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Domingo 28 de agosto de 2011. Ocho y media de la mañana. En una sala de reuniones de la Universidad de Aeronáutica de Pekín toman asiento una treintena de personas. Todas pertenecen al club “Utopía”. Durante casi cinco horas hablan de gestión pública y de política, critican abiertamente al Partido y se quejan del rumbo que está tomando China. Aseguran que la sociedad en la que viven es descarnadamente injusta, que buena parte de los altos cargos del régimen sólo piensan en su coches deportivos, en las clases de piano de sus hijas y en el número de amantes que pueden permitirse.
“Ya no son tan diferentes a los antiguos mandarines”, asegura uno de los ponentes, que cita varios datos de memoria para subrayar el concepto. Entre ellos, el “coeficiente Gini”, que coloca al gigante asiático cada vez más cerca de naciones como Brasil o México en cuanto a reparto de la riqueza se refiere. “Soy comunista, pero no estoy afiliado al Partido Comunista Chino. El modelo de desarrollo actual sólo beneficia a los dirigentes y los que hacen dinero”, confiesa durante el descanso un ingeniero que trabaja para una empresa estatal.
Las asociaciones de “comunistas verdaderos” y maoístas ortodoxos han experimentado un modesto auge en los últimos años. Son una pequeña minoría, pero quizá los únicos que hablan de política con visión crítica y fuera del ámbito institucional en China. Los miembros del club “Utopía” aseguran haber sufrido presiones por parte de las autoridades, especialmente cuando han intentado imprimir material y repartirlo. Pero está claro que su activismo no sería posible si, en lugar de criticar al Gobierno con argumentos maoístas lo hiciesen desde, por ejemplo, la óptica de un liberal-demócrata, de un grupo religioso o incluso de una organización humanitaria.
Es decir: hasta cierto punto se les tolera. Y no sólo porque se parapetan tras las momia del “Gran Timonel”, sino también porque cuentan con simpatías dentro del propio Partido. Aunque la nueva China se suele identificar con el capitalismo más rampante, entre sus dirigentes aún hay quien defiende los principios de un comunismo más o menos ortodoxo. Una corriente que, además, da la sensación de estar ganando simpatías.
Entre los miembros del club Utopía pocos pretenden reeditar la Revolución Cultural. Pero anhelan un pasado en el que, al menos teóricamente, la prioridad fue la justicia social y no el desarrollo económico. Cada uno, después, aporta su receta. Algunos, generalmente los más ancianos, creen que lo adecuado sería volver a los orígenes. Otros, especialmente jóvenes, hablan de democracia, aunque se cuidan mucho de poner por modelo un ejemplo extranjero.
Como escuela de pensamiento tienen, o creen tener, un reflejo institucional. De hecho, el hilo temático de la reunión a la que asistí el pasado domingo consistía en evaluar “el modelo de Chongqing”, un “ejemplo” que la mayoría de los asistentes consideraba “un primer paso positivo”. ¿A qué se estaban refiriendo? Chongqing está considerada la capital del interior, una ciudad con tasas de crecimiento altísimas (incluso para la media china) que ofrece una imagen hiperbólica de las más sangrantes diferencias sociales. Una olla a presión donde miles de campesinos duermen en las calles, sin más pertenencia que una vara de bambú con la que realizan portes a precios de miseria. Acarrean de todo: desde ladrillos para las obras hasta género para los mercados, pasando por las bolsas de la compra de jovencitas en minifalda que conducen coches de gama alta.
En este contexto, y de la mano de su carismático secretario regional, Bo Xilai, en la ciudad llevan desde 2009 poniendo en práctica políticas que, de alguna manera, significan una vuelta al pasado; un catálogo de recetas que he resumido brevemente al final del artículo. Uno de los cambios más evidentes, aunque sea a un nivel epidérmico, es la recuperación de la liturgia y los símbolos comunistas, de las canciones revolucionarias, e incluso de algunos uniformes y chapas rescatados de baúles que llevaban tres décadas cogiendo polvo. Una nostalgia maoísta que ha calado en otras partes del país y que incluso se extendió por toda la geografía china durante el reciente 90 aniversario del Partido.
Muchos creen que a Bo Xilai le mueve el oportunismo, e interpretan su intento de dar vida a los fantasmas del pasado como una farsa populista para disparar su carrera política. Entre los analistas y entre los propios comunistas ortodoxos se considera a menudo que esta “ola roja” promovida desde arriba sólo busca canalizar, contener e instrumentalizar las frustraciones de quienes se están quedando atrás en el proceso de desarrollo económico. Y en un nivel de crítica más profundo hay quien advierte de que, si prospera, esta “mirada hacia atrás” podría dar al traste con los avances de los últimos años y frenar el despegue económico.
En un análisis bastante sesudo al respecto, el director del Observatorio sobre la Política China, Xulio Ríos, lo explica aquí. Para quienes no tengan tiempo o ganas de leerlo, esta frase resume la idea: “Este neo-maoísmo en boga, lejos de representar una alternativa, aporta el argumento oportunista más idóneo para seguir garantizando la omnipresencia del aparato político del sistema y suscribir la demanda de estabilidad bajo su tutela”.
Durante las ponencias, me llamó la atención una frase de Yang Fan, de la Escuela de Negocios de la Universidad de China. Dijo que “el modelo que propone Chongqing sólo podrá resolver los problemas por un periodo de tiempo. Pero la única solución final es establecer una democracia y devolverle así el poder al pueblo”. Me dio la sensación de que en estos clubes “neo-maoístas”, además de nostálgicos y comunistas del pleistoceno, hay unos cuantos demócratas camuflados.
Los siente puntos principales del modelo de Chongqing
1. Actuar con contundencia contra las mafias y perseguir a burócratas y dirigentes corruptos.
2. Promover a gran escala la “cultura roja”, incluidos los festivales de canciones revolucionarias, promoción de las ideas comunistas y lectura de los clásicos marxistas.
3. Establecimiento de un sistema de vivienda de con rentas muy bajas para las clases más desfavorecidas.
4. Promover un contacto directo entre dirigentes, oficiales y trabajadores, de modo que coman lo mismo, vivan igual y trabajen juntos, eliminando los privilegios de los gobernantes.
5. Investigar y regular todos los crímenes relacionados con la industria médica y la alimentaria.
6. Reformar el sistema de permisos de residencia, dando plenos derechos a los 10 millones de migrantes procedentes de zonas rurales que hoy viven en ciudades.
7. Ofrecer comida gratis a estudiantes de familias pobres para evitar que tengan que trabajar y puedan centrarse en sus estudios.
Por Ángel Villarino from Cotizalia.com 06/09/2011
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