Netflix estrena el documental 'En el blanco: el ascenso y caída de Abercrombie & Fitch', un repaso a la historia de la empresa que triunfó a principios de los 2000 explotando la imagen del joven blanco apolíneo y bajo un paradigma que hoy su público objetivo rechaza de frente: cultura racista, exclusión y escándalos de abusos sexuales.
Si alguien a principios de la década pasada escapó a la repercusión del fenómeno Abercrombie & Fitch cuando llegó a España, expliquémoslo así: esa tienda ubicada en el barrio de Salamanca en la que jovencísimos modelos de formas apolíneas recibían sin camiseta a sus clientes a las puertas de una tienda palaciega y testosterónicamente perfumada con Fierce. La marca llevaba entonces dos décadas reinventando su imagen en Estados Unidos en base a la idea del joven rubio, blanco y con dinero que practica rugby o algún otro deporte con aires presuntuosos, y alzando un imperio con camisetas y sudaderas básicas a base de logo. Para entendernos, si su éxito se hubiese alargado unos cuentos años más, no habría sido extraño ver a Victoria Federica llegar en patinete, piti en boca, al St. George International School vistiendo una sudadera de la marca.
No son conjeturas. Desde que en 1992 Mike Jeffries se pusiera a los mandos de la empresa que pertenecía al magnate textil Les Wexner, fundador de la empresa matriz L Brands (la casa de Victoria’s Secret), todos los esfuerzos creativos y comerciales se centraron en alcanzar a ese público objetivo. Jóvenes caucásicos de clase alta, pertenecientes a fraternidades, deportistas y que condujeran todoterrenos con un golden retriever en el asiento del copiloto. Así lo muestra el documental En el blanco: el ascenso y caída de Abercrombie & Fitch, creado y dirigido por Alison Klayman, que acaba de estrenar Netflix.
Una fórmula que combinaba la herencia deportista y campestre inspirada en hombres como Teddy Roosvelt bajo la que se fundó la marca en 1892, con la sensualidad y la exclusividad. “Lo que Abercrombie hizo fue crear un término medio entre el sexo que vendía Calvin Klein y el estilo pijo estadounidense que vendía Ralph Lauren”, cuenta en la cinta Robin Givhan, crítica de The Washington Post. Junto al suyo, los testimonios de antiguos empleados de la marca, sus modelos y dependientes, periodistas y activistas que han seguido de cerca su trayectoria, ayudan a perfilar la historia de cómo entre finales de los 90 y principios de los 2000, esta se erigió como fenómeno pop. Las taquillas, carpetas y armarios forrados con las fotos de esos modelos de herencia clásica que, paradójicamente, vendían ropa desnudos, rinden buena cuenta de ello.
Esas imágenes también empapelaban las tiendas de la firma, cuyas ventanas cerradas al exterior obligaban a entrar a quien quisiera ser partícipe de la fiesta de luces y música de inspiración discotequera que tenía lugar en su interior. El artífice de esa estética que se convirtió en insignia de A&F fue el fotógrafo Bruce Weber, que había trabajado entonces para firmas como Calvin Klein. Tipos marcando bíceps recolgados de un árbol, tipos haciendo flexiones en lugares insospechados, tipos semidesnudos pasándoselo muy bien. “Cualquiera que estuviera prestando atención vería que había muchos hombres gays involucrados [en la definición de esa estética], pero lo hicieron de forma que eso pasa desapercibido para el gran público objetivo, que era el típico hetero universitario guay”, explica el periodista Benoit Denizet-Lewis. “Esa moda y esa definición de masculinidad calaron en los chicos gays de finales de los 90, aunque Bruce Weber no fue el primero en recrear estas escenas de chicos guapos homoeróticos que se remontan a la Antigua Grecia”.
“Clase, clase, clase”, repiten los entrevistados cuando se les pregunta qué es lo que la marca buscaba vender. La fórmula de éxito que le abrió en 1996 las puertas de Wall Street con la salida de Abercrombie & Fitch a bolsa. Se creó entonces un campus gigante en Ohio que aglutinaba a todos sus trabajadores con modelos piloto de sus tiendas y donde estos apenas podían diferenciar cuándo acababa el trabajo y empezaba la vida; las reuniones se fusionaban con fiestas y salidas en equipo hasta cuatro veces por semana. La firma se convertió así en campo de cultivo para lo que hoy identificamos como la hustle culture (la cultura del ajetreo y el trabajo 24/7). Ruido y celebración desmedida del éxito fácil que duró hasta que algunos clientes se empezaron a cuestionar lo que vendían y cómo lo vendían y la burbuja estalló: no todo su público objetivo en Estados Unidos era exactamente como ellos lo habían perfilado -caucásico y adinerado- y pronto las camisetas básicas con eslóganes que habían convertido en señuelo se empezaron a señalar por los mensajes racistas y que apelaban a las comunidades americanas racializadas que muchas de estas incluían.
La queja colectiva se canalizó a través del boicot a un modelo de camiseta en la que dos hombres asiáticos aparecían en una lavandería con un mensaje que rezaba: “Los Wong lo dejan todo bien blanco”. Estudiantes asiático-americanos acudieron a las puertas de diferentes establecimientos por todo el país a modo de protesta y Abercrombie no solo retiró dichos modelos; Mike Jeffries se aseguró que se prendía fuego a cada ejemplar. Sin embargo, otros prints como en el que un burro aparecía con un sombrero mexicano comiendo un taco diciendo “comer por la calle está güey” permanecieron, haciendo evidente que el problema de racismo en la firma tenía mayor calado.
No se trataba de una serie de frases en camisetas sobre las que nadie en el equipo se había parado a reflexionar. Era algo estructural. Empezando por sus tiendas. Los reclutadores y managers contaban con un manual de estilo que especificaba el perfil en el que debían encajar sus contratados e indicaba que los dependientes debían lucir “peinados limpios y depurados” y tachaban otros estilos, como las rastas, de “inaceptables”. Argumentos como “no podemos volver a contratarte porque ya tenemos a demasiados filipinos trabajando en la tienda” o el caso de una trabajadora negra -la única en la tienda- a la que siempre relegaban al turno de noche, de limpieza, para no ponerla cara al público comenzaron a destaparse y a principios de los 2000 algunos trabajadores interpusieron una demanda colectiva por discriminación racial que ganaron.
A pesar del dictamen, Abercrombie & Fitch jamás reconoció dicha discriminación que atentaba contra la Ley estadounidense de Derechos Civiles de 1964 y se limitó a hacer cambios como incluir la figura del jefe de diversidad, trabajar bajo la supervisión de un agente externo que arbitraría en materia de inclusión, y a empezar a contratar a personas racializadas en sus tiendas. En cinco años pasaron de ser una plantilla del 90% de trabajadores blancos a tener un 53% de trabajadores racializados. Pero había truco: los segundos trabajaban mayoritariamente en la trastienda y almacenes mientras los primeros lo hacían de cara al público y en calidad de modelos. En sus oficinas y en los puestos de mando siguieron primando los hombres blancos de mediana edad.
Mientras esto ocurría, en 2006, el CEO de la compañía, Mike Jeffries, daba las siguientes declaraciones que el periodista Benoit Denizet-Lewis publicó en Salon: “En todos los institutos hay chicos guais y chicos no tan guais. Sinceramente, nosotros nos dirigimos a los chicos guais. Al típico chico estadounidense atractivo con mucha actitud y muchos amigos. ¿Somos exclusivistas? Sin duda”. En 2009 las ventas ya habían caído considerablemente en Estados Unidos (un 17%), pero esto no impidió que la marca -que también abarcaba la firma Hollister-, bajo el mismo modelo aspiracional, siguiera abriendo sus famosas tiendas insignia plagadas de jóvenes descamisados en vaqueros de talle bajo y sandalias por toda Europa: en España se estrenó en Madrid en 2011 -y cerró en 2021-.
Fue en 2013, cuando la cultura del positivismo y la diversidad corporal ya venía calando en la conciencia colectiva y en las marcas impulsado por el altavoz proporcionado por las redes sociales, cuando el activista Benjamin O’Keefe se topó con las declaraciones de Jeffries y, en vista de lo poco que había cambiado a lo largo de esos siete años la marca, decidió iniciar una campaña de recogida de firmas para que Abercrombie & Fitch incluyera un tallaje más diverso. “Si el 60% de vuestros consumidores potenciales usa tallas grandes, ¿por qué no los incluís?”. La iniciativa derivó en un boicot colectivo de chicas y chicos que rechazaban la imagen canónica y de cuerpos exclusivamente hiperdelgados que esta promovía y reclamaban verse incluidos por la firma. Finalmente, O’Keefe, junto a varios expertos y representantes de organizaciones que trabajan con personas con trastornos alimenticios, fueron invitados a las oficinas de A&F para presentarles el reclamo y trabajar en busca de cambios. Un año después, en 2014, Mike Jeffries -que no se había presentado a dicha reunión- dimitió de su cargo como directivo y desapareció del mapa sin mediar explicación sobre la deriva de la empresa.
Comenzó con su partida todo un proceso de rebranding y borrado íntegro de su imagen y valores que, ya adentrados en la era del marketing activista y del #MeToo, y con Fran Horowitz como directora ejecutiva desde 2017, ha seguido esquivando las balas cargadas por un equipo y una identidad de marca que no tiene cabida con el consumidor joven del siglo XXI. Si ya en 2016 una encuesta la señaló como la marca más odiada por los jóvenes en Estados Unidos, en 2022 las cifras siguen confirmando esta tendencia: un informe publicado por UniDays el pasado marzo apunta que un 87% de los jóvenes de la generación Z cree que debería haber una mayor igualdad de género e inclusión en la moda.
Las denuncias sobre conductas inapropiadas en el seno de la empresa a lo largo de los años continúan. Algunos de los modelos entrevistados en el documental relatan sus experiencias de supuesto abuso sexual y de poder por parte del fotógrafo Bruce Weber cuando este les reclutaba para las sesiones. El artífice de la imagen Abercrombie & Fitch fue a juicio en 2020 tras recibir una denuncia de esta misma naturaleza por la que fue absuelto. Y en 2021 esto volvía a ocurrir: el caso se saldó con una acuerdo económico para silenciar al denunciante. Les Wexner, el antiguo propietario de L Brands, también fue acusado de colaborar con Jeffrey Epstein facilitándole el contacto con jóvenes modelos a las que invitar a sus fiestas. Y Mike Jeffries, desaparecido del mapa mediático, ha quedado retratado como cabecilla de todo aquello de lo que la moda quiere despojarse hoy. «La historia de Abercrombie es básicamente una increíble denuncia de cómo era nuestra cultura hace solo diez años. Era una cultura que aceptaba con entusiasmo una visión blanca y de clase alta del mundo. Era una cultura que definía la belleza como ‘delgado, blanco, joven’, y a la que le parecía bien excluir a los demás», reflexiona al final del documental la crítica Robin Givhan. «Entonces, ¿lo hemos solucionado?», pregunta Alison Klayman. La periodista responde: «No».
MARÍA LÓPEZ VILLODRES |
https://smoda.elpais.com/moda/el-auge-y-caida-de-abercrombie-fitch-o-como-el-ideal-de-nino-pijo-blanco-fracaso-estrepitosamente/