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El descontento crónico es una trampa, perder la empatía es el mayor riesgo
Es imposible no notarlo. La mayoría andamos alerta, saltamos a la mínima, por cualquier nimiedad. Lo han detectado los profesionales de la hostelería en las formas de sus clientes. Lo han notado los sanitarios, que se las ven con pacientes más agresivos. Lo vimos en los gritos de los policías de balcón durante el confinamiento. Lo vemos hoy en las reprimendas al tendero porque se equivoca con el cambio (o, si acierta, con cualquier otra cosa). La sociedad está frustrada, navega perdida en un mar de dudas y sin GPS. Tiembla frente a los cambios. Está enfadada. Pero ¿es la crisis sanitaria causada por la covid-19 el principal motivo? ¿Tiene que ver con que media España esté confinada? ¿O hay algo más?
“La pandemia es solo la gota que ha colmado el vaso”, asegura Roberto Aramayo, profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC. Ya había motivos para el enfado antes de la crisis sanitaria, pero la situación económica, los ERTE, las dudas sobre el futuro, los constantes vaivenes en las decisiones políticas, el miedo a contagiarse… La incertidumbre y los continuos cambios nos han recordado que la vida no es llana. “Este mundo cambia al día y, quitando a los jóvenes de menos de 30 que llevan mucho tiempo viviendo así, los demás no estábamos acostumbrados a ello”, dice José Elías Fernández, portavoz del Colegio Oficial de Psicología de Madrid. La falta de costumbre de caminar por el alambre —por fino o grueso que sea— ha generado tensión, irritación, frustración y un enorme enfado.
Por suerte, no todos los enfados son iguales. Los hay hasta saludables. Por ejemplo, suspender un examen provoca uno de esos que animan a estudiar más para superar la prueba al siguiente intento. Sin embargo, la mayor parte de los enfados crean abismos que paralizan. Y, cuando se acumulan, se convierten en una forma de estar en la vida, una forma de ser. No en la mejor. “Nos hemos vuelto tan caprichosos e intolerantes que queremos que todo sea como y cuando queremos, y eso es imposible”, opina Fernández, quien cree que es importante aprender a moverse en la incertidumbre actual. No somos los únicos que hemos tenido que hacerlo: otras muchas generaciones han crecido con crisis económicas, pandemias o guerras. “Un niño que nace en 1985 piensa que sus abuelos no tienen la menor idea de lo difícil que es la vida, pero ellos han sobrevivido a varias guerras y catástrofes”, dice un texto que popularizó el actor David V. Muro hace unas semanas.
El origen del enfado colectivo tiene mucho que ver con los cambios. Los cambios nos incitan a reaccionar inicialmente con curiosidad, a preguntarnos de qué va la nueva situación. Ante ello, hay tres respuestas habituales. Cuando vemos que todo sigue igual descartamos cualquier reacción. Si creemos que las novedades pueden ser una oportunidad, nos motivamos para aprovecharla. Cuando entendemos la nueva realidad como una amenaza tendemos a cobijarnos en un refugio donde espera el miedo y la ira.
Expertos en psicología destacan la importancia de estar alerta, pero apuntan que una excesiva preocupación deriva en depresión y trastornos de ansiedad
En el contexto actual, respondemos con agresividad a una crisis sanitaria difícil de canalizar al no haber un objeto visible al que enfrentarse (el coronavirus avanza sin que nadie lo vea) y terminamos desplazando el disgusto hacia otro sitio, a las personas con quienes compartimos la casa, el trabajo, la carretera, el bar. “Nos convertimos entonces en personas menos tolerantes, nos enfadamos por tonterías y nos volvemos más ariscos”, subraya David Bueno, director de la cátedra de Neuroeducación de la Universidad de Barcelona. Cosas de no gestionar bien las emociones, algo que, según Bueno, "se aprende, pero es complejo”. Es difícil porque, entre otros aspectos, pensar cansa: el cerebro consume en torno al 20% de nuestra energía.
Para María del Mar Cabezas, profesora de la facultad de Filosofía de la Universidad de Salamanca, “el problema es que, como sociedad, no tenemos mucha educación emocional. No nos enseñan que en la vida hay adversidades y circunstancias que no nos gustan, ni que la reacción ante ello depende de cómo gestionemos las emociones”. Esa ausencia de control conduce a normalizar los insultos, la crispación y la agresividad.
Sin pasado ni futuro: el gran problema del presentismo
Aun con la mochila cargada de piedras (la pandemia solo ha desbordado un vaso cargado de precariedad, desigualdad estructural y pobreza laboral), Aramayo explica que uno de los factores más importantes a la hora de explicar el enfado social es el presentismo. Esta filosofía se centra en la existencia del presente y obvia completamente el pasado y el futuro: lo queremos todo para ahora, pretendemos satisfacer nuestros deseos al momento, ya. El concepto no tiene final feliz. Si conseguimos lo que buscábamos, se nos olvida rápido y pasamos a lo siguiente. Si no logramos tenerlo, nos frustramos y nos enfadamos.
Aramayo subraya el papel de las nuevas tecnologías en esta situación. Si Alicia se asomaba al mundo a través del espejo, nosotros lo hacemos desde las pantallas, y eso es, en buena parte, lo que nos genera la sensación de necesitarlo todo inmediatamente y nos crea constantes frustraciones. Terminamos percibiendo equivocadamente que la realidad es solo lo que hay más allá de las pantallas, nos olvidamos del entorno cercano y perdemos valores solidarios y empatía, básica para evitar enfados porque ayuda a comprender mejor a los demás, ponernos en su sitio, a conversar en vez de discutir. Sin empatía, como decía Rousseau, no puede haber cohesión social.
Aramayo destaca otros factores que tampoco ayudan, como “la mentalidad ultraneoliberal actual”. Se refiere a que la sociedad prima el máximo beneficio, se divide entre ganadores y perdedores. El sistema dicta que hay que sobresalir de los demás para tener éxito. Todo ello, sumado a las incertidumbres —personal, profesional, sanitaria, económica— terminan generando frustraciones que derivan en esa mala respuesta a la pareja y esa pérdida de paciencia ante el camarero.
Para cambiar de rumbo están los clásicos de la Filosofía, donde aparecen conceptos como el de la culpable minoría de edad de la que hablaba Kant en el siglo XVIII, para criticar que no fuéramos lo suficientemente responsables —y adultos— para afrontar la vida y sus vaivenes. El filósofo y científico alemán destacaba entonces los valores de la Ilustración, la importancia de leer, pensar, reflexionar. “El problema es que el sueño ilustrado se ha convertido en pesadilla. La sobreinformación, en vez de hacernos más críticos y reflexivos, hace que con una semana navegando en internet creamos que la tierra es plana y que nos engañan diciendo que es ovalada, lo que genera más frustración”, dice el investigador.
Ante la adversidad, eso sí, merece la pena aprender a sacar lo positivo de la situación, por poco que sea. “Los obstáculos nos hacen mejores”, dice el psicólogo José Elías Fernández, quien piensa que ante las crisis “hay que activarse y ser creativos”. Pone ejemplos de personas que han perdido su empleo y, más tarde, han conseguido encontrar un nuevo camino para vivir mejor. Siempre nos quedará el ejemplo de la palabra crisis en japonés, formada por los ideogramas peligro y oportunidad. Enfadémonos, reaccionemos, pero para avanzar. “Si nos dejamos llevar por la apatía y el enfado, todo va a ir siempre peor”, sentencia Fernández.
NACHO SÁNCHEZ
08 NOV 2020 - 00:30 CET
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