La ciudad más colorida de Cuba parece detenida en el tiempo y evoca la nostalgia, historia y costumbrismo que vinimos a buscar
“De crío, me habría gustado criarme en Trinidad” es una de las frases escritas en un cuaderno que aún conserva el poso de una cerveza Bucanero. Aún me recalco. Pasear por esta ciudad al sur de Cuba siempre nos reconecta con el pasado a través de calles empedradas donde los niños juegan a la pelota y se apartan al acercarse un vendedor de pan montado en bicicleta. De los patios tropicales brota el ritmo del guaguancó y las vecinas toman la fresca junto a una pared azul, verde, tantos colores, extrañando unos tiempos que no volverán (y que no llegan).
Designada ciudad patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1988, Trinidad fue desde su fundación en 1514 un reducto marginal de contrabandistas, agricultores y tahínos hasta el descubrimiento del cultivo de caña de azúcar. Para el siglo XIX, esta ciudad ya era un pulmón económico hinchado por las grandes fortunas amasadas gracias a la explotación azucarera en el cercano Valle de los Ingenios. Un período efímero, lastrado por las dos guerras de la independencia que arrasaron las plantaciones de la zona por completo alrededor de 1850. Desde entonces, los relojes detenidos de Trinidad invitan al visitante a formar parte de su mágico letargo.
Trinidad: los colores de la historia
Trinidad es un atajo a otra época, quizá uno de los más evidentes de todo el Caribe. En las señales de tráfico no hay dibujados coches ni grúas, sino carros de caballos; los burros exhalan un suspiro y los guajiros (o agricultores) regresan a casa mascando un buen habano Romeo y Julieta. De telón de fondo, una paleta cromática que nunca se desvanece. De hecho, actualmente se cuentan en Trinidad hasta 75 colores diferentes en sus fachadas, procedentes de la propuesta de la empresa valenciana Isabal en 2014 para conmemorar el quinto centenario de la ciudad.
Una acuarela viviente para los amantes de la fotografía y la historia, especialmente si comenzamos en la plaza Mayor de Trinidad y su iglesia parroquial de la Santísima Trinidad, reconstruida en 1892 sobre los restos de un antiguo templo devastado por una tormenta. O mejor, subir al campanario de la iglesia de San Francisco -estampa típica del 90% de souvenirs de Trinidad- para admirar el mapa de exuberantes tejados. Y girar por la calle Echerri hacia el noroeste, donde una visita al convento de San Francisco de Asís se enlaza con el parque, tan lienzo del atardecer y sus aires afrutados.
A medida que nos encaminamos hacia el barrio de las Tres Cruces, al norte, las casas muestran un aspecto más descuidado y humilde, pero no por ello menos fascinante. Hay una anciana asomada a la puerta contemplando a su marido arreglar un Plymouth del 50, y el entramado de cables desnudos sobre la calle simulan los banderines de una siniestra verbena. Si el tiempo apremia puedes alcanzar el cerro de la Vigía tras 40 minutos de camino -mejor a primera hora del día- y obtener una panorámica insuperable de la ciudad. O descender hacia la casa templo de santería Yemayá, dedicado al orisha (diosa yoruba) del mar y regentado por sacerdotes que no dudarán en atraerte con discursos bien ensayados.
Tras este recorrido por el centro de Trinidad, regresamos a la plaza Mayor para entregarnos a los placeres más sencillos: la ropa vieja con ñames, plátano y arroz del bohemio Jazz Café; el ambiente distendido de la taberna La Botija - con su banda residente de jazz latino -, o el puesto ambulante instalado en la puerta de un vecino que vende minis bien fríos de canchánchara, una bebida popular trinitaria a base de aguardiente de caña, zumo de limón y miel. El perfecto trago antes de partir a los templos del bolero y la salsa, o incluso el clubbing más moderno en Disco Ayala, en las afueras de la ciudad y emplazada en una cueva de antiguos tesoros piratas.
A pesar de su capa de pintura, Trinidad es también un buen reflejo del tejido social de la isla cubana
A pesar de su capa de pintura, Trinidad es también un buen reflejo del tejido social de la isla cubana: las colas para rellenar tu tarjeta wifi y buscar señal en un parque, los jineteros y sus estratagemas para aprovecharse del turista, o las casas particulares cubanas regentadas por amables dueños que no dudarán en buscar “los mejores” puros de toda Cuba para ti. Viajar a Trinidad supone balancearse entre dos mundos: una población local tan contradictoria como fascinante, o la amalgama de mochileros que inundan la ciudad al caer la noche.
Excursiones desde Trinidad
En sus alrededores, Trinidad atesora un conjunto de experiencias con sus playas como punta de lanza. A 11 km al sur de la ciudad, playa Ancón nos seduce con sus tres azules, palmeras reales y la zona de La Boca con sus casitas estivales. Para alcanzar la playa podemos hacer el recorrido en bicicleta, autobús -toda una experiencia-, o un taxi por unos 8 CUC (8 euros), un precio quizá inferior al de un bote de crema solar (cosas que solo pasan en Cuba).
Si prefieres profundizar en la cultura azucarera de la zona, nada mejor que adentrarte en el Valle de los Ingenios a través de diferentes haciendas, entre ellas Buena Vista, Guáimaro o, especialmente, Manaca-Iznaga, con su torre vigía de 44 metros de altura. Designado patrimonio de la humanidad por la Unesco, el Valle de los Ingenios aún conserva unos pocos cultivos de caña de azúcar, si bien aquí el visitante se decanta por nuevas inmersiones como el conjunto de San Isidro de los Destiladeros, con su molino de azúcar, maquinaria oxidada y antiguas casas de esclavos vigiladas por pérfidos terratenientes.
Otra opción de excursión en los alrededores de Trinidad consiste en una visita al parque natural Topes de Collantes, a unos 20 km de la ciudad. Un paraíso agreste en la sierra del Escambray donde encontramos el conjunto de piscinas naturales de La Batata, la posibilidad de un paseo a caballo desde el rancho Haciendo Codina, rodeado de orquídeas y bosquecillos de bambú; o especialmente, zambullirse en el salto del Caburní y su refrescante poza natural. Todo ello, envuelto por el eco de los viejos pasos del Che Guevara, quien acampó en estos montes de camino a Santa Clara a finales de 1958.
Por último, sugerimos una visita a Sancti Spiritus, ciudad colonial situada a 71 km de Trinidad y concebida por muchos como una versión menos turística de su coetánea. En esta urbe olvidada escasean las hordas de guías esperando en la estación de autobús Viazul y las triquiñuelas de sus vendedores. Un oasis cultural sosegado, colmado de la melancolía de viejos boleros, las parejas sobre el puente Yayabo y los colores que no reconoció la Unesco.
Con Sancti Spiritus completamos un recorrido por un pedazo de historia cubana indispensable, un viaje en el tiempo que entiende de tantos matices como experiencias. Pero especialmente, la certeza de volver a ser un niño que aquí se aparta al pasar un burro cargado de azúcar.