- La polución ambiental en Irak y Siria sigue matando a la población
El paisaje después de la batalla no sólo es desolador sino también tóxico. Lo saben bien en Indochina y ahora lo están descubriendo en Siria, mientras que en Irak hace años que un alud de pruebas choca contra un muro de ocultación. La guerra no sólo mata en el acto, sino también a cámara lenta, con una polución desaforada –del aire, del agua y de la tierra– capaz de causar enfermedades y malformaciones aún décadas después del último disparo.
A los efectos nocivos de los metales pesados de municiones, bombas y carros de combate –sobre todo, plomo, pero también titanio o mercurio- hay que añadir, desde hace unos años, los derivados del uso de uranio empobrecido en proyectiles y blindajes. A los que se suma, en Oriente Medio, el terrorismo ambiental al que han venido recurriendo milicias como Estado Islámico, con el incendio deliberado de pozos de petróleo o vertidos de crudo para envenenar acuíferos y campos de cultivo.
Por todo ello, la Asamblea del Medio Ambiente de las Naciones Unidas ha vuelto a aprobar este mes una resolución específica alertando de la polución en zonas de conflicto. Ya lo hizo el año pasado. Irak, uno de los países con más damnificados y donde la investigación médica lleva un cierto recorrido pese a los muchos obstáculos, ha sido quien ha puesto el asunto sobre la mesa en la asamblea de Nairobi. El ministro de Medio Ambiente iraquí, Qutaib al Jubury, lleva años denunciando el uso del petróleo como arma de guerra terrorista.
Mientras desde Londres se anuncian nuevas oenegés enfocadas en este campo, otros actores políticos o sociales se muestran incómodos por la discusión de la guerra o del terrorismo en términos medioambientales
Pakistán, en nombre del Grupo de los 77, también ha insistido en prestar más atención al daño medioambiental en escenarios bélicos y posbélicos. No obstante, países más poderosos han quitado hierro –y plomo– a la resolución, que de todos modos –como las otras doce aprobadas– no es vinculante. En su versión final, por ejemplo, se elimina la referencia al grave riesgo de que las instalaciones industriales sean objetivo militar o al riesgo transfronterizo que representan los vertidos. También se prohíbe al organismo ambiental de la ONU que se entrometa en la definición de terrorismo y ciñe su intervención a escenarios posbélicos.
Al mismo tiempo, mientras desde Londres se anuncian nuevas oenegés enfocadas en este campo, otros actores políticos o sociales se muestran incómodos por la discusión de la guerra o del terrorismo en términos medioambientales, como si de lo que se tratara fuera de matar más limpiamente y con certificado verde.
En cualquier caso, el tercer encuentro de la Asamblea del Medio Ambiente de la ONU, con ministros y expertos de todo el mundo, tras tres meses de negociaciones y no pocas intromisiones, ha dado un tímido paso adelante con la aprobación de esta resolución de “control y mitigación de la polución en áreas afectadas por conflicto armado y terrorismo”. El director de la agencia ambiental de la ONU, Erik Solheim, se felicita por haber concienciado de que la consolidación de la paz y la reconstrucción de un país pasa por restaurar la calidad del aire, del agua y del suelo y de que su descuido perpetúa la catástrofe y cronifica la enfermedad.
En aras del consenso, el texto aparta el foco de los ejércitos y lo pone en los grupos terroristas. Como el autodenominado Estado Islámico (EI), que se esfumó de sus últimos reductos –primero en Mosul y luego en los alrededores de Kirkuk o en Deir Ezzor– tras prender fuego a varios pozos de petróleo. Lo hicieron por venganza y para dificultar su persecución desde el aire, pero estos siguieron ardiendo y emponzoñando el aire muchos meses después. El EI emulaba así a Sadam Husein, que en 1991 evacuó Kuwait después
de incendiar cientos de pozos.
También se denuncia la contaminación derivada del refinado pedestre de petróleo al que han recurrido las milicias yihadistas para financiarse. PAX, una oenegé cristiana con sede en Holanda, se congratula de que por fin se ponga el foco en las víctimas silenciosas.
Los efectos persistentes del gas mostaza son conocidos desde la Segunda Guerra Mundial. El agente naranja y el napalm han quedado adheridos a la infamia de Vietnam. Tampoco necesita presentación el drama de las minas, que siguen mutilando a campesinos décadas más tarde. Pero menos gente está al corriente del actual debate sobre los efectos del uranio empobrecido, cuya radiación es invisible y para siempre. Y en ciudades arrasadas como Alepo, Mosul o Deir Ezzor, la gestión de millones de toneladas de escombros de todo tipo plantea grandes interrogantes.
Cabe decir que sólo en el 2015, EE.UU. lanzó 22.000 bombas en Irak y Siria. Rusia siguió la misma senda en Siria desde septiembre de aquel año. Mientras que el número de balas disparadas por los contendientes se eleva a miles de millones. Este mismo año, Washington ha reconocido el uso de proyectiles de uranio empobrecido –más denso que el plomo– en dos operaciones contra el Estado Islámico. Pero en Irak lo hizo de forma mucho más masiva. También lo hizo el Reino Unido, a menor escala, en Basora. Las dos potencias anglosajonas, junto a Francia, han vetado sistemáticamente –con el apoyo de Israel– las resoluciones de las Naciones Unidas para identificar y descontaminar áreas afectadas por esta arma de destrucción perpetua.
Aunque estas potencias insisten en que no hay pruebas concluyentes que vinculen el uranio empobrecido o la incineración al aire libre de basura en bases militares al aumento de enfermedades, el caso es que uno de cada siete veteranos de Irak presenta problemas respiratorios o de otro tipo. Y no necesitan dar muchos detalles de su “enfermedad crónica multisintomática” para recibir una pensión. También se ha registrado un enigmático aumento de los casos de cáncer, y muchos han terminado pagando con su vida, entre ellos, el hijo del entonces vicepresidente Joe Biden. Huelga decir que los datos relativos a los damnificados civiles de Irak son todavía más brumosos y que los responsables se lavan las manos.
El caso es que los metales pesados de munición y armamento son muy perjudiciales para las mujeres embarazadas y para los bebés. El plomo, que el feto absorbe de la madre, tiene consecuencias nefastas para su sistema neurológico y su crecimiento. Una universidad estadounidense, con investigadores iraníes e iraquíes, ha estudiado el impacto de la guerra en hospitales de Faluya, Basora y Bagdad y asegura haber detectado en los dientes de leche niveles de plomo hasta 50 veces superiores a los de Teherán o Beirut. También da cuenta de la multiplicación de abortos espontáneos y de malformaciones infantiles respecto a los años noventa.
No hay batalla limpia, y las instalaciones de tratamiento de residuos se han convertido en los primeros objetivos de cualquier bombardeo, justo después de las centrales eléctricas o los depósitos de agua. Y la recogida de basuras es lo último que se normaliza. La peste de la guerra.
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