El 28 de mayo de 2020, cuando el mundo ya había asimilado que la pandemia de covid-19 iba a provocar cientos de miles de muertes en todo el mundo, generaría una caída del PIB global sin precedentes y agudizaría las tensiones geopolíticas entre las dos grandes potencias nucleares del mundo, publiqué un libro. Se llamaba 'La trampa del optimismo' y denunciaba cómo las visiones demasiado positivas del futuro tienen consecuencias funestas. Nunca había hecho nada más a destiempo en mi vida desde que, a finales de los años ochenta, le pedí a mi padre que comprara un reproductor de vídeo Beta y no VHS.
Esto suele ocurrir con los libros, al menos cuando no se escriben muy rápido: entre el momento en el que son concebidos (en mi caso, 2012), escritos (primera mitad de 2019) y publicados, el mundo puede haber cambiado por completo. Pero, en muchas ocasiones, no es tanto el mundo lo que cambia rápidamente, sino las ideas que se tienen sobre él.
El mercado de las ideas se parece más a otros mercados de lo que con frecuencia se cree. El valor de una idea, en muchos sentidos, funciona como el de los activos que cotizan en bolsa. Es discutible que una acción tenga un valor objetivo, porque este responde a muchos factores distintos. Pero sí se puede estar más o menos de acuerdo en que, a veces, tiene un precio absurdo porque todo el mundo la quiere (y sube disparatadamente de precio) o porque nadie la quiere (con lo cual, por razones difíciles de explicar, apenas se paga por algo que tiene cierto valor).
Lo mismo sucede con las ideas: es discutible si una idea es buena o mala, pero se puede advertir cuándo alguna está muy cotizada porque se convierte en una especie de moda de la que todo el mundo quiere participar. En mi libro, yo denunciaba una moda intelectual, la del optimismo desbordado de los años noventa: entonces, los intelectuales, economistas y científicos sociales más reputados —y, por tanto, mejor pagados y con quienes los poderosos querían hacerse fotos— eran los que anunciaban un futuro lleno de prosperidad, democracia y cosmopolitismo. Había ciertas razones para mantener esa postura. En la actualidad, también las hay para mantener la contraria, pero eso no quita que sea una moda. Si hoy quiere tener buena reputación como pensador, analista o simple autor, muéstrese muy, muy pesimista. Cotizará más.
¿Riesgo inminente?
Lo pensaba al ver la montaña de libros que se acumulan en la mesa donde voy dejando las novedades editoriales. Sus títulos podrían hacernos pensar que el mundo se acaba: 'Sobrevivir a la autocracia', 'La tiranía del mérito' (leí hace un tiempo su contrario, 'La tiranía de la igualdad'), 'El fin siempre está cerca', 'La neoinquisición', 'Crisis', 'El crepúsculo de la democracia', 'La amenaza más letal', 'La nueva edad oscura'. Muchos son libros excelentes, pero todos tienen en común una visión extremadamente pesimista, la sensación de que todo lo bueno está en riesgo inminente y el anuncio de una era nueva y peor, a pesar de que varios de ellos no tienen nada que ver con la pandemia.
Si hay tanta gente hablando mal del futuro es porque el mercado lo está recompensandoPor supuesto, cualquier apelación al optimismo sería un poco tonta en el contexto que vivimos. Todo lo que podía salir mal parece estar saliendo mal y muchas de las cosas que creíamos que podían ir bien, simplemente, no están sucediendo. Sin embargo, a pesar de que, insisto, existe una base evidente para ese pesimismo, tengo la sensación de que este vuelve a ser 'cool'. La mayoría de nosotros no somos 'trend setters' —no creamos tendencias intelectuales que los demás siguen—, sino 'followers' —nos sumamos a las tendencias que pensamos que nos favorecen—. Si hay tanta gente hablando mal del futuro es porque el mercado lo está recompensando.
Pero eso, por supuesto, tiene sus riesgos. Existe una 'trampa del optimismo', pero existe también una 'trampa del pesimismo'. El pesimismo es útil en muchos sentidos: previene futuras decepciones, atenúa los excesos de entusiasmo que suelen generar disparates políticos y económicos y sirve de recordatorio de que, a fin de cuentas, a medio plazo estaremos todos muertos. Pero no siempre es razonable: el pesimismo es un recurso eficiente si sirve para prepararse para lo peor, pero es inútil si conduce a creer que lo peor es irremediable (excepto en lo de la muerte, claro).
El pesimismo es un recurso eficiente si sirve para prepararse para lo peor, pero es inútil si conduce a creer que lo peor es irremediableNo sabemos, o yo al menos no sé, dónde está el punto justo virtuoso entre ambas posturas. Aunque sí sabemos una cosa: ese punto justo no sirve para escribir libros atractivos ni artículos de periódico con titulares irresistibles. La clase de ensayo que yo escribiría sobre las circunstancias actuales se podría titular: “Estamos mal. Pero la historia demuestra que hemos salido de situaciones peores. Sin embargo, tampoco esto es seguro”. Imaginen ustedes cuántos vendería.
Los cambios en el estado de ánimo de la intelectualidad (o como queramos llamar ahora a esa mezcla de periodistas, científicos sociales y participantes en charlas TED) no son nada raro. Forman parte de lo que de manera optimista se llama “debate público”, pero en realidad es una carrera de egos dominada por las escasas posibilidades de destacar y el poco dinero que hay en juego para la inmensa mayoría de los participantes. Por encima de eso, aunque a veces no se crea, hay una genuina vocación de encontrar la verdad y de hacer un análisis preciso y potencialmente útil de la realidad, sin importar si el mercado lo recompensa o no.
Pero nadie es ajeno al precio de los activos del mercado, ni siquiera quien busca la verdad de la manera más sincera y desinteresada. Todos queremos apostar por ideas ganadoras. Muchas veces, como me pasó a mí al escoger Beta frente a VHS, o al pensar que lo que el mundo necesitaba era una denuncia de los peligros del optimismo, nos equivocamos. O parecemos extravagantes. Ojalá ahora también se estén equivocando quienes han apostado todo su dinero por el pesimismo.
AUTOR
RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ 22/09/2020