martes, 12 de agosto de 2025

Viajar por inercia: ¿por qué seguimos queriendo ir a lugares donde ya no cabe más gente?



Fontana di Trevi (Fuente: iStock)



Hablamos de la sociología que hay detrás de los viajes con Jose Antonio Mansilla, profesor de Antropología del Turismo en la Universidad Autónoma de Barcelona



Los viajes con los amigos, con la familia, con los compañeros de piso, o hasta con los colegas del trabajo, se han convertido en imprescindibles. Durante estos días de verano, Instagram se llena de fotografías con la Sirenita de Copenhague, la torre de Pisa o la Sagrada Familia.

Hay lugares que parecen “hechos para la foto”, sitios que se llenan de personas que a los que no les interesa tanto conocerlos como intentar tomar la instantánea más original o en la que mejor salen. Sea para hacer la foto o no, parece que todos seguimos queriendo ir a los mismos sitios, aunque estos estén ya llenos y conviertan la visita en una experiencia estresante o desagradable.

Decía el filósofo Byulg Hun-Chang que ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Maps y la nube, y esto es lo que está comenzando a pasar cuando viajamos. El deseo de “la foto” lo que está haciendo que muchos lugares estén dejando de ser dignos de tomarlas o que, en un volantazo aún más distópico, recurran a la inteligencia artificial para borrar al resto de turistas de las pirámides de Ginza o de la torre Eiffel.

El sobreturismo es el fenómeno por el cual un lugar recibe un número excesivo de visitantes, hasta el punto de que no se pueden ser gestionados de forma sostenible. Un estudio de la Unión Europea concluyó que el patrimonio cultural y natural de Europa corre el riesgo de perder su atractivo por esta causa.


En este estudio se mencionaba también que el turismo en la mayoría de los destinos se valoraba en aras del crecimiento económico, sin tener en cuenta la capacidad de acogida de los lugares o el patrimonio negativo que puede tener. Pero ahora es tiempo de replantearse por qué y cómo viajamos.

Sobre este tema hablamos con Jose Antonio Mansilla, sociólogo y antropólogo que imparte, entre otras, la asignatura Antropología del Turismo en la Universidad Autónoma de Barcelona.

PREGUNTA: ¿Qué nos empuja a viajar tanto incluso cuando sabemos que muchos destinos están masificados y han perdido parte de su encanto?

RESPUESTA: Creo que en la época actual habría que diferenciar entre viajar y turismo, porque ambas son compatibles. El turismo, en general, nos nace para salir de las dinámicas de estrés y de la cotidianidad. Pero tipo de turismo que se practica hoy en día es de distinción, de no hacer lo mismo que el resto de la gente, de encontrar el lugar más original y más diferente. Las personas que hacen este tipo de turismo no buscan vacaciones de descansar, estar tumbados en una playa y olvidarse de todo. Este turismo de la distinción nos da un capital simbólico que de otra manera no conseguiríamos. Pero con la masificación de los lugares, acaba convirtiéndose en una carrera hacia ningún sitio, porque es imposible que todos accedamos a esa distinción. El planeta, el espacio y el tiempo son finitos al fin y al cabo.

P. Dentro de esta distinción encontramos también el “turismo para la foto”, monumentos, edificios o miradores a los que parece que solo se va a tomar una instantánea determinada. ¿Cómo afectan estas publicaciones a los lugares que visitamos? ¿Podemos seguir considerando viajar una forma de descubrimiento cuando todos vamos a los mismos lugares y por las mismas razones?

R. Las redes han afectado muchísimo, claro, porque ha habido una gran fragmentación en la emisión del mensaje, y la fragmentación es uno de los grandes problemas que tiene el turismo actual. Antes solo teníamos al periodista de turno que se hacía un viaje y volvía con un reportaje extenso sobre un lugar y muchos le hacíamos caso. Ahora hay millones de personas que te enseñan dónde han estado, las posibilidades de que el mensaje sobre un destino llegue al público son muy diversas y se multiplican.

Los lugares se hacen banales, lo exótico se convierte en banal. Se pierde el sentido.

Me recuerda a lo que pasó con Maya Bay, la cala que aparece en la película La playa, de Leonardo Di Caprio. Nadie la conocía y de pronto todo el mundo quiso ir, hasta el punto de que tuvieron que cerrarla al público.

P. Y claro, este turismo tiene consecuencias para la vida cotidiana de quienes habitan esos espacios en el día a día.

R. Muchísimas consecuencias, sí. Te voy a contar tres, entre muchas otras, porque son las que más investigo. La primera, que está en boca de todos, la subida del precio de la vivienda. Por las viviendas turísticas principalmente, pero también porque al hacerse atractivos los lugares mucha gente comienza a querer vivir en ellos y asentarse ahí, lo que también afecta al precio de las casas. La segunda sería la pérdida de diversidad en el tejido comercial. Esto quiere decir que donde había por ejemplo un supermercado, comienza a haber tiendas de souvenirs o de alimentación enfocada al turista, con comida preparada o fruta ya cortada y envasada. Estas tiendas, desde luego, no están hechas para vender a la gente que vive ahí. Y la tercera, la privatización del espacio público. Aparecen terrazas de bares, comercios que se expanden, y que quitan espacio, por ejemplo de acera o de un parque. Y luego podría decir muchas, muchísimas más: sobresaturación de las infraestructuras de transporte, calentamiento global...

P. ¿Por qué seguimos viajando si sabemos que tiene todas estas consecuencias negativas?

R. Mira, Ryanair es creo la novena empresa de Europa que más contamina. Al final viajar se ha democratizado…¡y menos mal que lo ha hecho! Pero las empresas turísticas low-cost de este tipo, como pueden ser Ryanair, EasyJet, Airbnb… lo que quieren es que no paremos de viajar, que estemos en continuo movimiento. Nos bombardean con ello, eso es algo que no tiene pinta de que vaya a cambiar próximamente.

De hecho, Airbnb por ejemplo se aprovechó un poco de esta masificación de los lugares, diciendo que con un local bastaba, que no hacía falta tener la experiencia de hotel porque podías tener tu cocina, tu pisito en una ciudad diferente, que te salude la vecina, bajar a la taberna y ser uno más de allí. El caso es tanto por la influencia de las redes sociales como por parte de las empresas, estamos bombardeados y el mensaje final es que no hay que parar de viajar, que hay que estar siempre en movimiento en todos los lugares del mundo. Acabas de volver de vacaciones y ya tienes un reel o un mensaje de correo electrónico de una empresa diciendo que tienen una oferta de vuelos muy baratos o un dos por uno en alojamientos.

P. Aun así llega agosto y todos queremos hacer el viaje con la familia o amigos y al fin y al cabo somos también responsables de estas consecuencias negativas. ¿La solución es no viajar?

R. No, hombre, solo faltaría: todo el año trabajando y ahora no te puedes ir dos semanas con tus amigos. Hace unos años, en Alemania tuvieron una idea sobre esto: el partido de los verdes se planteó limitar los vuelos internacionales a tres veces por ciudadano. Se daban unos certificados y quien hubiese superado ya los suyos, podría comprarlos a otro ciudadano. El problema es que hemos fragmentado las vacaciones: viajamos más veces y más caro. El mensaje que nos llega es que hay que hacer cinco, seis, siete viajes en avión al año. Y no tiene por qué.

Una parte de la solución pasa por reducir los viajes, claro. También por hacerlos de otra manera: no es lo mismo coger vuelo que ir en tren, ni es lo mismo visitar un entorno rural más precario que necesita de esa diversificación que trae el turismo que irse a Roma o a Berlín. Al final, como decía antes, es normal querer viajar con el bombardeo de información sobre el tema de las grandes empresas o de las propias redes sociales. Pero desde luego la culpa no es de quien se va de vacaciones en agosto con sus amigos o su familia.