamente— de poner fin a una guerra que ya había costado millones de vidas.


Atrocidades contra civiles

La masacre de Manila, en febrero de 1945, marcó uno de los capítulos más oscuros de la retirada japonesa en el Pacífico. Tropas del ejército imperial nipón, acorraladas en una ciudad ya condenada, se atrincheraron en edificios, túneles y alcantarillas, y respondieron con una violencia desbocada al avance aliado. Los combates fueron cuerpo a cuerpo, metro a metro, con lanzallamas y granadas, abriendo paso a las tropas estadounidenses en un infierno urbano que se prolongó durante casi un mes.

Pero el verdadero horror llegó cuando los soldados nipones, en retirada, canalizaron su furia contra la población civil. En uno de los episodios más brutales, cerca de 3.000 manileños fueron secuestrados y llevados al Fuerte de Santiago, en el distrito histórico de Intramuros. Allí, según los testimonios recogidos por las autoridades filipinas y estadounidenses, más de un millar fueron ejecutados de forma sumaria. En total, más de 100.000 civiles murieron en Manila durante esas semanas, víctimas de las bombas, los incendios y las matanzas indiscriminadas.

Cuando el general Douglas MacArthur entró en la capital filipina, apenas quedaba en pie una sombra de la ciudad que había conocido antes de la guerra. Para el Alto Mando estadounidense, aquella destrucción no fue solo una tragedia humanitaria: fue un ensayo aterrador de lo que podría suponer, multiplicado por diez, una invasión del corazón del archipiélago japonés. Las imágenes de Manila arrasada se grabaron en la mente de los planificadores militares, que empezaban a considerar otra vía, más rápida, más definitiva, menos costosa en vidas propias, para forzar la rendición de Tokio.


Okinawa, el espejo de Honshu

La batalla de Okinawa, entre abril y junio de 1945, fue el último gran enfrentamiento del conflicto en el Pacífico y una de las contiendas más cruentas de toda la Segunda Guerra Mundial. Durante casi tres meses, el ejército japonés ofreció una resistencia desesperada desde un complejo entramado de túneles, cuevas y posiciones fortificadas, mientras la población civil era arrastrada al combate: miles fueron utilizados como escudos humanos o forzados a empuñar las armas en una defensa suicida de la isla.

El resultado fue una matanza de dimensiones colosales: más de 200.000 muertos, de los cuales cerca de la mitad eran civiles okinawenses. Mientras tanto, oleadas de kamikazes se lanzaban contra la flota estadounidense, en una ofensiva que buscaba infligir el máximo daño antes de la derrota final. Lo ocurrido en Okinawa hizo saltar todas las alarmas en Washington: si una isla periférica podía absorber semejante castigo y seguir combatiendo, ¿qué podía esperarse de una ofensiva sobre el corazón del Japón?

En los despachos del Pentágono, la batalla se interpretó como un oscuro anticipo de lo que sería una hipotética invasión de Honshu o Kyushu. El plan, bautizado como operación Downfall, preveía hasta un millón de bajas entre las tropas aliadas y un balance de muertos japoneses que podría superar los diez millones. En ese escenario de previsiones apocalípticas y tras años de guerra total, la bomba atómica no fue vista solo como un arma sin precedentes: fue entendida por parte del alto mando como la única vía para cerrar la guerra sin una sangría aún mayor.

La estrategia japonesa conocida como Ketsu-go, centrada en infligir el mayor número posible de bajas aliadas a costa incluso de la aniquilación nacional, reforzó la percepción en Washington de que cualquier invasión del archipiélago japonés sería extraordinariamente costosa y prolongada. Historiadores como Richard B. Frank o Ronald H. Spector, junto a informes del Estado Mayor Conjunto estadounidense, apuntan a que la defensa de Okinawa -la resistencia numantina, los ataques suicidas, la movilización de civiles y la negativa a capitular- convenció al alto mando de que Japón no se rendiría fácilmente.

Según el profesor John Lee Candelaria, historiador de la Universidad de Hiroshima, la brutalidad documentada en escenarios como Manila u Okinawa contribuyó a configurar la evaluación militar sobre el previsible coste humano de una ofensiva sobre Japón continental. En una entrevista con El Confidencial, Candelaria señala que estos episodios "fueron innegables" y que los informes sobre las atrocidades cometidas "influyeron en la perspectiva del ejército estadounidense".

El historiador, de origen filipino, sostiene además que la percepción del uso de las bombas atómicas en países como Filipinas estuvo condicionada por los lazos históricos con Estados Unidos y la narrativa dominante que presentaba a las tropas norteamericanas como liberadoras. A su juicio, "puede asumirse que la mayoría de los filipinos vieron los bombardeos atómicos como un medio justificado para terminar con su sufrimiento".
Sin reconocimiento internacional

"El novelista F. Sionil José, que tenía 18 años durante la Batalla de Manila, expresó este sentimiento en 1981, diciendo que, al escuchar expresiones de simpatía por Hiroshima, muchos filipinos en ese momento desearon que más ciudades japonesas hubieran sido bombardeadas como una ‘consecuencia natural de la guerra’", recuerda el profesor de la Universidad de Hiroshima, John Lee Candelaria. "Aunque esta también era la visión general en EEUU, hubo voces disidentes notables, como la del pacifista Albert Einstein", subraya el académico.

Candelaria lamenta que la experiencia filipina en la Segunda Guerra Mundial haya quedado relegada dentro de la narrativa global sobre el conflicto en el Pacífico. "Como filipino que ha vivido en Hiroshima durante una década, veo este gran desequilibrio e injusticia en el caso filipino. El sufrimiento de los civiles filipinos ha sido marginado no solo en la memoria global de la guerra, sino también dentro de la memoria nacional filipina", denuncia.

El historiador subraya que en Filipinas las narrativas oficiales priorizan la resistencia armada y el mito anticolonialista por encima de la memoria del dolor civil. "Una ilustración clara de esto es la falta de un memorial nacional patrocinado por el Estado que honre a las más de un millón de víctimas civiles; el recuerdo avalado por el Estado está reservado para soldados y guerrilleros", explica. "Esto sigue siendo una gran y persistente injusticia".


Reconciliación incompleta

"Mi propia investigación sobre la transmisión digital de memorias de guerra muestra que, aunque los filipinos son conscientes del sufrimiento que sus familiares padecieron, estas historias a menudo se presentan como hechos históricos en lugar de enmarcarse dentro de un discurso de injusticia", apunta Candelaria. Aunque reconoce que las narrativas históricas filipinas tienden a enfatizar en exceso el mito fundacional de la resistencia colonial contra España, cree que "debe haber un ajuste de cuentas más equitativo con el pasado filipino, alejándose del nacionalismo y hacia una búsqueda de justicia".

Aunque la reconciliación entre Japón y Filipinas ha sido, en términos generales, menos conflictiva que la que Tokio mantiene con China o Corea del Sur, el profesor filipino advierte que aún hay cuentas pendientes. Entre ellas, menciona el caso irresuelto de las "mujeres de consuelo" obligadas a la esclavitud sexual por el ejército imperial, una herida que sigue abierta.

Y es que a pesar de que ochenta años después, Hiroshima sigue siendo un símbolo universal del horror atómico, Manila, en cambio, aún espera ser recordada como la advertencia que fue: la brutal antesala de un desenlace nuclear.