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Foto: Reuters.
Es cierto que tiene bandera estadounidense, pero su existencia se debe a una milagrosa cadena global convertida en objeto protagonista de la geopolítica
En enero de 2007, Apple presentó un dispositivo que marcaría un antes y un después en la historia de la tecnología: el iPhone, que se pondría a la venta en junio de ese año. En apariencia, era "solo" un teléfono móvil con pantalla táctil. En realidad, era el primer representante de una nueva categoría de producto: el smartphone moderno. Su impacto fue tan profundo que, en pocos años, transformó nuestra forma de comunicarnos, de trabajar, de consumir información y de interactuar con el mundo.
Hoy, casi dos décadas después, el iPhone no está solo. Dispositivos como el Samsung Galaxy, el Xiaomi Redmi Note, el Google Pixel y otros competidores han contribuido a democratizar y multiplicar esta revolución tecnológica. Todos comparten una característica esencial: son objetos que integran decenas de tecnologías punteras en un espacio mínimo, con un nivel de sofisticación que supera al de muchos ordenadores de hace apenas una década. Sin embargo, detrás del icono cultural y del diseño impecable, se esconde una realidad industrial mucho menos visible: ningún fabricante —ni siquiera una empresa con el músculo financiero y la capacidad de innovación de Apple— puede fabricar por sí sola todos los componentes que hacen posible estos dispositivos.
En el corazón de cada smartphone late una cadena de suministro global de semiconductores, tejida a lo largo de décadas y distribuida por todo el mundo. La historia del iPhone es, en realidad, la historia de una colaboración planetaria: diseñadores de chips estadounidenses, fábricas en Taiwán y Corea del Sur, ensambladores en China, empresas japonesas que aportan sensores y materiales ultra puros, europeas que fabrican maquinaria de litografía de Ultra Violeta Extremo…todo un ecosistema sin el cual sería imposible encender ese rectángulo de vidrio que llevamos en el bolsillo.
Aunque el iPhone es el producto más representativo de Apple, la compañía no fabrica ninguno de los chips que lo hacen funcionar. Desde la primera versión, ha dependido de una red de proveedores altamente especializados. En cada nueva generación, esta red se ha vuelto más sofisticada. Ahora Apple diseña los procesadores que llevan sus dispositivos, pero encarga su fabricación a terceros, en particular a TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company), líder mundial en chips de vanguardia. TSMC produce para los estadounidenses los chips basados en los nodos tecnológicos más avanzados (5 nm e inferiores), a menudo con procesos que ninguna otra empresa fuera de Taiwán puede igualar en escala y rendimiento. Además de TSMC, participan decenas de empresas que suministran: módulos de memoria (por ejemplo, SK Hynix, Samsung o Micron); módems y chips de comunicación (Qualcomm), sensores de imagen (Sony), circuitos de gestión de energía, controladores táctiles, antenas, y un largo etcétera. Este entramado queda perfectamente ilustrado en las listas de proveedores oficiales: cuando se fabrica un producto tan complejo, ni siquiera el gigante de Cupertino puede hacerlo todo. La fuerza de Apple reside en su capacidad de orquestar esa cadena con precisión quirúrgica, más que en fabricar directamente.
Un laberinto global y muy repartido
La cadena de suministro de semiconductores que hace posible un iPhone refleja la geografía industrial de la microelectrónica, cuyo control es también uno de los grandes objetivos geopolíticos del momento. Cada región ha desarrollado, a lo largo de décadas, una especialización que la hace insustituible en una parte concreta del proceso. No se trata de casualidad, sino de una combinación de políticas industriales, inversión sostenida, ecosistemas locales y economías de escala.
EEUU es líder mundial en el diseño de dispositivos electrónicos. Las empresas estadounidenses de electrónica de consumo, tecnologías de la información, automoción e industria producen el 35 % de los semiconductores que se utilizan en el mundo, especialmente en segmentos de alto valor añadido como: chips para centros de datos, procesadores para PC y servidores, diseño de arquitecturas de CPU y GPU (Apple, NVIDIA, AMD, Qualcomm, etc.). El know-how en diseño es la piedra angular del dominio estadounidense. Sin embargo, muy poca de esta producción se fabrica dentro de su territorio: los chips viajan a Asia para materializarse en silicio.
El taller del mundo electrónico está en la otra punta del mundo. La región que agrupa a la República Popular China, Taiwán y Corea del Sur constituye el principal centro de fabricación de dispositivos electrónicos del planeta. Entre los fabricantes integrados (Samsung, SK Hynix) y los foundries puros (TSMC, UMC, SMIC), concentran más del 60 % de la producción mundial de electrónica de consumo, teléfonos móviles y PC. Taiwán es el epicentro de la fabricación de chips de vanguardia. TSMC no solo fabrica para Apple: también lo hace para NVIDIA, AMD y cientos de empresas fabless. Corea del Sur, con Samsung y SK Hynix, es líder mundial en memorias DRAM y NAND, esenciales para almacenar datos en cualquier dispositivo. Por último, China continental ha crecido como plataforma de ensamblaje final y, cada vez más, como actor en procesos intermedios (encapsulado, prueba, y litografía de nodos maduros), además de ser el mayor mercado de electrónica de consumo. Sin esta región, literalmente, no se podría fabricar ningún iPhone.
¿Y qué ocurre con Europa o Japón? Europa no lidera el diseño de chips de consumo ni su fabricación en nodos avanzados, pero es esencial en ciertos sectores específicos como la electrónica para automoción (Bosch, Infineon, STMicroelectronics) o la automatización industrial. Sin embargo, su papel es clave en lo que se refiere a equipos y materiales para fábricas de semiconductores, gracias a ASML es el único proveedor mundial de máquinas de litografía EUV, las únicas máquinas capaces de crear los chips más avanzados. Por su parte, Japón mantiene una posición digna y fuerte en los sensores de imagen, electrónica de consumo, materiales químicos de ultra alta pureza y equipos de precisión para fabricación. La fortaleza europea y japonesa reside en su especialización tecnológica y en su fiabilidad como proveedores. Sin los equipos de ASML o los sensores de Sony, tampoco habría iPhone.
Esta distribución global tiene enormes ventajas: permite optimizar cada etapa en la región más competitiva, aprovechar ecosistemas industriales maduros y reducir costes. Pero también genera vulnerabilidades. La pandemia de 2020, las tensiones comerciales EE. UU.–China y las crisis geopolíticas recientes han puesto de relieve hasta qué punto el ecosistema global de la industria de los semiconductores es frágil. Un problema en las fábricas taiwanesas puede paralizar toda la producción mundial de smartphones. Las restricciones de exportación de EE. UU. a China afectan directamente a fabricantes que usan tecnología estadounidense en cualquier parte del mundo.
Las disrupciones logísticas (fletes marítimos, cierres de puertos) se traducen en retrasos y escasez. En otras palabras: el iPhone es un producto tan global como interdependiente. Cada vez que encendemos uno, estamos utilizando el fruto de una red industrial planetaria, cuya continuidad depende de equilibrios económicos, tecnológicos y geopolíticos delicados.
Una lección para el futuro tecnológico
La historia del iPhone ilustra un fenómeno más amplio: ninguna tecnología compleja es realmente "nacional". Los chips, las baterías, las pantallas OLED o los sensores no surgen en el vacío: son el resultado de décadas de innovación distribuida, cooperación empresarial y políticas públicas.
Hoy, muchos países están intentando relocalizar parte de la producción de semiconductores —Estados Unidos con la CHIPS Act, Europa con la European Chips Act—, pero reconstruir en pocos años lo que tardó décadas en formarse no es tarea sencilla. El valor no reside únicamente en tener fábricas, sino en construir ecosistemas completos: desde el diseño hasta la maquinaria, pasando por los materiales y la logística.
El iPhone, y por extensión cualquier smartphone moderno, es la prueba tangible de esa interdependencia. Y, a la vez, un recordatorio de lo vulnerable que puede ser un sistema tan extendido. El iPhone es mucho más que un icono tecnológico: es la manifestación visible de una cadena de valor global, altamente sofisticada y profundamente interdependiente. Ninguna región, empresa o gobierno puede replicar por sí sola todos los eslabones que lo hacen posible. Entender esta red invisible es esencial para comprender los desafíos industriales y geopolíticos de nuestro tiempo. Cada smartphone es, en última instancia, un producto planetario.