lunes, 14 de marzo de 2022

Dos años de pandemia: ¿qué ha aprendido la ciencia?

 Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.

Modelo atómico preciso de la estructura externa del SARS-CoV-2. Imagen de Alexey Solodovnikov (Idea, Producer, CG, Editor), Valeria Arkhipova (Scientific Сonsultant) / Wikipedia.



Hace dos años por estas fechas, el 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzaba a hablar de “pandemia” en relación al brote de un nuevo coronavirus en Wuhan (China) que ya se había extendido por el mundo de forma descontrolada. La rápida escalada de los acontecimientos, que hoy todos recordamos, llevó a muchos países a adoptar medidas contundentes. El 14 de marzo se declaró en España el Estado de Alarma y el confinamiento general de toda la población, en una situación nunca antes vivida y que quienes hemos vivido nunca olvidaremos.

Hoy quizá ya nos cueste recordarlo, pero todos, el mundo en general y cada uno de nosotros en particular, llegamos tarde, muy tarde. Publiqué mi primer artículo sobre el nuevo virus denominado provisionalmente 2019-nCoV el 24 de enero de 2020. Por entonces el virus había matado a 26 personas en todo el mundo entre un total de un millar de infectados. El Centro de Análisis de Enfermedades Infecciosas Globales del Medical Research Council de Reino Unido advertía de que la cifra de infectados podía tal vez llegar hasta los 4.000.

Pero las señales de alarma ya eran claras. Escribí entonces: hay motivos para que el 2019-nCoV sea incluso más preocupante que el ébola para la población en general“. El motivo era su sospechada transmisión por el aire, “uno de los rasgos que los expertos suelen atribuir al hipotético virus que podría causar la próxima gran pandemia”. El coronavirus chino se parece bastante al retrato robot del virus que a juicio de los expertos podría causar el próximo gran desastre epidémico“, escribí entonces.

Seis días después, el 30 de enero, la OMS declaraba la “Emergencia de salud pública de importancia internacional”, o PHEIC, el máximo grado de alerta en su escala. Pero entonces apenas se hizo nada. No fue hasta aquel 11 de marzo, cuando la OMS utilizó por primera vez la palabra “pandemia”, que no es una denominación oficial, cuando los países comenzaron a responder. Y el resto ya lo sabemos.

No podemos saber si, de haberse actuado aquel 30 de enero, cuando debió hacerse, las cosas habrían sido muy diferentes. Posiblemente no, porque en cualquier caso la expansión del virus por el mundo ha sido imparable. Pero incluso la propia OMS ha aprendido que gritar ¡PHEIC! no sirve de nada, mientras que gritar ¡pandemia! sí. Y ya está trabajando para que en el futuro los mensajes se entiendan mejor.

Pero al margen de la respuesta de los países, si de algo podemos sentirnos orgullosos los humanos es de nuestra ciencia. El inmenso e increíble esfuerzo de trabajo y colaboración científica global que se organizó rápidamente tras el reconocimiento de lo que se nos venía encima es algo que no tiene parangón ni precedentes en la historia de la civilización, y que nos ha sorprendido incluso a quienes llevamos toda la vida en ello y conocemos el poder de la ciencia. Hoy toca repasar aquí cuáles han sido los grandes hitos de esta cruenta guerra de la ciencia contra la enfermedad.

Primer test de diagnóstico

Mientras el mundo aún prácticamente hacía oídos sordos a lo que estaba ocurriendo en Wuhan, el 17 de enero de 2020 la OMS ya había lanzado los primeros protocolos para la detección genética del virus en muestras de mucosa respiratoria por Reacción en Cadena de la Polimerasa (PCR), una técnica rutinaria utilizada en todos los laboratorios de biología molecular del mundo. Aunque aún no se había publicado el genoma completo del virus denominado provisionalmente 2019-nCoV, ya circulaban entre los científicos las primeras secuencias genéticas. El 23 de enero, el mismo día en que Wuhan se cerraba a cal y canto, el equipo de Christian Drosten en el Hospital Charité de la Universidad de Berlín publicaba el primer test experimental de diagnóstico del virus por PCR. En breve el test fue validado con muestras de pacientes, y la OMS repartió 250.000 unidades a laboratorios de todo el mundo.

En febrero comenzarían a aplicarse en Singapur los primeros test serológicos de anticuerpos para detectar una infección ya pasada. Estos test se convertirían en herramientas fundamentales para conocer la penetración del virus en la población. Los primeros test de antígeno, que después llegarían a ser armas esenciales para la vigilancia de la infección al alcance de todos los ciudadanos, no comenzaron a ensayarse hasta el final del verano de 2020, y se aprobaron por primera vez en EEUU a finales de año.

Coronavirus, genoma y nombre

El 3 de febrero un equipo de investigadores del Instituto de Virología de Wuhan publicaba formalmente en Nature el primer estudio revisado que revelaba el genoma del virus y demostraba su identificación como un nuevo coronavirus con un 79,6% de identidad genética con el del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS) y un 96,2% de identidad con un coronavirus llamado RaTG13, hallado previamente en murciélagos de la provincia china de Yunán. Se trataba de un genoma de ARN de cadena sencilla (como el de todos los coronavirus) de gran tamaño, de unas 30.000 bases.

Se propuso entonces que el virus se había originado en murciélagos y había saltado a los humanos a través de otra especie intermedia aún no conocida, no directamente de murciélagos a humanos (ya que no existen precedentes de esto), aunque este mensaje no se entendió bien en la opinión pública. El 11 de febrero los taxónomos de virus proponían el nombre de SARS-CoV-2, justo el mismo día en que la OMS denominaba a la enfermedad COVID-19. En febrero surgían otros estudios de identificación y secuenciación del virus.

El mecanismo de infección

Investigadores dirigidos por Jason McLellan, de la Universidad de Texas, desvelaban en Science el 19 de febrero de 2020 el mecanismo que el virus utiliza para infectar mediante la unión de la proteína Spike (S) de su envoltura a un receptor en las células humanas llamado Enzima Convertidora de Angiotensina 2 (ACE2). Los datos revelaban que S se unía a ACE2 con una afinidad entre 10 y 20 veces mayor que la proteína homóloga del virus humano conocido más parecido, el SARS. Lo cual era una mala noticia, ya que apuntaba a una mayor facilidad de infección, como luego se comprobó extensamente. Pero el trabajo de McLellan y sus colaboradores era un paso de gigante de cara a la búsqueda de fármacos y vacunas contra el virus.

Las primeras vacunas van a ensayos

Las vacunas han sido el mayor triunfo de la ciencia contra la COVID-19. Visto en perspectiva, puede parecer casi increíble la rapidez con la que llegaron hasta nosotros, pero solo si se ignora la ciencia que hay detrás. En los años 90 oímos hablar por primera vez de las vacunas de ARN. Por entonces parecía una idea brillante, pero demasiado arriesgada, por los grandes obstáculos técnicos que podían interponerse. El primero de ellos, que el ARN era tan inestable que era enormemente difícil trabajar con él.

Pero con los años, las vacunas de ARN comenzaron a superar hitos y a demostrar su poder, primero en cultivos celulares, después en ensayos preclínicos en animales. Había ya proyectos de llevarlas a la clínica, aunque se enfrentaban a los 10 o 15 años de lentos y caros ensayos clínicos frenados por la burocracia. Pero sucedió que la tecnología estaba madura justo cuando más la necesitábamos, y era tan versátil que permitía diseñar una vacuna en un par de días y producirla en semanas. El 16 de marzo la vacuna de ARN desarrollada por el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EEUU en colaboración con la compañía Moderna comenzaba los ensayos clínicos. En mayo lo haría la de Pfizer y BioNtech. Una inmensa financiación y una vía burocrática rápida conseguirían acelerar lo que normalmente tarda años. Por entonces había ya 41 vacunas en desarrollo. Hoy son casi 350.

Macroensayo clínico

Los fármacos contra la COVID-19 han progresado de forma mucho más lenta y errática que las vacunas, lo cual era de esperar, por un motivo esencial: puede decirse que una vacuna se crea, mientras que un fármaco se descubre; la tecnología de diseñar fármacos a medida existe para ciertos casos (como los anticuerpos monoclonales), pero aún es mucho más compleja y está mucho menos madura.

Con la pandemia habían surgido muchas tentativas de tratamiento farmacológico, algunas de ellas de dudosa utilidad, como los derivados de la cloroquina (un fármaco contra la malaria) y la ivermectina (un antiparasitario). Para encauzar y acelerar el proceso, la OMS lanzó el 20 de marzo de 2020 el macroensayo clínico Solidarity, destinado a probar en docenas de países y en miles de pacientes la eficacia de cuatro tratamientos candidatos: el antiviral remdesivir, cloroquina e hidroxicloroquina, lopinavir y ritonavir (fármacos contra el sida) y estos dos en combinación con el interferón beta-1a (un antiviral producido por el propio organismo). Ninguno de ellos demostró una acción potente contra la enfermedad; solo el remdesivir mostró algún posible beneficio que ha sido muy discutido.

Un posible tratamiento

Tanto en la COVID-19 como en otras infecciones virales y en otros síndromes como los autoinmunes, una complicación frecuente es una respuesta hiperinflamatoria generalizada del organismo que lucha contra el virus, y que puede ser más peligrosa que el propio virus. Por ello, desde el principio se pensó en los antiinflamatorios como posibles fármacos que podían atajar estos síntomas. El 16 de junio se anunciaba que un corticoide común y barato, la dexametasona, era el primer medicamento que mostraba una clara reducción de la mortalidad, de una tercera parte en los enfermos con respirador y de una quinta parte en los que recibían oxígeno.

Aunque no se haya dado con la bala mágica contra la COVID-19, no deberíamos caer en el error de pensar que no existen tratamientos farmacológicos. A lo largo de la pandemia han ido surgiendo distintos medicamentos, incluyendo los antiinflamatorios como la dexametasona, antivirales como el molnupiravir o el nirmatrelvir/ritonavir, o varios anticuerpos monoclonales, que han puesto a disposición de los clínicos un panel de opciones que ha servido para mejorar el curso de la enfermedad en innumerables pacientes, y que probablemente haya salvado muchas vidas.

Las vacunas funcionan

En noviembre del primer año de pandemia, a la conclusión de las rondas de ensayos clínicos, recibimos la tan esperada noticia de que las vacunas funcionaban: Pfizer y BioNtech anunciaban una eficacia superior al 90%, y el 16 de noviembre Moderna aportaba una cifra del 94%. El 8 de diciembre AstraZeneca y la Universidad de Oxford informaban de una eficacia del 70% con su vacuna de vector adenoviral.

Ese mismo mes comenzarían las primeras vacunaciones, que a lo largo de 2021 se extenderían por todo el mundo, aunque de forma desigual. En un primer momento fueron hasta 13 formulaciones distintas las que se distribuyeron en distintos países, incluyendo las de ARN, pero también otras de virus inactivado (las chinas Sinovac y Sinopharm), o de vectores adenovirales (AstraZeneca/Oxford, Janssen, la rusa Gamaleya-Sputnik o la china CanSino). Otras, como las de proteína recombinante, incluyendo la de Novavax, están ya en línea de salida. A esta misma clase pertenece la española de Hipra.

Actualmente existen 195 vacunas en estudios preclínicos y 148 en ensayos clínicos. Hasta ahora los resultados han mostrado la superioridad de las vacunas de ARN para los fines urgentes de reducir la enfermedad grave y la muerte, y han sugerido también que para quienes recibieron una primera dosis de otras vacunas, la vacunación heteróloga con refuerzo de ARN es la solución más conveniente. Las vacunas se han revelado como las armas más eficaces para contener la pandemia. Aunque las disponibles hasta ahora no impiden el contagio propio ni la transmisión a otras personas, los estudios han mostrado de forma consistente que sí los reducen, como también la infección asintomática. A finales de enero de 2022 se alcanzaron los 10.000 millones de vacunas administradas.

De Alfa a Ómicron

Durante aquel primer año de pandemia, los miles de secuencias del virus que los laboratorios de todo el mundo estaban subiendo a las bases de datos online mostraban la natural capacidad del virus para mutar, aunque a tasas mucho menores que las de otros virus como las gripes. La primera variante que llamó la atención de los científicos surgió en momentos muy tempranos de la pandemia: en abril de 2020 la mayoría de las secuencias ya mostraban una mutación llamada D614G respecto a la forma ancestral del virus. Esta mutación se relacionó con una mayor infectividad y con un síntoma prevalente de anosmia o pérdida del olfato.

Fue en diciembre cuando las variantes del virus empezaron a formar parte del conocimiento común, cuando la llamada B.1.1.7 o británica, renombrada por la OMS como Alfa, empezó a extenderse por el mundo. En realidad circulan muchos miles de variantes del virus, que los virólogos han organizado en grandes linajes. Para facilitar la comprensión del público y la comunicación, la OMS adoptó una nomenclatura para las variantes mayoritarias siguiendo el alfabeto griego. Hasta hoy, cinco de ellas han sido calificadas como preocupantes: Alfa, Beta, Gamma, Delta y Ómicron en sus dos subvariantes. Esta sucesión de formas diferentes ha provocado alarma y hasta un cierto pánico, sobre todo porque los medios se adelantaban a la ciencia publicando meras hipótesis, opiniones o datos preliminares sin evidencia sólida, lo que ha creado mucha confusión. Aunque nuevas variantes como Ómicron muestran una cierta evasión de la acción vacunal, los estudios han mostrado que las dosis de refuerzo consiguen niveles de protección más que aceptables, y continúan protegiendo de los síntomas graves y de la mortalidad.

Las mascarillas funcionan, pero…

Uno de los mayores campos de batalla durante la pandemia ha sido el uso de las mascarillas, hasta el punto de que en muchos países se ha convertido en un debate político. Al comienzo de la pandemia, los estudios con virus respiratorios ya conocidos antes no aportaban evidencias de calidad suficiente que mostraran una clara protección, lo que llevó a muchas autoridades, incluyendo la OMS, el Centro de Control de Enfermedades de EEUU (CDC) y numerosos gobiernos a abstenerse de imponer o incluso recomendar su uso general.

A lo largo de la pandemia los estudios fueron inclinándose hacia la utilidad de las mascarillas, pero con un espectro muy amplio de resultados, sobre todo entre los estudios experimentales —de laboratorio— y los observacionales o las modelizaciones epidemiológicas —en el mundo real o simulado—. Los primeros generalmente encontraban un efecto de protección potente, mientras que en el resto los resultados eran muy variables, desde un efecto considerable hasta casi ninguno en absoluto. En septiembre de 2021 el primer gran ensayo clínico confirmó la efectividad de las mascarillas, pero con un tamaño de efecto relativamente pequeño, o al menos mucho menor que el que la población en general les supone. Recientemente un preprint sobre casi 600.000 niños en Cataluña no ha encontrado efectividad del uso de las mascarillas en los colegios, un resultado que está en línea con otros estudios previos. Pese a todo, las mascarillas se han convertido en la única restricción práctica que aún perdura en muchos países.

Ideas equivocadas sobre el contagio

Después de dos años de pandemia, ciertas evidencias sí han llegado a calar en la población. Se discutió mucho el papel de los aerosoles en los contagios, que fue cuestionado incluso por la OMS cuando ya existía un claro consenso científico al respecto. Hoy ya es del conocimiento general que el virus se transmite por el aire, que por lo tanto la ventilación y la filtración son las medidas más importantes para prevenir los contagios, y que en interiores mal ventilados no existen distancias de seguridad. Sin embargo, estas evidencias no han conducido a una regulación estricta de la calidad del aire y de las medidas necesarias para asegurarla.

También ha sido muy largo el camino para extender la idea de que las desinfecciones son generalmente inútiles, ya que el virus no ha mostrado un patrón consistente de transmisión indirecta por superficies u objetos. Durante toda la pandemia numerosos expertos han alertado de que el uso innecesario de productos desinfectantes, incluyendo geles de manos, favorece la proliferación de superbacterias resistentes a antimicrobianos, una pandemia silenciosa que crece en todo el mundo y que ya está causando más de un millón de muertes al año.

Incógnitas pendientes: el origen del virus y la cóvid larga

Entre las principales cuestiones que aún necesitan más investigación destacan el origen del virus y la cóvid larga o persistente. Respecto a lo primero, hay un consenso científico respecto al origen natural del virus, su probable origen ancestral en murciélagos —en los cuales se han encontrado recientemente coronavirus muy similares— y una zoonosis probablemente producida en la naturaleza, aunque no se descarta un accidente de laboratorio. El origen del foco inicial en un mercado de Wuhan fue muy discutido, pero esta hipótesis ganó fuerza a raíz de estudios posteriores. Es posible que nunca llegue a conocerse el origen del virus, como no se conoce el de la inmensa mayoría de los patógenos.

Con respecto a las secuelas a largo plazo que la enfermedad deja en muchas personas, también este es un campo en el que aún hay grandes incertidumbres, dada la enorme variedad de síntomas y las diferencias en las manifestaciones clínicas. Aún no se conocen sus causas ni hay tratamientos específicos, aunque la vacunación es el medio a nuestro alcance con más posibilidades de reducir el riesgo de síntomas persistentes.


JAVIER YANES