miércoles, 16 de octubre de 2013

Libia, el caos tras la guerra

 

 

Dos años después de la muerte de Gadafi es difícil asegurar quién manda en el país

Sin policía ni Ejército, el país petrolera intenta organizarse entre la violencia y la amenaza yihadista

EL PAÍS recorre cuatro puntos neurálgicos, donde la población se debate entre el miedo, el hartazgo y la esperanza


 
Trípoli, la capital  inquieta
 
Libia no es un Estado, no es un presidente, no es un gobierno. Libia son milicias que toman decisiones por su cuenta. ¡Pero si el primer ministro apenas puede protegerse a sí mismo!”. Resonaban aún estas palabras del periodista Sami Zaptia el jueves en la redacción del diario Libya Herald, cuando el mentado primer ministro, Ali Zeidan, era secuestrado en su cama del lujoso hotel Corinthia, en Trípoli, por un comando armado. Horas después, otro comando lo rescataba. No se sabe si los milicianos querían obligarlo a renunciar, como parte de las vendettas políticas dentro del Gobierno. O bien si pretendían canjearlo por el terrorista de Al Qaeda Abu Anas al Libi, capturado hace una semana en la capital libia en una operación dirigida por Estados Unidos. No se sabe y quizás nunca se sepa.
 
Como nunca se sabrá quién está detrás de los atentados, asesinatos y otros acontecimientos pavorosos o extraordinarios que sacuden esta potencia petrolera desde el derrocamiento, en 2011, de Muamar el Gadafi. Bienvenidos a la nueva Libia. Un caos, sí. Pero un caos organizado. Tal vez eso de funcionar sin gobierno sea otra herencia de la exmetrópoli italiana, con la pizza y el buen café.
 
El bullicio reina en Trípoli. La capital ha recuperado el pulso perdido durante los ocho meses de guerra, entre febrero y octubre de 2011, que puso fin a 42 años de dictadura. Brotan cafeterías con nombres como Versalles, Veranda, Roma o Morganti. La casa BMW estrena un lujoso concesionario. Pronovias abre en Gargaresh, la zona chic. En la céntrica calle Omar Mojtar, los viejos comercios de ropa sacan a los soportales maniquíes masculinos con vaqueros de esos que dejan medio culo fuera. Y el zoco es de nuevo un trajín de brillantes telas de India, joyas de oro y divisas del mercado negro.
 
La ciudad es un atasco permanente. ¿Dónde van todos a las once de la mañana? Otro de los misterios libios. “Aquí la gente no trabaja”, sostiene Ahmed, farmacéutico. El desempleo llega al 33% pero el trabajo lo hacen los inmigrantes: tunecinos y marroquíes están en hostelería y servicios, egipcios en agricultura y pesca, subsaharianos y bangladesíes en la construcción. La mitad de los adultos libios son funcionarios. Y el resto se dedica al comercio o a los negocios familiares. El caso es que hay dinero. Mucho circulante. Nadie se fía de los bancos, no hay tarjetas de crédito y todo se paga en efectivo.
 
Esto también es la nueva Libia. Y las niñas que a mediodía salen de clase correteando con sus uniformes azules o negros, cubiertas con un hiyab blanco. Los gais que se reúnen por la noche bajo los puentes de la autopista, cerca de la plaza de los Mártires. Los cruasanes untados con mantequilla y miel y rebozados en frutos secos. Las emisoras de rock y rap que se han abierto paso en los últimos meses. O las nuevas publicaciones que llenan los quioscos.
 
“Hay un apetito insaciable por saber, por aprender idiomas, algo que Gadafi prohibió en su día”, comenta Sami Zaptia, codirector del Libya Herald, un meritorio diario digital en inglés hecho con pasión por diez jóvenes que aprenden el oficio sobre la marcha, y que cuenta ya con un millón de visitas. “Libia no es Irak, no es Afganistán, no es Siria. Hay muchos retos y problemas, porque ha sido un proceso muy traumático. La democracia es una cultura, y la mayoría de los libios no han conocido otra cosa que Gadafi. La dictadura es horrible, pero ofrece orden y estabilidad. Ahora estamos confundidos, y tenemos derecho a estarlo”.
 
Del dictador solo quedan las caricaturas que llenan las paredes de la ciudad. Y los cascotes de su gigantesco cuartel general en Bab al Azizia, bombardeado por la OTAN. Y un legado de destrucción que tardará mucho tiempo en superarse.
 
A la confusión de la que habla Zaptia contribuyen en buena medida las autoridades. El Congreso General de la Nación, elegido en las urnas en julio del año pasado, no termina de conformar la comisión encargada de redactar la nueva Constitución. Los bloqueos entre los Hermanos Musulmanes y los liberales son constantes. “Bueno, pero ayer acordaron prohibir la pornografía en Internet que, como todo el mundo sabe, es el problema número uno de Libia”, ironiza Ali, profesor de inglés. “Estamos en un limbo peligroso. En política, si no avanzas, retrocedes”. A la entrada del Congreso llegan cada día cientos de personas que no saben a quién acudir para resolver sus problemas. Como Muna, que aborda llorosa a todo el que sale o entra con aires de autoridad para que le ayuden a encontrar a su hijo, secuestrado hace tres días. “Hicimos la revolución porque queríamos un país moderno. Pero los que hay ahora hacen lo mismo que Gadafi. Son unos ladrones”, comenta un hombre. “El presupuesto del Gobierno libio es mayor que el de Egipto. Ellos son 85 millones, y nosotros sólo 6. ¿Qué están haciendo?”.
 
El Gobierno provisional de Ali Zeidan, un liberal bienintencionado pero sin margen de maniobra, se ve sobrepasado por la magnitud de los desafíos. Todo está por hacer. Y todo es todo. Gadafi dejó un país sin instituciones y corroído por la corrupción. En contra de lo que pretendía hacer creer la propaganda, Libia tiene carencias infinitas en educación, salud, vivienda, infraestructuras, telecomunicaciones… El problema más grave, sin embargo, es la seguridad, en manos de centenares de milicias formadas por civiles para combatir contra las tropas de Gadafi, y hoy armadas hasta los dientes. El Gobierno pretende sumarlos a las nuevas fuerzas de seguridad. Para ello ha creado dos cuerpos intermedios: el llamado Escudo Libio, que agrupa a milicias que luego se incorporarán al Ejército, y el llamado Comité Supremo de Seguridad, cuyos miembros acabarán en la policía. Pero muchas brigadas (qatibas) siguen funcionando por su cuenta. No acaban de confiar en las autoridades. Ni las autoridades acaban de confiar en ellos. El poder ahora emana del kaláshnikov.
 
Y de ese poder da idea la situación de Saif al Islam, hijo y heredero de Gadafi, detenido en Zintan por una milicia que se niega a entregarlo al Gobierno. Son también las qatibas las que controlan las cárceles, donde, según las organizaciones humanitarias, impera la tortura. “La policía no funciona. Somos nosotros los que perseguimos el crimen, robo de coches, tráfico de drogas, venta de alcohol… y también detenemos gadafistas”, explica Murad Hamza, que a sus 30 años comanda la qatiba Suq al Yumaa, una de las más poderosas de Trípoli. Casi la mitad de sus 500 hombres han regresado a la vida civil. El resto espera integrarse en la unidad de inteligencia de la policía. “Nos llevamos bien con otras qatibas. Las islamistas son las que más lucharon contra Gadafi, pero nunca toleraremos que se impongan. Si quieren ir a Siria a combatir, que Alá les acompañe”. Hamza estudió economía, pero se le ve a gusto con el uniforme negro y la pistola al cinto. Abre una enorme caja fuerte para mostrar algunas de las incautaciones: drogas sintéticas, documentos, armas blancas. Rebusca y rebusca y brama a su subalterno: “¿¡Quién se ha llevado la botella de whisky!?”.

Gadamés, el oasis olvidado
 
A 600 kilómetros al suroeste del estrépito, la conducción enloquecida y la agresividad de Trípoli, Gadamés languidece en medio del silencio. Este oasis bereber, pegado a las fronteras de Túnez y Argelia, fue uno de los centros más importantes en la ruta de las caravanas que cruzaban el Sáhara ya desde la época romana.
 
Ningún turista recorre el maravilloso casco antiguo, un entramado de laberintos de adobe, patrimonio de la Humanidad de la Unesco. El polvo cubre los estantes de las pocas tiendas de artesanía de cuero que siguen abiertas. Varios restaurantes y dos de los tres hoteles han echado el cierre. La revolución ha golpeado a esta población cuidada por Gadafi. No en vano, el dictador construyó en 1973 una nueva ciudad para realojar a los 10.000 vecinos, que vivían ciertamente en condiciones insalubres. Durante la guerra, el oasis estuvo sitiado por las fuerzas rebeldes, y cayó al final, después de Trípoli. Pero nadie habla de política. “Gadafi nos benefició, pero no nos gustaba su ideología”, se limita a comentar Tahir, profesor y guía turístico inactivo desde hace dos años.
 
Quienes sí trabajan son los subsaharianos, en la reconstrucción del casco antiguo, donde viven casi recluidos. Son de Malí, Chad o Níger, y Gadamés es para ellos una escala en su camino a Europa. Cruzan a pie por el desierto, a través de fronteras inabarcables, dominadas por los traficantes de armas, inmigrantes y drogas. Justamente desde Libia cruzó el comando de Al Qaeda que asaltó en suelo argelino la planta de gas de In Amenas el pasado enero.
 
Acodado en la valla del viejo cementerio, Mohamed sueña con un próspero futuro para su Gadamés natal, adonde regresa de vacaciones. Salió para estudiar ingeniería aeronáutica en Canadá y, como buena parte de los estudiantes becados, no quiso volver al manicomio de Gadafi. “Gadamés tiene unas magníficas condiciones para la navegación aérea. Por eso y por su ubicación, podríamos convertirnos en un centro neurálgico en las comunicaciones para África”. Es una idea casi poética: sería recuperar en el siglo XXI el papel que tuvo en el comercio africano desde tiempos inmemoriales.

Bengasi, rehén del desánimo
 
“Bienvenidos a la cuna de la revolución”. Un cartel en el aeropuerto de la capital de la región oriental de Cirenaica recuerda el protagonismo de la segunda ciudad de Libia en la revolución. Pero los bengasíes enfrían la acogida. “Está todo mal”, dice el empresario Fahmi Igwian, mientras su viejo Mercedes surca calles y barrios rebosantes de basura.
 
Esa misma mañana de principios de octubre, un coronel de aviación ha sido tiroteado en una emboscada. Llevaba a su hijo al colegio. El crío, de ocho años, ha muerto también al estrellarse el coche. Ya van más de 60 oficiales asesinados en las últimas semanas. A tiros, o con bombas lapa. “Muchos no tenían nada que ver con la represión. Uno de los últimos era artificiero”, prosigue Fahmi. “Yo a las ocho de la noche me encierro en casa. Limito mis salidas y resuelvo gestiones por teléfono. Tengo miedo”.
 
¿Y quiénes matan a los militares? Otro apartado para anotar en la lista de los grandes misterios de Libia. ¿Y quién puso la bomba en el edificio de los Tribunales en septiembre? ¿Y la que destruyó, ese mismo mes, las dependencias que tiene en Bengasi el Ministerio de Exteriores? ¿Y quién mató al embajador estadounidense, Chris Stevens, en septiembre del año pasado? Oficialmente no hay respuesta. En privado, y siempre pidiendo anonimato, expertos y, sobre todo, jefes milicianos —incluso algunos salafistas que se desmarcan de la violencia— señalan a las células yihadistas que se han establecido en las Montañas Verdes, cerca de Darna, al este de Bengasi. Argelinos y tunecinos se han unido a los extremistas locales. “Lo más importante que tenemos que hacer es protegernos de ellos. Pero el Estado no hace nada. Y eso aumenta la sensación de abandono de Bengasi”.
 
Para Yalal al Arasi, la inacción del Gobierno tiene otra explicación. “No les meten mano porque les interesa que haya inestabilidad en nuestra región”. Yalal combatió en una milicia de Bengasi y ahora apoya al movimiento federalista que emerge en el este. La vieja rivalidad que ha existido siempre con Trípoli, alentada por Gadafi, ha revivido tras el triunfo de la revolución. “No queremos la independencia, sino un sistema federal, como Alemania, o Estados Unidos. A nuestra región solo le dieron 60 escaños en el nuevo Congreso, frente a los 100 de Tripolitania. Trípoli tiene todo: ministerios, embajadas, empresas. Reparte el dinero como quiere. Y de aquí, de la Cirenaica, sale el 75% del crudo que se exporta”.
 
En los últimos meses, los federalistas han bloqueado el acceso del petróleo a los puertos y refinerías. Ellos y otros sectores con distintos agravios. La producción de crudo, que en 2012 recuperó el ritmo previo a la guerra, de 1,6 millones de barriles diarios, se llegó a desplomar en un 90%. Ahora las autoridades dicen haber aumentado a 700.000 barriles. El daño económico para un Estado que no cobra impuestos y que tiene en el petróleo la mitad de su PIB y casi el 100% de las exportaciones, es enorme.
 
Salvo el petróleo, Libia no produce nada. Importa el 80% de los alimentos que consume, y el 60% de la gasolina, que se vende a precios subvencionados y cuesta menos que el agua: 9 céntimos de euro por litro. Por eso los libios no se bajan del coche. El FMI ha recomendado a Libia que diversifique su economía: que desarrolle su capacidad de refino, el sector petroquímico y el tejido industrial. Pero la burocracia, la carencia de un sistema bancario eficaz y algunas leyes en trámite, como la que impone la banca islámica (que prohíbe, por ejemplo, los intereses) u otra que limita la inversión extranjera, siembran el desconcierto.
 
“Yo pronostico una segunda revolución. La gente está enfadada: los jóvenes, los pobres... Todos estamos hartos de este sistema sin control”. Zuair al Barassi, un activo periodista y presentador de radio, no oculta su desencanto y deplora el avance islamista. “Ayer atacaron la universidad en Darna. En el este y en el sur tienen bases y poder. Aquí no les queremos”. Es cierto. En septiembre, tras el asesinato del embajador Stevens, la gente de Bengasi echó a la brigada de Ansar el Sharía y les quemó la sede. Pero están volviendo, aprovechando del vacío de poder.
“De momento solo tenemos a las fuerzas especiales del Ministerio de Defensa”. Zuair fuma el enésimo cigarrillo mientras relata una nueva amenaza de muerte que ha recibido. “Siento decirlo, pero no soporto más esta ciudad. Me quiero ir. Quiero que mi hijo tenga una vida normal”.

Misrata, la ciudad Estado
 
Ya no retumban los misiles Grad con los que los gadafistas martillearon Misrata durante cuatro meses. Ahora, esos estallidos sordos que suenan cada noche son los petardos y los fuegos artificiales que acompañan a las bodas. Ya van 400 en un mes. Si en Trípoli o Bengasi hay brotes de impaciencia o desconsuelo, en Misrata reina la felicidad. “Por fin estamos viviendo en paz”, exclama Yumaa, comerciante, como todo el mundo en esa población laboriosa y rebelde. La llamada Ciudad Mártir, que resistió heroicamente un asedio brutal, perdió a mil de sus jóvenes y fue parcialmente destruida, se ha convertido en una ciudad Estado, vibrante y orgullosa.
 
Las cicatrices son visibles. La fantasmagórica Torre de Seguros, guarida de los francotiradores, preside agujereada Midan Al Nasr. Allí estuvo en su día el bello barrio histórico italiano, destruido por Gadafi. En su lugar hizo aquella plaza horrenda y colocó un enorme reloj que nunca nadie se molestó en poner en hora.
 
Muchos edificios de la calle Trípoli siguen calcinados. Pero en sus bajos han abierto rutilantes tiendas de muebles, artículos deportivos o ropa. Si los libios son comerciantes natos, los misratíes superan a sus compatriotas en espíritu emprendedor. El aeropuerto, destruido durante la guerra, tiene ahora vuelos internacionales a Turquía, Jordania, Marruecos y Túnez. El puerto es el más importante de Libia, tal vez porque es el único que se salta la ley gadafista, aún en vigor, que les obliga a funcionar solo ocho horas.
 
Misrata es el laboratorio perfecto para estudiar las redes de comercio sur-sur. Yumaa importa zapatos de China, y textiles de Turquía, que luego vende al por mayor a comerciantes del resto de África. Y Misrata es también el lugar más seguro de Libia. 230 milicias se turnan en las tareas de vigilancia. Por la carretera de Trípoli, un arco, justo donde estuvo el frente de Dawiniya, marca la entrada a esta especie de república independiente, que cuenta con su propio sistema de aduanas. Por tierra, mar y aire revisan los documentos y los pasaportes. A veces con celo excesivo. “Es un problema para el comercio, que ha sufrido un 60% de caída. Muchos de mis clientes, de Sudán y otros lugares de África, ya no vienen por temor a los controles. Ahora van a Dubái”, explica Yumaa. “Pero yo lo doy por bueno. La seguridad es lo primero”.
 
“Nos sabemos organizar, eso es todo”, comenta Mohamed Salabi, a quien una bala alojada en la espalda obliga a caminar con bastón. “En Bengasi solo saben llorar, mucho bla bla, pero no hacen nada”. “El problema”, añade, “es que Gadafi era nuestro factor unificador. Ahora no hay Gadafi y buscamos algo contra lo que oponernos. Jóvenes y viejos tenemos diferentes aspiraciones. Y laicos e islamistas. Y libios del exilio, occidentalizados y mejor formados, y los que se quedaron... Tenemos que buscar nuestra propia identidad. Y eso nos llevará tiempo”.


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