Los límites de las tierras de cultivo y el agua disponible obliga a los gobiernos y al sector alimentario a tecnificarse para afrontar la cada vez mayor demanda mundial de comida
El pasado día 1, en un terreno de dos millones de metros cuadrados a las afueras de Milán, se abría al público la Exposición Universal de 2015, con el lema “Alimentar al planeta, energía para la vida”. En los pabellones, una amplia representación de empresas, organizaciones internacionales y 110 países exhibirán durante seis meses el progreso de la industria de la alimentación.
Mientras, fuera, las protestas callejeras señalaban las contradicciones del evento. La delegación que más se ha gastado en su pabellón de la Expo de Milán (72 millones de euros) es Emiratos Árabes, un país en el que la agricultura representa un 0,8% del PIB y que importa la mayoría de los alimentos que consume. Pero la principal ironía de una celebración global de la buena alimentación es que, a pesar de que los seres humanos consumen, en promedio, 2.868 calorías diarias, alrededor de 800 millones de personas sufren malnutrición crónica. Y aunque es una cifra que se ha reducido en los últimos 20 años (según la agencia alimentaria de Naciones Unidas, la FAO, el porcentaje de personas pasando hambre ha caído del 18,7% al 11,3%), el tamaño del problema sigue siendo enorme.
La alimentación en el mundo se sostiene sobre las 570 millones de granjas que, según la FAO, hay en el planeta. La inmensa mayoría (alrededor de un 80%) son pequeñas explotaciones familiares, por lo que el verdadero poder reside en sus mayores compradores: la industria agroalimentaria. Es un sector grande (según un informe de Bank of America Merrill Lynch, la industria vale 2,3 billones de euros, una cifra equivalente al PIB de Brasil y a un 3% de la economía global), poderoso y longevo: las tres mayores empresas del sector por ingresos (Nestlé, Archer-Daniels y Bunge) son centenarias. En gran medida, la seguridad alimentaria del planeta en el futuro dependerá de lo que hagan hoy estas grandes multinacionales.
Tradicionalmente, el sector agroalimentario ha sido un negocio familiar, pero la solidez de la industria ha atraído a inversores de todo el mundo. Dos de los más famosos, la estadounidense Berkshire Hathaway (con Warren Buffett a la cabeza), y la brasileña 3G Capital, se han coordinado en los últimos años en megaoperaciones de concentración. En 2013, se unieron para comprar Heinz, famosa por sus salsas y enlatados, en una adquisición de 28.000 millones de dólares (22.000 millones de euros). En marzo de este año, se volvieron a juntar para hacerse con Kraft Foods, otra fusión milmillonaria.
No es el único caso. En 2013 el mercado global de carnes vivió dos macrofusiones: la compra de Hillshire por Tyson Foods en 2013 (una operación de 8.550 millones de dólares) y la de la británica Smithfields por la china Shuanghui, por más de 7.000 millones, una operación que incluyó en parte a la española Campofrío.
Este proceso de concentración preocupa a las organizaciones no gubernamentales especializadas en alimentación. “El sector está en muy pocas manos, desde los insumos hasta la distribución, pasando por las grandes comercializadoras de grano”, explica Lourdes Benavides, responsable de seguridad alimentaria de Oxfam Intermón. “Eso les da un gran poder a lo largo de la cadena, tanto de fijación de precios como de control de reservas, eso sin hablar de su influencia a la hora de tomar decisiones políticas”.
Los grandes inversores buscan en el agroalimentario un sector sin sobresaltos, pero el futuro de la industria tiene enormes y costosos desafíos por delante. Según la FAO, dar de comer a los 9.600 millones de seres humanos que habitarán el planeta en 2050 necesita inversiones por valor de 83.000 millones de dólares al año. Y, en su mayor parte, tendrán que venir de la caja de las empresas. “Ya no concebimos alcanzar ninguna meta sin el sector privado”, comenta Marcela Villarreal, directora de Asociaciones de la FAO. “Es el que más ha cambiado su rol. En el pasado lo considerábamos un financiador. Hoy es un actor más. Estamos haciendo un llamamiento para que no solo se comporte de forma responsable, sino que contribuya de manera medible a las metas con instrumentos y guías”.
¿Y cuáles son los retos? Para empezar, tierra y agua. Solo un 11% de la superficie terrestre del mundo es cultivable, pero eso es más que suficiente para alimentar a toda la Humanidad. De hecho, un estudio patrocinado por la Fundación Rockefeller da por superado el peak farmland: el punto en el que más tierra ha sido necesaria para dar de comer al mundo. La desaceleración del crecimiento de la población y la mejora de la productividad harán reducirse esta cifra. Pero el problema es que este último dato solo es cierto si los hábitos de consumo se mantienen como ahora. Y no es así. Según la FAO, hasta 2050 la tierra cultivable deberá crecer un 70% para abastecer a todo el mundo. En 1961, había 2,5 hectáreas de tierra cultivable por habitante y en 2050 habrá menos de 0,8. Al mismo tiempo, se necesita un incremento de 64.000 millones de metros cúbicos de agua dulce cada año para adecuar la producción agroalimentaria a la demanda.
Un futuro ya de por sí complicado que se agrava cuando se incluye el cambio climático en la ecuación. El efecto es especialmente notable en las regiones tropicales y ecuatoriales. En Asia, donde la implantación de regadíos permitió un gran aumento de la productividad, la mayor inestabilidad del clima puede echar a perder los logros ganados. En algunos países africanos, la rentabilidad agrícola puede reducirse en un 50%.
Los problemas derivados del cambio climático se extienden pronto a toda la economía. “En 2010 y 2011, los años previos a la Primavera Árabe, hubo una sequía grave en todo el norte de África: Túnez, Libia, Egipto”, recuerda Kanayo F. Nwanze, presidente de IFAD, el brazo financiador de la FAO. “El precio del pan subió, la gente tuvo que emigrar a ciudades ya saturadas… El cambio climático trae crisis, trae inestabilidad”.
¿Cuáles son las posibilidades de negocio en éste nuevo mundo? El interés de varias instituciones o incluso Gobiernos, como el de Corea del Sur, por hacerse con tierras de cultivo en varios países africanos ha despertado muchísima polémica, aunque la realidad esté siendo algo distinta: “Llevamos varios años haciendo un seguimiento y es difícil cuantificar cuánto existe en realidad, si se aumenta o se estabiliza”, comenta Benavides. “Pero sigue ahí y se sigue regulando bastante mal. Muchas tierras ni siquiera se ponen a cultivar, por lo que los agricultores locales no tienen acceso”.
El negocio y el futuro de la producción alimentaria, según los analistas, está en las soluciones tecnológicas. “En inglés lo llamamos more crop per drop: más cosechas por cada gota de agua”, considera Sarbjit Nahal, estratega de Bank of America Merrill Lynch. “Hay oportunidades de negocio en el tratamiento, gestión, infraestructura y suministros de agua, así como en semillas y productos agrícolas tolerantes a la sequía, agricultura de precisión”.
Grandes empresas del sector ya están trabajando en ello. “Los productos para la protección de las plantas están yendo más allá de los fitosanitarios”, comenta Carlos Vicente, director de Sostenibilidad de Monsanto para Europa. “Hay productos desarrollados a partir de mecanismos que ya se encuentran en la naturaleza, como productos microbianos que ayudan a controlar plagas y potenciar el rendimiento, o el ARN de interferencia, que son instrucciones que hacen que plagas, malas hierbas o incluso parásitos de insectos beneficiosos, como las abejas, no hagan el daño que pueden hacer”.
Las posibilidades tecnológicas ya existen. “El regadío por aspersión utiliza mucha menos agua que la inundación”, explica el tecnólogo Ramez Naan en una entrevista al proyecto Future Foods 2050, organizado por el Instituto de Tecnología de los Alimentos (ITF). “Aunque sea un simple cambio como regar por la noche, cuando hay menos posibilidades de pérdidas por evaporación”. “En muchos casos, el que decide qué se riega y a qué hora es el agricultor, que la mayor parte de las veces es el propietario de la finca”, explica Juan Carlos Jiménez, socio fundador de IG4 Agronomía, una empresa de Huelva dedicada a aplicar las nuevas tecnologías al regadío. Y su criterio es por aproximación y observación: ahora 20 minutos, ahora tantas horas. “Lo que nosotros hacemos ir a la raíz, donde se ve qué le pasa a cada planta. Medir la humedad, la temperatura, ver que se usa la cantidad adecuada de agua y fertilizante”.
También el sector de la maquinaria agrícola está haciendo avances. “Todas las empresas están trabajando para que haya equipos más inteligentes, tractores que puedan medir qué le pasa a la planta por la que pasan”, explica Ulrich Adam, presidente de la patronal europea CEMA. “Incluso en países desarrollados, donde la productividad no puede crecer mucho más, se están consiguiendo mejoras en los rendimientos de entre un 3% y un 4%, y, lo que es realmente bonito, con mucho menos agua y fertilizantes”. Según Bank of America Merrill Lynch, el mercado de equipamientos agrícolas pasará de 130.000 millones de dólares en 2013 a más de 208.000 millones en 2018, un aumento del 60% en cinco años. Solo el mercado de drones (aviones no tripulados) de uso agrícola está estimado en 2.000 millones de dólares.
Para el grueso de los analistas, los mayores rendimientos pasan por un uso más intensivo de la tecnología. El reto está en llevarla a los mercados emergentes y a los pequeños agricultores. “Mucha de la agricultura en África se hace a base de azadón”, comenta Villarreal. “No solo es muy poco productivo, es dañino: eso deja a los granjeros con la espalda doblada en dos”. Desde las organizaciones internacionales se apuesta por la creación de cooperativas y asociaciones de pequeños granjeros para obtener las economías de escala necesarias para la mecanización. “Hay que organizar a los agricultores”, defiende Nwanze. “Hay iniciativas muy buenas que se están llevando a cabo en África”, explica Villarreal. “Juntar 20, 30, 40 agricultores para que puedan comprar un tractor. Y es un buen negocio para todos: para quien compra el tractor y para quien lo vende”. “Las nuevas tecnologías son caras porque requieren de una inversión de capital”, reconoce Ulrich Adam, “pero lo que pasó con la telefonía móvil, que ha entrado muy fuerte en el campo y ahora tiene una presencia enorme, puede pasar con otras tecnologías. La revolución digital puede hacer que la agricultura no sea tan intensiva en capital como lo es ahora”.
La alimentación en el planeta se sostiene sobre unos 570 millones de granjas
La tecnología también será indispensable cuando la industria agroalimentaria deba enfrentarse al cambio en el paradigma energético. El drástico aumento de la producción de hidrocarburos gracias a la fracturación hidráulica puede haber reducido las presiones económicas sobre los granjeros, pero el empuje de los objetivos de reducir emisiones de dióxido de carbono y el abaratamiento de las energías alternativas supondrían un cambio dramático en el sector.
La expansión del mercado de biocombustibles ha sido responsabilizada de la creciente demanda de tierras a nivel global, pero es poco si lo comparamos con el imparable aumento del consumo de carne. El 60% del incremento de producción de alimentos que se produzca hasta 2025 estará destinado a piensos. En la mayoría de países emergentes, el consumo de carne es un símbolo de modernidad y estatus: la señal de que se ha llegado a la clase media. “Pero si toda la Humanidad comiera carne como en Occidente, no habría planeta suficiente”, considera Villarreal.
Pero, posiblemente, el desafío tecnológico más serio es transporte y almacenaje de los alimentos. Un estudio patrocinado por la FAO estima que, en Norteamérica y Oceanía, hasta un 60% de las raíces y tubérculos se pierde en el camino que va desde el campo al consumidor. En el norte y centro de África, hasta un 55% de la fruta. “Uno viaja por Colombia y encuentra mangos preciosos tirados en el suelo”, comenta Villarreal. Desarrollar redes de transporte y cadenas de frío requieren grandes inversiones. No es la única solución posible. “Las producciones son más eficientes y menos costosas cuanto más cerca están de las zonas de consumo”, reflexiona Carlos Vicente. “Puede que la solución sea que los agricultores puedan abastecer a las poblaciones en sus zonas de origen”, añade.
Tecnologías como la de granjas urbanas podrían impulsar este movimiento, pero, para Ulrich Adam es más una cuestión de hábitos de consumo. “En el mundo desarrollado, la mayor parte de las pérdidas se produce en nuestros frigoríficos”, considera, “y por la distribución. Sobre todo mucha fruta y verdura se tira porque no tiene los criterios de calidad que exigen los consumidores. La tecnología puede ayudar a producir fruta más bonita, pero también quizás sea una cuestión de educar al consumidor para que no quiera comida perfecta en todo momento”.
La calidad de los alimentos también preocupa a los consumidores, tanto en los países tradicionalmente industrializados como en los emergentes. En 2008, una epidemia de dolencias renales empezó a afectar a miles de bebés en China. Pronto se encontró que la responsabilidad era de un lote de leche infantil adulterada con melamina, un pegamento industrial. Fue la primera de varias sonadas crisis alimentarias en el país asiático. Otras crisis, como la de las vacas locas en Europa y Norteamérica, han puesto presión sobre la industria y le han obligado a redoblar sus esfuerzos por garantizar la seguridad de los productos que vende.
Por otro lado, los consumidores buscan cada vez más variedad, cada vez más salud y cada vez más autenticidad en los productos que consumen. Y el sector responde. “Hoy en día, dos de cada tres compañías de la industria alimentaria están dedicadas de forma permanente a alguna clase de innovación”, explican desde el grupo de presión en Bruselas de la patronal europea del sector, FoodDrinkEurope. “El 50% de los productos que vemos en los supermercados hoy no estarán en los lineales dentro de cinco años”. “Los mercados son muy sensibles ante los temas medioambientales”, comenta Jiménez. “Cada vez se busca más la huella del agua, si se ha hecho un uso respetuoso del agua en la producción”.
El cambio en las preferencias de los consumidores también ha fomentado el crecimiento de pequeñas compañías fuera de los grandes grupos empresariales, especializadas en productos muy específicos creados con unos estándares muy difíciles de alcanzar por la producción en masa. “Nunca se han creado más empresas emergentes en la industria alimentaria como ahora”, comenta Michael Boland, profesor de la Universidad de Minnesota y experto en la evolución del sector agroalimentario. “Hay muchas rupturas con el pasado ahora mismo”.
“La inversión del sector empresarial al desarrollo agrícola es de hasta el 75% del total”, explica Nahal. ¿Vale la pena desde un punto de vista económico? “La inversión en I+D agrícola continua siendo una de las inversiones más productivas ahora mismo”, considera. “Ofrece tasas de retorno de entre el 30 y el 75%”. Un estudio de más de 200 proyectos de regadíos del Banco Mundial entre 1960 y 1995 habla de una tasa de retorno del 15%.
Para los países hay un incentivo adicional: eliminar el hambre no es solo un imperativo moral, sino que tiene sentido desde un punto de vista económico. Bank of America Merrill Lynch calcula que el hambre tiene un efecto en la economía global de dos billones de euros, casi el equivalente al peso del sector alimentario entero. Demasiada riqueza como para dejar que se pierda.
http://economia.elpais.com/economia/2015/05/22/actualidad/1432289810_956237.html
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