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Varias personas se resguardan de la lluvia bajo el paraguas en la calle.
(Unsplash)
Estudios recientes alertan de la presencia de microplásticos en las gotas de lluvia. Estas pequeñas partículas contaminantes quedan atrapadas en la atmósfera, viajan por el aire e incluso forman nubes
Cuando un gallego pasea por los verdes y húmedos parajes de A Coruña, pensaría que lo que respira es aire puro, en comparación con la sombra contaminante que cubre las grandes metrópolis como Madrid o Barcelona. Que la lluvia que cae es fresca, limpia y purificante, porque los arroyos que serpentean cristalinos son ajenos a la polución. Pero la realidad es muy distinta. Una amenaza invisible flota en el aire y desciende con cada gota de lluvia: partículas de microplásticos, diminutos fragmentos de fibras microscópicas desprendidas de nuestra ropa o los residuos de un mundo saturado de plástico. Todos esos contaminantes quedan atrapados en la atmósfera. Está lloviendo plástico, y estamos haciendo como si nada.
En cierto modo, hemos cambiado una amenaza por otra, solo que esta tiene difícil solución. En los años 70, la lluvia ácida era el gran enemigo ambiental en Europa. La quema de carbón y los gases de las fábricas saturaban el aire con contaminantes que transformaban las precipitaciones en ácido. Los bosques y los ríos morían, incluso algunos edificios se dañaban. Fue una demostración clara de aquel dicho que reza que todo lo que sube, baja. El problema llevó a regulaciones estrictas: en los 90 se impusieron límites a las emisiones industriales. Hoy, la lluvia ácida sigue existiendo, pero en gran medida es un problema controlado. Sin embargo, ahora enfrentamos un peligro aún más grave. La lluvia está saturada de toxinas modernas: microplásticos y otras sustancias químicas que plantean riesgos desconocidos para la salud pública. Y a diferencia de los contaminantes de antaño, estos son casi imposibles de erradicar.
Estudios recientes confirman que diminutos fragmentos de plástico flotan constantemente en la atmósfera, desplazándose miles de kilómetros y afectando incluso a la formación de nubes. “Donde hay personas, hay plástico”, explica a El Confidencial Roberto Rosal, ingeniero químico e investigador de la Universidad de Alcalá de Henares. “Lo emitimos y la naturaleza nos lo devuelve. En este caso en forma de lluvia”. Y esto podría estar alterando no solo la calidad del aire y del agua, sino también los patrones climáticos. Los microplásticos han llegado a rincones insospechados del planeta, como la cima del Everest. Se han documentado en ciudades densamente pobladas, pero también en remotas y deshabitadas montañas. Lo que un país contamina en un lugar del mundo, puede terminar a miles de kilómetros, cayendo en forma de lluvia en otro territorio lejano.
Los investigadores han detectado estas sustancias químicas en las precipitaciones de países de todo el globo: Estados Unidos, Suecia, China y hasta la Antártida, muchas veces en niveles superiores a los considerados seguros para el agua potable. En un estudio publicado en 2024, titulado "Están lloviendo PFAS en el sur de Florida", se analizó el agua caída en los alrededores de Miami y se encontraron más de 20 compuestos de plástico. Los autores concluyeron que, basándose en las recomendaciones sanitarias, ninguna agua de lluvia sin tratar se consideraría segura para el consumo.
La fuente de esta contaminación está en todas partes. “Los plásticos los generamos nosotros”, insiste Rosal. “A veces hacemos un mal uso de ellos, convirtiéndolos en residuos incontrolados. Otras veces, son los propios productos los que están diseñados para desprender partículas diminutas: los forros polares, la ropa de poliéster, cualquier fibra sintética”. Estas microfibras, prácticamente invisibles, dominan la contaminación plástica en el aire.
Otros estudios afirman que las carreteras también son un caldo de cultivo para este tipo de contaminación. Los neumáticos y frenos de los coches expulsan microplásticos con cada frenazo y cada giro de rueda. El origen del problema está en nuestra dependencia del plástico. En 1950, el mundo producía 2 millones de toneladas al año. Para este 2025 podríamos acumular 11.000 millones de toneladas de residuos plásticos dispersos en el planeta.
¿Y cómo llega a la lluvia?
Rosal y su equipo han estudiado su presencia en el aire de distintas ciudades españolas. En Madrid y Barcelona, por ejemplo, midieron la precipitación de microplásticos con colectores atmosféricos. “En la Puerta del Sol, estimamos que se producen un millón de microplásticos al día”, explica. “Si luego los pesamos, nos damos cuenta de que es una cantidad minúscula en masa, pero gigantesca en número. Todo ese material que arrastra la lluvia termina en el suelo, en los cauces de los ríos, en los embalses. Y de ahí, a las plantas de tratamiento de agua, y finalmente, a nuestros grifos”. En otras palabras, lo que llueve, lo bebemos. El problema es que lo que hace al plástico tan útil (su resistencia) es también lo que lo convierte en un contaminante que nunca desaparece del todo.
El viento es el mayor trasportador de microplásticos. Así como el polvo del Sahara cruza el Atlántico y fertiliza la selva amazónica, estas partículas diminutas pueden recorrer miles de kilómetros antes de descender de nuevo a la superficie. Su ligereza les permite flotar en la atmósfera durante largos periodos, lo que amplía su radio de dispersión e incluso juegan un papel en la formación de nubes. Ya en 2019, los investigadores hallaron estas partículas en la nieve de los Pirineos, una prueba de que habían viajado largas distancias a bordo de la atmósfera antes de precipitarse con la lluvia o la nieve. Esto podría tener implicaciones drásticas en el clima: un cielo saturado de plástico favorecería la formación de nubes de hielo en altitudes elevadas, que contribuyen al calentamiento global o a alterar los patrones de precipitaciones.
En otro experimento español, investigadores de la Universidad de Alcalá de Henares, con el apoyo del Instituto de Tecnología Espacial, lograron instalar filtros y medidores en aviones militares para analizar el aire. “Conseguimos volar sobre Madrid, recorriendo la Castellana de arriba a abajo”, recuerda Rosal. “Encontramos cantidades de microplásticos, con más de un microplástico por metro cúbico de aire. Luego extrapolamos los datos al volumen de aire sobre la M-40 y llegamos al billón de microplásticos flotando sobre Madrid”. Rosal aclara que, aunque son cifras no demasiado alarmantes de momento, el plástico es un excelente vehículo para la vida microscópica. Sus características físicas permiten que bacterias y otros microorganismos se adhieran a su superficie, lo que podría convertir a los microplásticos en un medio de transporte global para patógenos. “Es un riesgo que apenas estamos empezando a evaluar”, advierte el investigador.
El fin del recorrido: en el agua del grifo o embotellada
La lluvia arrastra consigo estas diminutas partículas hasta aguas subterráneas, ríos y embalses que abastecen los sistemas municipales de agua potable. Aunque las plantas de tratamiento eliminan más del 70% de estos contaminantes, una fracción aún logra atravesar los filtros y llegar hasta el agua del grifo. En uno de los estudios más recientes, publicado en la revista Water Research, científicos españoles de varias universidades y centros de investigación del CSIC descubrieron la presencia de microplásticos en el agua de la red de ocho ciudades de la península Ibérica, entre las que se encuentran Madrid, Barcelona, Vigo, A Coruña, Murcia, Cartagena y también en Canarias. Los peores datos correspondieron a Madrid, que llegó a superar los 30 microplásticos por metro cúbico de agua.
Otra investigación española publicada en Nature confirmaba hace unos años que el agua embotellada que se vende en España (la de las cinco empresas con más ventas del país) también contiene microplásticos. Las cantidades son muy pequeñas, pero en comparación con el agua del grifo hay bastantes más fragmentos en número y en masa total, casi 100 veces lo que aparecía en la red de abastecimiento. “En términos generales tienen cantidades y composiciones parecidas, destacando el poliéster, del que están hechas las botellas, y el polietileno, del que están hechos los tapones”, explica Rosal. También destacan las fibras, probablemente, de origen textil; así como otras cantidades de microplásticos muy diversos.
El impacto de los microplásticos en la salud humana es una cuestión compleja y poco probada. Si bien los científicos han identificado su presencia en diferentes partes del cuerpo, como los testículos, la placenta y la leche materna, la magnitud del daño potencial es incierta. Un estudio reciente sugería que su existencia en el cerebro podría estar relacionados con el cáncer, las enfermedades cardíacas y renales, y el alzhéimer. Sin embargo, los investigadores españoles apuntan a que las partículas más grandes no presentan un riesgo inmediato, ya que las expulsamos fácilmente. “Las más pequeñas, capaces de atravesar barreras biológicas como el epitelio intestinal, podrían ser problemáticas, aunque su cantidad en el cuerpo sería menor y difícil de medir con precisión”, apunta el experto.
La conclusión de todas estas líneas de investigación es que el planeta está sucio, aunque la suciedad sea difícil de ver. Estas sustancias químicas están en la lluvia porque abundan en el medio ambiente, y están en el medio ambiente porque abundan en la lluvia. Y lo único que sabemos es que estarán presentes durante muchísimo tiempo. “Vivir sin plástico es imposible. No podemos retroceder al mundo de 1950. Los hospitales están hasta arriba de plástico. Podríamos intentar sustituirlo por otros materiales como vidrio o metales, pero entonces nos encontraríamos con que estamos generando mucha huella de carbono para producirlos o para transportarlos. Es muy difícil prescindir del plástico. Lo que sí podemos hacer es presionar para que las compañías fabricantes hagan plásticos más seguros y sin aditivos”, concluye el experto.