martes, 28 de noviembre de 2017

Por qué tardará en llegar el boom de los robots




Adaptando una broma del gran economista Robert Solow: los robots están por todas partes excepto en las estadísticas de productividad.
Es algo que me desconcierta desde hace unos años. El crecimiento de la productividad es decepcionante, y lo ha sido durante años. El desempleo está cerca de mínimos históricos, lo contrario de lo que cabría esperar si el apocalipsis de los robots hubiese llegado. No obstante, no pueden negarse los sorprendentes avances en diversas ramas de la inteligencia artificial. El ejemplo del que más se habla es el coche autónomo. Esta tecnología ha avanzado mucho en poco tiempo. En 2004 se celebró el Darpa Grand Challenge, una carrera patrocinada por el ejército de EEUU, que ofrecía un gran premio en metálico para el primer vehículo autónomo que completase un trazado de 241km por el desierto de Mojave, pero el mejor clasificado colapsó a los 11km. Sólo 13 años después, nadie se ríe de los vehículos autónomos.
Luego están tecnologías de aprendizaje profundo como AlphaGo Zero, que sólo tardó 72 horas en aprender a hacerse casi invencible en el juego de mesa Go. Alexa, Cortana, el asistente de Google y Siri han convertido el reconocimiento de voz en un milagro cotidiano. Se están haciendo grandes avances en el reconocimiento de imagen, el diagnóstico médico y la traducción. Todo ello hace aún más desconcertante el rompecabezas de la alta tasa de empleo y la baja productividad. 
Una explicación sencilla es que los robots no son más que bombo publicitario. No es la primera vez que los informáticos muestran un exceso de optimismo. El premio Nobel Herbert Simon predijo en 1957 que un ordenador derrotaría al campeón del mundo de ajedrez en un plazo de diez años; tardó 40. Un argumento más alentador es que subestimamos la productividad, por ejemplo, restando peso a la producción de los servicios en general y de la economía digital en particular, que al ser en gran parte gratuita, pasa desapercibida para indicadores normales. Una tercera posibilidad es que el futuro ya haya llegado, pero esté distribuido de forma desigual. Tal vez la lucha por dominar unos mercados excluyentes esté liquidando la mayoría de los beneficios potenciales.
En este debate puede ayudar un estudio elaborado por un equipo con representación de ambas partes de la ecuación: Erik Brynjolfsson, un economista famoso por su obra sobre "la nueva era de las máquinas", y Chad Syverson, uno de los mayores expertos en productividad económica. Los investigadores exponen que la ralentización de la productividad es real. Puede parecer posible sugerir que nuestros datos no son lo bastante buenos para reconocer que la productividad aumenta con solidez, pero el argumento parece erróneo en varios sentidos -el más obvio, que el déficit de productividad es demasiado grande para ser una ilusión estadística. Algo similar puede decirse de la lucha excluyente por el dominio corporativo: puede estar ocurriendo, ¿pero realmente supone tal derroche como para que los enormes aumentos de la productividad se evaporen?
¿Cómo puede resolverse entonces el rompecabezas? De la forma más simple posible: esperando. No hay una contradicción entre el crecimiento decepcionante de la productividad actual y un espectacular aumento en un futuro próximo. Es verdad que la productividad no es una ciencia precisa: una mala década puede ir seguida de otra mala, o de una buena, y el incremento actual de la productividad nos dice poco sobre el futuro comportamiento. Pero también es cierto que suele producirse un retraso entre un avance técnico y el aumento de la productividad. 
El caso más famoso es el motor eléctrico, que parecía que transformaría el sector manufacturero estadounidense en la década de 1890, pero cuya revolución no se materializó hasta los años 1920. Para sacar provecho de la nueva tecnología, los propietarios de fábricas tuvieron que cambiar de arriba abajo sus organizaciones, con una nueva arquitectura, nuevos procesos y formación. Los estudios iniciales de Brynjolfsson en los años 90 arrojaron que las compañías extraían escaso beneficio de invertir en ordenadores a menos que llevasen a cabo una reorganización.
Si los beneficios de las nuevas ideas son reales pero tardan en materializarse, puede ser el hecho que explique la propia ralentización de la productividad. Pongamos el caso del coche autónomo: por el momento supone un gasto en investigación, todo costes sin beneficio. Más tarde, empezará a desplazar a los coches tradicionales y a muchos negocios relacionados, desde garajes a talleres. 
Finalmente, tal vez décadas después de que el coche autónomo sea viable, pueden evidenciarse los beneficios. No basta con inventar una nueva máquina: el progreso económico requiere mucho más que eso. Así, tal vez se trate de un breve respiro antes de que se produzca una explosión de nueva tecnología que cambie el mundo a nuestro alrededor. O tal vez nos aguarden una o dos décadas más de decepción. Ambos escenarios parecen posibles, y prometen un viaje incómodo.

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