Multitud de turistas bailan durante una fiesta en Boracay, en octubre de 2018. (EFE)
Esta localidad generaba 100.000 millones de dólares al año en turismo de borrachera, pero el presidente Duterte ha convertido su regeneración en una de sus cruzadas
Los filipinos alardeaban de la isla de Boracay como su "joya de la corona" cuando se hablaba de turismo. No solo porque cada dos por tres fuera seleccionada como la mejor playa del mundo, sino también por la gran cantidad de ingresos que insuflaba en la economía del archipiélago. Y, sin embargo, el populista Rodrigo Duterte, al frente del país, no dudó en tacharla de "cloaca" el pasado año. Justo antes de cerrarla al público durante ocho meses el pasado año sin importarle lo que pensaran los trabajadores allí establecidos. ¿Su idea? Reconvertirla en un lugar idílico y, sin decirlo en voz muy alta, para bolsillos abultados. Como si un día quisieran transformar Magaluf en Puerto Banús.
Las quejas del Gobierno eran claras. El presidente filipino criticaba que, al calor de la industria turística, frente a las aguas de la "joya" al amanecer relucían más las botellas de cerveza y las colillas que la fina arena blanca, resaca de la noche anterior. Los vendedores ambulantes de supercherías tenían que esquivar a las hordas de turistas de borrachera que cada día poblaban las playas de un paraíso flanqueado por restaurantes de comida basura y bares donde el sexo más visible era el de pago. El mar cristalino era mancillado a diario por negocios que expulsaban sus aguas fecales sin pudor.
El cierre de Boracay fue una de las promesas electorales por cumplir de Duterte. Sin preocuparse del impacto económico —generaba 100.000 millones de dólares al año—, mandó cerrar ocho meses la isla al público y puso en marcha una limpieza profunda. Se crearon nuevas carreteras, se mejoró el alcantarillado, dejaron respirar a las playas para recuperar su belleza natural y cambiaron el modelo de negocio de Boracay al completo.
Hoy, cinco meses tras la reapertura, Boracay es otra. Las playas están vacías de turistas, el agua es cristalina y no hay vendedores ambulantes. Los hoteles, los restaurantes y las avenidas le hacen pensar a uno que está en el primer mundo y a veces ni siquiera da impresión de pisar suelo filipino. Pero lo más espectacular es la belleza del mar.
Desde el Gobierno se habla de "paraíso recuperado" y muchos residentes afirman orgullosos que Boracay es ahora un lugar para enseñar a sus hijos. El plan ha funcionado. Pero ¿es igual de positivo para todos?
De turismo de borrachera a ciudad de lujo 'fantasma'
Si hay algo que nadie duda en la isla es que haber recuperado las fastuosas vistas sin turistas ni excesos, además de las aguas cristalinas, es todo un lujo. El problema es el precio a pagar. Para Freida Dario, la localidad se ha convertido de noche en "una ciudad fantasma". En comparación con lo que fue, seguramente así sea.
Más allá de los restaurantes de precio elevado frente al paseo marítimo y de un puñado de bares de copas que se cuentan con los dedos de la mano, del jolgorio del pasado no queda nada. Los clubes de playa han de mantener la música a un volumen bajo y bastante antes de la medianoche se apaga la iluminación pública.
Aún se ve a muchísimos jóvenes que siguen una ubicación en el mapa de sus teléfonos móviles para encontrarse con que el local de moda ya no existe. La mayoría, en el centro de la isla, la estación 1. En esa parte de la playa, prácticamente todos los locales han sido derruidos. Incluido el primer bar que abrió en el lugar. La oferta sexual, tan boyante previamente, no encuentra su lugar sin los bares de antaño, por lo que es normal ver a prostitutas junto a contenedores o escondidas tras un árbol, esperando a algún posible cliente al que se le hubiera pasado que Boracay ya no es un destino sexual.
¿Es esto lo que los residentes de Boracay querían? En parte sí, pero el coste ha sido elevado. Para poder recuperar su paraíso, Duterte implementó fortísimas medidas de choque. Se prohibió fumar y beber en las playas y avenidas cercanas, también la venta ambulante. Se limita la entrada de turistas a diario y los impuestos han aumentado notablemente. La belleza de Boracay se ha realzado, pero también el coste de la vida y la libertad de movimiento.
El Gobierno filipino fue mucho más allá y forzó a cerrar numerosos establecimientos. Hoteles enteros, restaurantes y muchísimos locales a pie de playa, algunos acusados de haberse beneficiado de corruptelas previas para incumplir leyes de alcantarillado o de costas. Los militares filipinos rondan toda la zona y en la trastienda de la isla se amontonan barcos turísticos que ya no tienen clientes, restos de las demoliciones y parte de la basura acumulada.
El precio a pagar por recuperar un paraíso
Muchos de los propietarios comentaron que ellos no tuvieron nada que ver en el deterioro de la isla, pero las nuevas obligaciones son claras. Otros simplemente decidieron cerrar, como Cocomangas, el primer bar de la isla donde regalaban camisetas a cambio de beber chupitos. "¿Cómo no iba a cerrar? Sus alrededores han sido cercados o derruidos", comenta un residente. Los que decidieron quedarse ahora esperan que Boracay encuentre su renovado lugar.
Xienna lleva años trabajando en la industria turística de Boracay vendiendo tours por las islas de los alrededores. Ella fue uno de los 30.000 empleados afectados por los ocho meses de cierre de la isla, si bien decidió quedarse para trabajar en la renovada isla.
A día de hoy, vende una tercera parte de lo que lograba cerrar antes de la renovación, además de bajar bastante los precios. "Todo se ha vuelto muy caro, ganamos menos y ahora vienen chinos y coreanos mayoritariamente, por lo que suben los precios", comenta. Boracay se ha refugiado sobre todo en el turismo chino, con restaurantes en el paseo marítimo solo para ellos. Hay más gente en la playa a las 5 de la mañana que durante el día, ya que es cuando van a hacerse selfis para que no les afecte el sol. Es un nuevo modelo de mercado, a la espera de atraer a viajeros que puedan pagar el alto precio de los nuevos hoteles.
El problema, comenta la joven de 32 años, es que Boracay por un lado ya no atrae al turismo juvenil que regaba de dinero la isla y tampoco logra posicionarse en su nuevo mercado. Tras ocho meses de cierre, el turismo se ha desplazado hacia otros lugares y la "joya de la corona" ve cómo otros destinos como El Nido —donde los barcos de fiesta y el público mochilero son la tónica habitual— le han robado el protagonismo.
Prácticamente, todos los residentes están totalmente de acuerdo en que era necesario "limpiar Boracay". Los excesos eran notables y una de las playas más hermosas del mundo lucía en "estado de calamidad", como afirmaba Duterte, por culpa de un sector turístico desatado que no tenía problemas en contaminar las aguas y manchar las playas. El problema, dicen, es que se ha pasado de un extremo al otro. Y que aún se ha de encontrar un nuevo modelo de negocio que no ensucie y compense a la industria del lugar.
AUTOR
LUIS GARRIDO-JULVE. BORACAY (FILIPINAS)17/03/2019
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