Una mujer con prisas en el volante (DjelicS / Getty)
- Existe una gran ansiedad por hacer todo al mismo tiempo, llegar antes o en seguida
Vivimos tiempos de aceleración vertiginosa. La percepción de las horas está cada vez más distorsionada. Se experimenta una gran ansiedad por hacer todo al mismo tiempo, llegar antes o en seguida, ser de los primeros, colarse si hace falta, aprender tipo ¡zas! como si una varita mágica pudiera conceder un deseo ausente.
El impulso a lo inmediato, que Freud tan jocosamente denominó a principios de siglo pasado “la nerviosidad moderna”, se ha multiplicado: está en todas partes, en las colas del supermercado, en las grandes superficies, en la calle, en el aula, en las familias, en el clic del ratón del ordenador o el móvil. ¿Por qué tanta prisa? Precipitarse es de lo más normal.
El impulso a lo inmediato se ha multiplicado
¿Pero qué sucedería si esperáramos un poco, detuviéramos el motor en marcha? Una maldición podría cebarse en nuestra tozuda y persistente tendencia anticipatoria. Sería una gran mala suerte que las cosas de repente no fueran “ya” y, por ejemplo (qué ocurrencia) tuviéramos que esperar. Los alumnos preguntan cómo será el examen, las actividades, la nota final. Quieren saber si la profesora suspende mucho o poco, si será fácil o difícil, si podrán, sobre todo si podrán, dado que no están para nada seguros de ello.
Tener la información exacta antes de que pase, como los niños en el momento de entrar en el coche para un viaje: todavía no hemos cerrado las puertas y arrancado el motor cuando escuchamos la vocecita que dice ¿cuánto falta? En la incertidumbre imposible de vivir, todos somos ese pequeño que quiere llegar en seguida.
Aprender a esperar no consiste en un programa de actividades destinado a inculcar un comportamiento nuevo
Entonces nos preguntamos ¿cómo aprender a esperar? Es difícil imaginar un procedimiento eficaz, porque el problema inicial es, precisamente, su eficacia probada, la huida hacia adelante. Intentar querer controlar las cosas de la vida, lo que sucede y podría suceder, lo que sí y lo que no, esa declarada obsesión por regular la existencia. La vida en sí misma se ha mecanizado hasta tal punto que solo queda el ruido del engranaje, sin oxígeno.
Charles Chaplin reveló con maestría la angustia del peón sometido a la maquinaria en su extraordinaria película “Tiempos Modernos”. El protagonista es sometido a una máquina de hacer comer aunque no tenga hambre, que le obliga a quedarse quieto mientras el aparato le acerca la sopa a la boca, le seca los bigotes, en definitiva, hace todo por él. Al final, la máquina se vuelve loca, pierde la cordura, activa un desenfreno tal que al pobre Charlot le tienen que sacar de urgencia si quiere sobrevivir.
Aprender a esperar no consiste en un programa de actividades destinado a inculcar un comportamiento nuevo. No se trata de la maquinaria del hacer sino de la precisión con la que podamos separarnos de ella. Para ello necesitamos el vínculo con una persona que nos acompañe mientras esperamos: un amigo lejano, un amor apasionado, un interlocutor elocuente, un travieso compañero de juegos, un maestro tranquilo, una madre acogedora, un abuelo marchoso, una hija adorada, incluso un conocido que nos caiga un poco bien.
Solo la presencia real de los otros permite aprender que esperar significa degustar el pálpito del vivir. Porque no se aprende a esperar: la lección consiste en aprender el tiempo de espera que se vive con otros.
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