La reina Isabel II en una imagen de archivo. (Getty)
Isabel II ha muerto con puntualidad británica, sin aspavientos, ajustada al impresionante protocolo de la corte británica, rodeada de todos los suyos
“¡La reina ha muerto!”, y apenas tenemos voz para proclamar el prescriptivo “¡viva el rey!”. Isabel II, the Queen, nos ha dejado y un espeso manto de respetuoso luto cae sobre Gran Bretaña, donde la población guarda un silencio reverente, mientras en el resto del mundo algo también se nos encoge. El teléfono y el wasap no paran porque todos, hasta los no británicos, queremos compartir con alguien esta noticia que, por esperada, no es menos impactante.
Es una necesidad humana ante un hecho que todos reconocemos como histórico, y del que queremos ser testigos, pero también algo que nos conecta con el simbolismo y la magia de la monarquía en el momento del fallecimiento de la última reina de los viejos tiempos, de Lilibet, de la reina de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y la soberana de los dominios de ultramar de la Commonwealth que se extienden por casi todos los continentes.
La última reina ungida por el arzobispo de Canterbury con un aceite especial de receta secreta, que data de tiempos del reinado de Carlos I, en una ceremonia de tintes sacros y cargada de barroco simbolismo que, en el lejano 1953, ella misma, y en contra de la voluntad de su gobierno, quiso que fuese retransmitida por la BBC a todo el mundo para, con ello, dejar claro su deseo de acercarse lo más posible a todos sus súbditos aunque, eso sí, siempre guardando la debida distancia que requiere la mística de la monarquía.
Hoy el mundo mira hacia Escocia para reverenciar a la reina entre las reinas, porque decir the Queen ha sido hasta ahora decir Isabel II, ya que todas las demás monarcas, incluso las que lo son o lo han sido por derecho propio en nuestro siglo, como Margarita II de Dinamarca o Beatriz de Holanda, pasan por detrás de ella en el imaginario popular. Una reina convertida en icono cultural y popular (en “artefacto”, como dirían los antropólogos) utilizado tanto por lo reverente como por lo irreverente, pero siempre respetado por encarnar una altura simbólica imposible fuera de Gran Bretaña. Una soberana que tuvo la inteligencia de mantener una perfecta equidistancia entre cambio, modernidad y permanencia, sostenida en todo momento, y a lo largo de 50 años, en una sólida imagen tanto ética como estética. Una estética propia y sujeta a muy escasos cambios a lo largo de las décadas con sus trajes, sus sombreros y sus complementos, todos muy similares y en colores vistosos para que en todo momento los miembros de su seguridad pudiesen ubicarla en los actos públicos.
Isabel II ha muerto con puntualidad británica, sin aspavientos, ajustada al impresionante protocolo de la corte británica, rodeada de todos los suyos puestos en aviso ante la realidad inminente de una muerte que, en sí misma, no es sino el tránsito natural de un reinado a otro, de un tiempo viejo a un tiempo nuevo del que aún no conocemos los parámetros pero que ya genera inquietudes. Y lo ha hecho en su casa, en el castillo de Balmoral, allá en las tierras altas de Escocia tan caras a su progenitora, la determinada y recordada reina madre. En el lugar más sencillo y más bucólico de entre todos sus palacios, en la casa que amaba profundamente y a la que tanto le gustaba retirarse del ruido del mundo para estar con los suyos, calzarse las botas de agua, conducir su propio Land Rover por los páramos y salir a dar grandes paseos en medio de la naturaleza. No quiso fallecer en el hieratismo frío del palacio de Buckingham, ni en su palacio de Sandringham, más asociado a las frivolidades de su bisabuelo el rey Eduardo VII.
La población ya se ha echado a la calle, han sido muchos los que han transmitido sus condolencias: desde rostros conocidos a otras casas reales, y nos queda ser testigos de jornadas luctuosas, y de sentido pesar, en una Gran Bretaña que no puede entenderse sin esa monarquía tan exclusiva que conforma de forma atemporal, y con fuertes reminiscencias medievales, la columna vertebral (el backbone) del estado. Porque en Gran Bretaña todo huele a monarquía, la reina, o el rey, en ejercicio es quien en su persona aglutina los antiguos reinos y territorios de Inglaterra, Escocia, el país de Gales e Irlanda del Norte, y, además, es la cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Porque, desde los tiempos de su homónima Isabel I, la reina virgen que nunca quiso casarse porque unió su vida y su corazón al destino de Inglaterra, la monarquía, con sus idas y sus venidas, ha sido siempre madre para el pueblo británico. De ahí la orfandad que esta pérdida hace sentir hoy entre su pueblo.
La grandeza de Isabel II, que como un diamante tiene muchas facetas, surge de su capacidad para haber sabido encarnar a la perfección lo que es la realeza simbólica; algo que va más allá de lo personal y de los deseos, pasiones o anhelos de quien se ciñe la corona. Una tarea para la que contó con el ejemplo de sus padres, a los que veneraba, el tímido y apocado Jorge VI y la fuerte y voluntariosa Lady Elizabeth Bowes-Lyon, en quien ella siempre pudo apoyarse y quien, en aquel annus horribilis de 1992, le escribió para decirle: “Creo que has estado maravillosa y así lo piensa todo el mundo”. Isabel fue una mujer educada en un mundo de exclusión y en las pesadas servidumbres de la corona, pero también en el liderazgo esencialmente sordo de la corona tal y como, una vez más, su madre recordaba al duque de Edimburgo en las semanas previas a su boda con Isabel: “Hay tanto que se puede hacer en este confuso y tan preocupado mundo, mediante el ejemplo y el liderazgo, y estoy segura de que Lilibet y tú tenéis un gran papel que jugar”.
Desde ese lugar, el suyo ha sido un reinado de aperturas en los pequeños gestos: los mensajes de Navidad televisados desde 1957, el acercarse por primera vez no solamente a la gente en la calle (por supuesto sin tocar y siempre con guantes), sino también a los jefes tribales zulúes o maoríes de las tierras de la Commonwealth; el viajar a todos los territorios de la corona para acercarse a sus súbditos de tantas etnias; su presencia en los funerales de un rey católico en el caso de Balduino de Bélgica; los cambios en la ley de sucesión de la corona; o el decidir, con ocasión de sus bodas de plata, en 1972, apearse por primera vez el 'nos' mayestático para dar finalmente paso al 'yo'. Todo ello sin perder un ápice de majestad y sin privar a la corona de sus ricas y barrocas tradiciones, como la vistosa apertura del Parlamento llevando la corona imperial del estado (en la que se inserta el maravilloso diamante koh-i-noor) que el día anterior, como contaba Andrew Morton, tenía que probarse en palacio en bata y zapatillas para poder caminar al día siguiente del modo adecuado en Westminster.
Todos echaremos de menos a the Queen, y su figura, los hechos de su reinado, sus múltiples problemas familiares, la fijeza de su imagen, sus trajes y su imagen icónica permanecerán en la memoria colectiva. Émula de aquellas otras dos grandes reinas británicas que conformaron como nadie la monarquía y el estado, Isabel I y Victoria I, Isabel II pasará a la historia con letras grandes y, como gran homenaje a su figura, en próximos días veremos, una vez más, como la monarquía británica despliega todo su mágico esplendor (el pageant) para que, por un momento, todos podamos conectar con su poderosa carga simbólica que tanta admiración despierta en todo el mundo. La reina ha muerto, pero no hay que olvidar el ¡viva el rey!, porque el hasta ahora príncipe de Gales, el príncipe Carlos, ya es rey, e ingenuos aquellos que siempre creyeron que Lilibet abdicaría algún día. Imposible, porque hubiera supuesto ir en contra de su propia esencia.
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09/09/2022 - 05:00
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