Un recorrido (forzosamente incompleto) por las huellas de los escritores en la indiscutible capital mundial de la literatura, repleta de casas-museo, librerías y cafés de leyenda
“No seas inhospitalario con los extraños, podrían ser ángeles disfrazados”. Esta frase, atribuida al poeta irlandés W. B. Yeats, se lee en una de las paredes de la librería Shakespeare and Company, la más famosa de París. Ubicada en la margen izquierda del Sena (frente a la catedral de Notre Dame), es un santuario para letraheridos. La inscripción no es postureo: más de 30.000 personas han pernoctado en el local, a cambio de leer un libro al día, ayudar en el establecimiento un par de horas y escribir una autobiografía de una página para el archivo de George Whitman, el estadounidense que abrió el negocio en 1951, en el número 37 de la Rue de la Bûcherie.
Whitman murió en 2011; su hija Sylvia cogió las riendas de la librería, que ha modernizado sin perder su esencia: vende obras en inglés, mantiene un rico programa de actividades gratuitas, produce un podcast y ha abierto un café justo al lado. Ahora no admite huéspedes (temporalmente), debido a obras en el edificio, pero nunca faltan turistas y lectores que curiosean entre pasillos y habitaciones llenos a reventar de libros y revistas de segunda mano. Allí lo envuelve a uno el acogedor aroma de las páginas viejas.
Shakespeare and Company
El estadounidense George Whitman abrió el negocio en 1951; ahora su hija Sylvia lo ha modernizado sin perder su esencia
Antes de despedirnos de la mítica librería, una aclaración: su primer nombre fue Le Mistral, pero Whitman lo cambió en 1964, como homenaje a la librera Sylvia Beach, compatriota suya y fundadora en 1919 de la Shakespeare and Company original, en el barrio Latino. El local de Beach fue un cenáculo literario frecuentado por los mejores escritores y poetas anglosajones que vivían en París: James Joyce, Scott-Fitzgerald, Hemingway, Gertrude Stein, T. S. Eliot, Ezra Pound… El de su sucesor no desmereció: allí coincidían Lawrence Durrell, Henry Miller, Allen Ginsberg, William Burroughs, Anaïs Nin y Julio Cortázar, entre otros.
Ya que estamos junto a la margen izquierda del Sena, y para acabar de emborracharnos de letra impresa, podemos pasear entre los muchos puestos de bouquinistes (libreros de viejo y de ocasión) que flanquean la corriente, como solía hacer Hemingway. También los hay en la orilla derecha, así que no mentimos al decir que el río fluye aquí entre libros.
El corazón escrito del barrio Latino
El nombre de uno de los barrios más literarios de la ciudad se debe a que en él se construyó la Universidad de La Sorbona, fundada en 1257. Hasta el siglo XVIII, los estudios se hacían en latín, lengua que era común oír en las conversaciones callejeras de los estudiantes. Hoy es una zona muy popular y animada, aún cuajada de excelentes librerías pequeñas y “de toda la vida”, aunque amenazadas por la subida de los alquileres y la competencia de las grandes superficies. Una de estas joyas es The Abbey, parecida a Shakespeare and Company (pero no tan abarrotada); se encuentra en un edificio protegido del siglo XVIII que fue un hotel, y desde 1989 es un lugar imprescindible para los aficionados a los libros en inglés.
Han sido muchos los escritores que han vivido en el barrio Latino: así lo hizo en los primeros años de la década de 1920 Ernest Hemingway, acompañado por su primera mujer, Hadley Richardson. De junio a septiembre de 1922, James Joyce dio los últimos toques al Ulises en un apartamento del número 71 de la calle del Cardinal Lemoine (Hemingway vivía en el 74). Mario Vargas Llosa remató en 1961 su primera novela, La ciudad y los perros, en una buhardilla del Quartier latin, donde pasó varios años en los 60; en un hotelito del vecindario (el Wetter) escribió parte de La casa verde, que acabó en 1965. También hay quien murió allí: así le ocurrió en 1896 al poeta simbolista francés Paul Verlaine, empobrecido y ahíto de absenta.
Legendarios cafés literarios
“Elogio del café, donde fuimos inmortales una hora. El café: la libertad, el sentimiento de la amistad, perfecto. Los amigos, aislados de las circunstancias del momento; la palabra, la poesía, reinas…”. Esta frase pertenece al borrador de Rayuela (se cayó de la versión final), la gran novela de Julio Cortázar, que vivió en París más de 30 años y lo recorrió de arriba abajo. Algo sabría de sus cafés, aunque al parecer no los frecuentaba tanto como la frase haría suponer.
Quienes sí iban (y mucho) a los cafés eran Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, pareja y dos de los intelectuales más famosos del siglo XX. ¿Sus preferidos? El Café de Flore y Les Deux Magots, los dos en el Boulevard Saint-Germain, donde vivieron muchos escritores. El primero era casi su casa: allí se pasaban las horas escribiendo y de tertulia con autores como Boris Vian y Albert Camus. Por Les Deux Magots (su segunda residencia), que se conserva casi igual que hace un siglo, pasaban habitualmente luminarias literarias como el citado Camus, James Joyce y Bertolt Brecht. Muchísimos turistas y lectores voraces se acercan hoy a tomar algo o comer en uno de estos locales repletos de glamur intelectual.
Hay más establecimientos imprescindibles en esta ruta literaria. Uno es Le Procope (barrio del Odéon), que presume de ser el café más antiguo de París. Abierto desde 1686, acogió a grandes figuras de la Ilustración, como Diderot, Voltaire y Rousseau. Más adelante, convertido ya en brasserie, lo frecuentaron superestrellas decimonónicas de las letras, como Victor Hugo, Balzac o Paul Verlaine.
Otro imperdible es La Closerie des Lilas, un elegante (y caro) restaurante: si sus paredes hablaran qué no dirían de las horas que pasaron allí Émile Zola, los hermanos Goncourt, Apollinaire, André Gide y Oscar Wilde, o, ya en el siglo XX, los estadounidenses Scott-Fitzgerald, Hemingway y Henry Miller.
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir frecuentaban El Café de Flore y Les Deux Magots
Para comer o tomar un buen vino entre libros, nada como La Belle Hortense, situado en Le Marais, un barrio muy de moda. El tiempo se te hará corto entre sus paredes vestidas con botellas y libros, viejos o de actualidad. Podríamos seguir hasta agotarnos, pero con estos ejemplos basta para hacerse una idea cabal de la importancia de los cafés, brasseries y restaurantes en la vida intelectual y literaria parisina. En esto, como en tantas cosas, es aplicable el título del libro autobiográfico que escribió Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca.
Hoteles para aves de paso
“–Dicen que cuando los americanos buenos mueren van a París –dijo Sir Thomas riendo...
–¿En serio? ¿Y dónde van los americanos malos cuando mueren? –preguntó la duquesa.
–Van a América –murmuró Lord Henry”. Este intercambio de frases de El retrato de Dorian Gray muestra el ingenio de su autor, Oscar Wilde, que murió el 30 de noviembre de 1900 arruinado y en el ostracismo en un pobre hotel parisino (el D’Alsace), convertido hoy en L’Hotel, un pequeño hotel de lujo en el corazón del barrio de Saint-Germain, donde se exhibe la factura que dejó sin pagar el escritor. Se puede dormir en la habitación en la que falleció Wilde, aunque no está al alcance de muchos bolsillos.
Otro hotel de peregrinaje literario es el Relais Hotel du Vieux Paris, ubicado en el barrio Latino, muy cerca del célebre puente Saint-Michel, donde se disfruta de una vista privilegiada de Notre Dame. A finales de los 50 y principios de los 60 fue conocido como “el hotel Beat” (por entonces era un modesto alojamiento que ni siquiera tenía nombre), ya que se convirtió en el lugar de residencia de algunos de los más conocidos representantes de la generación Beat, aquel grupo de escritores estadounidenses que adelantó la contracultura de los 60. Allí estuvieron, entre otros, Allen Ginsberg y William S. Burroughs, quien culminó su novela El almuerzo desnudo en este pintoresco alojamiento.
En las casas de dos fenómenos
A mediados del siglo XIX, el escritor Victor Hugo era como una estrella del rock. Su enorme éxito y popularidad alcanzaron su cima en 1862, cuando publicó Los Miserables. Hoy sigue siendo célebre, y la casa en la que vivió en París entre 1832 y 1848 es uno de los templos literarios de la ciudad. La Maison de Victor Hugo, en el número 6 de la preciosa plaza de los Vosgos, se ha convertido en un museo que conserva buena parte del mobiliario y la decoración original, dibujos y obras de arte del propio autor. Visitarla es un viaje en el tiempo, y gratis (solo se paga en las exposiciones temporales).
El jardín de la casa de Honoré de Balzac y su interior se conservan casi intactos
La casa de Honoré de Balzac también merece una visita. En apenas tres décadas (murió en 1850), Balzac despachó casi un centenar de novelas que componen La comedia humana, un fiel retrato de la sociedad francesa de la época. Muchas las escribió en esta vivienda, situada en el barrio de Passy, cercano a la torre Eiffel y por entonces un pueblecito. El jardín de la casa y su interior se conservan casi intactos, y se exhiben numerosos objetos personales del novelista, al que no cuesta imaginar allí, escribiendo como un galeote las historias con las que pretendía pagar a sus muchos acreedores. Balzac, más bien pobre, vivió en varias de las habitaciones de alquiler de la casa, que contaba con más inquilinos.
Si tenemos tiempo, no está de más pasarse por el Museo de la Vida Romántica, un caserón construido en 1830 en el barrio de Pigalle, a los pies de Montmartre. La planta baja se dedica entera a George Sand, seudónimo de la novelista decimonónica Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant. Hay muebles de su época, recuerdos de la escritora y un gozoso jardín en el que descansar.
La muerte no es el final
Al menos mientras uno siga vivo en el recuerdo. Varios cementerios parisinos son remansos de paz en los que descansan tantos escritores –en tumbas lujosas o modestas– que se pierde la cuenta. Es habitual ver sobre sus sepulcros diversos objetos, mensajes escritos a mano y flores frescas que dan fe de que la gloria literaria es una forma de inmortalidad.
El enorme cementerio del Père-Lachaise (44 hectáreas, más de 5.000 árboles y unas 70.000 sepulturas en pleno distrito XX) es un lugar maravilloso para pasear, como un parque: a veces melancólico, otras colorido y casi alegre, en ocasiones misterioso y lúgubre, y siempre hermoso. Allí, además de decenas de artistas, encontraron su última morada escritores como Jean de La Fontaine, Molière, Alfred de Musset, Honoré de Balzac, Guillaume Apollinaire, Oscar Wilde, Colette, Marcel Proust… Hay visitas guiadas y planos para buscar sus sepulturas, pero es un placer deambular y darse el gusto de encontrárselas al azar, como en un bingo algo macabro.
El cementerio de Montparnasse, abierto en 1824 en el bohemio barrio del mismo nombre, es por tamaño la segunda necrópolis intramuros de París (19 hectáreas), tras el Père-Lachaise. Muy arbolado y agradable, también acoge a un puñado de grandes escritores: Charles Baudelaire, Guy de Maupassant, César Vallejo, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir (unidos también en la muerte), Julio Cortázar, Samuel Beckett, Eugène Ionesco, Marguerite Duras…
Cerramos este tour necrofílico-literario en el cementerio de Montmartre, cercano a la basílica del Sacré Coeur. Más pequeño que los dos anteriores, tiene una tumba que visitan muchos amantes de la literatura: la de Stendhal (1783-1842), un habitual en las listas de los mejores novelistas de la historia. El autor de La Cartuja de Parma y Rojo y negro hizo grabar en su lápida un epitafio que contiene una hermosa y precisa frase: “Escribió, vivió, amó”.