miércoles, 9 de abril de 2025

¿La soledad es enemiga o aliada? La clave está en cómo la vivimos



(istock)


En un mundo hiperconectado, la soledad sigue siendo una de las grandes paradojas de nuestro tiempo. A menudo temida y malinterpretada, puede ser tanto un refugio necesario como un peso insoportable



La soledad es una de las experiencias que todos los seres humanos hemos experimentado alguna vez y que, aunque sea ocasionalmente, nos va a acompañar a lo largo de la vida de una forma u otra. Aunque la Academia de la Lengua la define como "la carencia voluntaria o involuntaria de compañía", el concepto de soledad, en el idioma español, casi siempre se asocia a un tono negativo. Y esto se comprueba por los sinónimos que la misma Academia nos ofrece, como "aislamiento, abandono, incomunicación, desamparo, destierro, clausura". La mayoría de las personas considera que si uno elige voluntariamente la soledad es por haberse decepcionado del mundo y de la humanidad, es decir, por un suceso negativo, y con la finalidad de protegerse.

Sin duda, la soledad involuntaria, que implica carencia de otras personas con las que nos sentimos amados, comprendidos y unidos, debe etiquetarse de ‘negativa’. Produce malestar psicológico y facilita la depresión, la ansiedad y otros problemas, como el propio suicidio. Aunque es un problema que va incrementándose en las sociedades modernas, por la pérdida de los intensos lazos familiares de culturas más tradicionales, se hizo especialmente evidente durante la pandemia, sobre todo en los ancianos.

Para evitarla, es clave desarrollar relaciones interpersonales significativas con quienes sintamos que podemos confiar en ellos y que estarán allí si los necesitamos. Esta red social que sentimos que nos ayudaría si se requiere, lo que en psicología se denomina "apoyo social percibido", es el factor aislado que se considera que constituye el mayor protector del malestar psicológico. Cuando las personas no pueden desarrollar esta red, por emigración a otros territorios o, en el caso de los ancianos, porque muchas de sus amistades ya han fallecido o tienen discapacidades que les impiden conectar entre ellos, las autoridades sociosanitarias deberían adscribir recursos para paliar este problema, mediante sistemas de voluntariado, por ejemplo.

¿Cuál es el origen de la soledad? El ser humano se siente diferente y separado del mundo y de los demás seres vivos y por eso dedicamos nuestra vida a la conexión: a sentirnos queridos, aceptados, entendidos por otros, ya sea parejas, amigos o familiares, mascotas u otros seres vivos. La mayor gratificación la obtenemos de la conexión. Un hecho bien conocido en los estudios psicológicos es la aparente paradoja de que las personas son más felices cuando se dedican a hacer felices a otros seres humanos que cuando buscan, exclusivamente, su propia felicidad.

Sin embargo, desde la perspectiva psicológica, distinguimos dos tipos de soledad, como se describe más claramente en el idioma inglés: Primero, una soledad negativa, que rechazamos (‘loneliness’ en inglés). Es una sensación de aislamiento no buscado sino impuesto por las circunstancias, con la percepción de que nos falta algo, de que no tenemos nadie con quien contar. Es la acepción estándar en español. La forma más amarga de soledad es sentirla incluso cuando estamos acompañados de gente, porque percibimos que no nos quieren o no nos entienden. Segundo, una soledad positiva, agradable (‘solitude’ en inglés). Es un estado constructivo de compromiso con uno mismo y constituye más un estado mental que una circunstancia física real de aislamiento. Es una soledad buscada voluntariamente, deseable, que se adquiere con el crecimiento personal, y que es ideal para la meditación, la espiritualidad y la creación. La soledad positiva se desarrolla y aprecia conforme maduramos emocionalmente y será una gran compañera. Se asocia a bienestar psicológico y afecto hacia los demás. Por eso, los retiros voluntarios suelen constituir experiencias extraordinariamente valiosas.

Pero debemos ser conscientes de que, aunque tengamos relaciones significativas y valiosas con las que sentimos que podemos contar, la sensación de compañía es una especie de falacia. En los momentos clave de la vida siempre estamos solos. Nacemos y, sobre todo, morimos solos, porque, aunque tengamos la suerte de estar acompañados en ese momento, nadie puede morir por nosotros, en nuestro lugar. Los que nos vamos somos nosotros. Y en las grandes decisiones de la vida, aunque pidamos consejo o tengamos personas con quien compartirlas, quienes en última instancia decidimos y experimentaremos las consecuencias positivas o negativas somos nosotros.

En esos momentos que todos vamos a tener que experimentar, necesariamente, a lo largo de la vida, es útil tener una ‘figura de apego’. Cuando somos niños, nuestra respuesta más frecuente, ante cualquier situación, es observar la conducta de nuestros padres, y seguirla como modelo. De adultos, también resulta útil tener una figura de referencia, sobre todo cuando las cosas no nos van bien o no sabemos qué hacer. Suelen ser figuras de sabiduría, que nos orientan sobre cómo actuar; pero también que sabemos que muestran hacia nosotros un gran cariño y aceptación. Si tenemos creencias espirituales pueden ser figuras de esas tradiciones como la Virgen, Jesucristo o Buda, o personas que sentimos que encarnan grandes valores humanos como Teresa de Calcuta, Mandela, el Papa o el Dalai Lama. También pueden ser familiares, generalmente de nuestra niñez, como padres o abuelos, que representasen estas cualidades de sabiduría y bondad. Tomar como modelo a alguna de esas figuras, para saber cómo responder a situaciones negativas, puede facilitar la resolución de muchos conflictos. Y, sobre todo, ayuda a mitigar esa sensación de soledad que resulta consustancial al ser humano.