La Plaza de Armas de Trujillo es la más grande de todo Perú y, tal vez, las más hermosa.
(PromPerú)
Emplazada en medio del desierto costero que ocupa el norte del país del Machu Picchu, esta encantadora ciudad de tradición literaria y buena mesa parece estar encapsulada en el tiempo
Compite en belleza con su homónima española, la Trujillo de Cáceres, amurallada y monumental. Dos ciudades unidas por el cordón umbilical del nombre y por un personaje histórico, Francisco Pizarro, icono de la aventura conquistadora nacido a este lado del Atlántico. Él mismo fue quien bautizó a este rinconcito americano con el topónimo de su tierra natal.
La que nos ocupa, la Trujillo de Perú, la encontramos en el norte, muy próxima a las costas del Pacífico. Aquí nació con su trazado en cuadrícula, según los postulados de la Corona, materializando como otras muchas ciudades la nostalgia del descubrimiento. Y es que en ella no solo reside la Plaza de Armas más grande de todo el país, sino tal vez una de las más hermosas.
Policromada en colores pastel, se trata de todo un alarde de arquitectura virreinal: las fachadas republicanas, las balconadas de madera, las ventanas con rejas a modo de encaje. Edificios que hoy son museos, restaurantes y tiendas de artesanía, presididos todos por la majestuosa catedral ocre, que exhibe una mescolanza de estilos: barroco, neoclásico, manierista… En el centro, la escultura labrada en mármol por el escultor alemán Edmund Moeller está dedicada al trabajo, las artes y la libertad.
Un paseo con solera
A Trujillo, la ciudad de la eterna primavera, hay que pasearla plácidamente, eso sí, con la paz interrumpida cada tanto por los bocinazos de los coches. Dicen sus habitantes que tocar el claxon es el deporte nacional en esta ciudad con fama de rebelde y revolucionaria. No en vano, fue la primera urbe de Perú en declarar la independencia de España. De este episodio queda la Casa de la Emancipación, donde tuvo lugar el pacto de la proclamación en 1820. Paradojas de la historia, hoy acoge un banco BBVA.
Muy cerca sorprende el Palacio Iturregui, inconfundible por sus muros de amarillo chillón. Esta construcción del siglo XIX, con esbeltas columnas interiores y molduras de oro en el techo, exhibe la más elegante influencia del neoclásico y el rococó. Si bien en su día fue la residencia del general que lleva su nombre, hoy es un club que reúne a los adinerados de la ciudad con un bar, una biblioteca y una sala de juegos.
Ambas casas las encontramos en la calle Pizarro, una de las arterias principales de tránsito peatonal, flanqueada de bulliciosos comercios. Otra es la avenida de España, que sigue el trazado de la antigua muralla y circunda el centro como un anillo. Entre ambas, de tanto en tanto, no será difícil toparse con bonitas iglesias en cuyo interior se esconden auténticas virguerías en pan de oro y madera tallada.
La huella del poeta
Gracias al fértil valle del Moche, Trujillo ha sido siempre un lugar de economía próspera. También ha sido campo de cultivo para la intelectualidad, especialmente a comienzos del siglo XX, cuando la ciudad se llenó de bohemios que impulsaron la literatura, la música, el teatro y las artes plásticas, alimentando la fascinación por el mundo precolombino que el incipiente desarrollo arqueológico estaba favoreciendo.
Fueron los tiempos en los que sobresale una figura crucial: la de César Vallejo, el poeta más leído de Perú. Aquí donde no nació, pero sí se formó como escritor, alumbró muchos de sus desgarradores versos. “Hay golpes en la vida, tan fuertes … ¡Yo no sé!”. Cuentan que a menudo se le veía asomado al balcón de su habitación del hotel El Arco, en el número 7 del segundo piso.
Hoy, la planta baja de este edificio acoge el Rincón de Vallejo, uno de los restaurantes más emblemáticos de Trujillo, exponente de la cocina criolla del norte. Es el lugar donde, entre retratos y poemas del autor, hay que atreverse con un Desayuno Vallejiano, auténtica bomba calórica para empezar bien el día: chicharrones crocantes acompañados de rellena de cerdo doradito, camote frito, mote, yuca, zarza criolla y una taza de café pasado.
Después, con el estómago bien lleno, se podrá seguir el Mapa Literario de César Vallejo, con el que descubrir no solo los parajes por los que transitó el poeta, sino también la historia de Trujillo a través de la literatura.
Gastronomía de dioses
Comer, efectivamente, es otro de los grandes reclamos de esta ciudad que se jacta de la calidad de sus chicharronerías y huariques, esas casas de comida populares que, con el tiempo, se convierten en restaurantes.
Y es que a la mundialmente aclamada gastronomía de Perú, hay que sumar las deliciosas especificaciones del norte, que tienen una tradición milenaria. Platos que se preparan a base de pescados, mariscos, algas marinas, carnes, productos de la tierra… y entre los que se contabilizan más de un centenar de potajes. El ceviche, claro —atribuido mayoritariamente a la cultura moche propia de esta parte del país—, preside la cocina. Pero no hay que perderse otras recetas tan típicas —y contundentes— como el shambar (frijoles, lentejas, garbanzos, trigo morón, habas, pellejo de chancho, jamón y unas ramas de hierbabuena) o la sopa teóloga (caldo de gallina y res con pan remojado, papa, leche y queso).
Con tal gusto por la buena mesa, restaurantes hay para dar y tomar por toda la ciudad. Pero por nada del mundo hay que perderse Squalo’s, en la calle Díaz de Cienfuegos, con una carta inmejorable, ni el Celler de Cler, en Jirón Independencia, con recetas tradicionales, pero técnicas modernas. Lo dicho: puro sabor colonial en el Trujillo de la eterna primavera.
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