A las cinco y media de la mañana, en una casa de dos plantas de Bromley, al sur de Londres, suena la alarma del móvil de Beatriz Mateos, enfermera española de 23 años. Se levanta de la cama de una habitación por la que paga 550 libras (755 euros) al mes. Se da una ducha en el baño que comparte con otros dos de sus cinco compañeros de piso, y desayuna un muy británico porridge mientras ve la BBC. Sale de casa, se pone los cascos con música latina “para alegrar el día”, y coge el tren para empezar su turno de 12 horas y media en la unidad de hemodiálisis del hospital King’s College, uno de los mejores del país.
Mateos es una de las centenares de enfermeras españolas que emigran cada año a Reino Unido. La reclutaron el año pasado en la universidad barcelonesa Ramon Llull. Un puesto fijo. 1.800 libras (2.470 euros) al mes por tres jornadas a la semana, más noches y turnos extra. No se lo pensó dos veces. “Cada vez estoy más a gusto”, explica. “Cuando llegué lo pasé muy mal. Pero después de todo lo que me ha costado venir, no me compensaría dejarlo. El salario está muy bien, aunque la vida en Londres es muy cara. Y sé que cuando vuelva a España será muy difícil tener un trabajo fijo”.
Un 11% del personal de la sanidad pública británica (NHS) viene de fuera de Reino Unido, un porcentaje que sube cuanto más cualificado es el trabajo. Entre los médicos, el 26% es de fuera, un dato que llevó a la Asociación de Médicos Británicos a señalar que, sin la contribución de profesionales extranjeros, “muchos servicios del NHS tendrían serias dificultades para proporcionar la atención adecuada a sus pacientes”.
“Londres es una ciudad muy multicultural y en el hospital esto se ve reflejado”, explica Mateos. “Hay muchos españoles, cada vez más debido a cómo está la sanidad en España. También hay filipinos y chinos. Es una ventaja poder trabajar con gente de todo el mundo. Pienso que este país no funcionaría sin toda la inmigración. Reino Unido está impulsado por los inmigrantes”.
La situación no es exclusiva de la sanidad. Empleadores de diferentes campos reclutan trabajadores extranjeros alegando la dificultad de encontrar mano de obra nacional, en un país donde la tasa de desempleo es menor del 6%. Sin embargo, dos de cada tres británicos son partidarios de reducir el número de inmigrantes que llegan al país, según un estudio del Observatorio para la Inmigración.
Al llegar al poder, Cameron prometió —“sin peros, sin condiciones”— rebajar la inmigración neta de los centenares de miles a las decenas de miles. El incumplimiento fue sonado: el total de extranjeros que vino a trabajar a Reino Unido menos el total de británicos que se fue a trabajar al exterior fue de 260.000 personas entre junio de 2013 y junio de 2014. La segunda mayor subida interanual (43%) desde que existen registros.Desde que Cameron llegó al poder en 2010, el número de inmigrantes procedentes de otros países de la UE se ha duplicado hasta superar los 170.000.
Hoy solo el partido antieuropeo UKIP plantea en su programa una reducción drástica del número de inmigrantes. Pero en la agenda de negociación de los tories con las autoridades europeas está la limitación de derechos a los inmigrantes europeos que llegan al país, algo que podría colisionar con el principio de libre circulación de personas. Con el referéndum sobre la permanencia en la UE en el horizonte, prometido por Cameron si sigue en el poder, numerosos estudios, como el publicado recientemente por el think thankOpen Europe, consideran que, en el caso de que Reino Unido saliera, la única manera de seguir con las cifras actuales de crecimiento económico sería mantener los números de inmigración.
“Los argumentos se exageran a ambos lados”, opina el catedrático de la City University Michael Ben-Gad, experto investigador en el impacto de la migración en la macroeconomía. “Los que se oponen señalan el efecto en la bajada de sueldos y en el desempleo local. Y los empresarios defienden más libertad de movimiento sin matices. La realidad es que hay un efecto en los salarios, pero es relativamente bajo, y un aumento en los retornos al capital. La sociedad en conjunto se beneficia si la gente se mueve”.
Ben-Gad aporta otro análisis más a largo plazo. “La sociedad británica envejece y hay que mirar qué va a pasar con el gasto público para atender a esa población envejecida”, explica. “O los británicos tienen más hijos o hará falta más inmigración para costear los servicios que va a necesitar esa población. Los conservadores hablan de acabar con el déficit público en cinco años. Para conseguirlo hay que recortar el gasto público, y eso es difícil con una población vieja”.
Un estudio de la College University, publicado en noviembre, el más completo hasta la fecha, señala que los inmigrantes europeos son aportadores netos (20.000 millones de libras o 27.500 millones de euros) a las arcas del Estado: pagan más con sus impuestos de lo que reciben en ayudas. Lo contrario sucede con la inmigración extracomunitaria. “El beneficio para la sociedad de la llegada de inmigración cualificada es muy alto”, explica Ben-Gad. “Pero lo cierto es que los británicos tienen la impresión de que la sociedad ha cambiado mucho y muy rápido por la inmigración, y es verdad que ha sido así, sobre todo en las ciudades. Hay un sentimiento de que han sido invadidos y eso no gusta. Pero decir eso abiertamente no es aceptable en política. Por eso los políticos recurren a argumentos económicos. No les preocupa ese cambio, dicen, sino el impacto económico. Y eso no es real”, añade.
Nadie podría defender que trabajadores como la enfermera Beatriz Mateos, cuya formación ha sido costeada en España, representan una carga para las arcas públicas de Reino Unido. “Nada que ver con los miles de jubilados británicos que viajan al sur para que les cuide el Estado español”, bromea Mark Boleat, presidente de la corporación de la City de Londres, donde está radicado el sector financiero del país, uno de los principales partidarios de que el país permanezca en la UE y, por tanto, de que se mantenga el flujo actual de inmigración europea. “La dificultad con la inmigración es que la realidad no se parece nada a lo que percibe la gente. Hay que tener un debate de más calidad”.
En Reino Unido, como en otros países, la percepción de la gente es que hay más inmigrantes de los que realmente hay. Una encuesta de Ipsos Mori de octubre pasado reveló que los británicos creían que un 24% de la población era inmigrante, cuando la realidad es que solo un 13% lo es. “El problema con los británicos”, remata Boleat, “es que aman a los inmigrantes, pero odian la inmigración”.
Los partidos eluden un tema espinoso
P. G., LONDRES
Los principales partidos británicos, a excepción de UKIP, han tendido a eludir el espinoso tema de la inmigración europea en la campaña electoral. El asunto ha escalado a lo más alto de la lista de preocupaciones del electorado, empujado por el discurso de UKIP y por la sobreactuación de determinada prensa. “¿No queda nadie en Reino Unido que pueda hacer un sándwich?”, tituló en su portada el sensacionalista Daily Mail la noticia de que una empresa alimentaria de Northampton iba a reclutar mano de obra húngara en diciembre pasado.
Se trata, sin embargo, de un tema en el que el Gobierno tiene un limitado margen de actuación mientras permanezca dentro de la Unión Europea. Así lo ha podido comprobar David Cameron, que fracasó estrepitosamente en su firme promesa de reducir la inmigración.
En esta ocasión la promesa de los conservadores se ha convertido en una mera intención. A los ciudadanos europeos, si ganan los tories, se les privará de determinados subsidios durante sus cuatro primeros años en el país. “Puede decir lo que quiera”, opina el catedrático de la City University Michael Ben-Gad, experto en economía de la inmigración. “Pero si no está dispuesto a sacar al país de la UE deberá seguir como hasta ahora”.
Ed Miliband, por su parte, promete también un periodo de exención de subsidios, en su caso de dos años. Es también un tema delicado para los laboristas. “Blair animó a la inmigración masiva con un argumento más cultural que económico, quería una sociedad cosmopolita”, explica Ben-Gad. “Pero ahora estamos viendo el contragolpe de esa decisión. Miliband reconoce que fue un error y que no volvería a permitirlo, pero a la vez está muy condicionado por el voto de las minorías étnicas, que es mayoritariamente laborista”.
PABLO GUIMÓN Londres 30 ABR 2015 - 19:51 CEST
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