Joe Biden, en una visita a Francia para celebrar el aniversario de la Batalla del Desembarco de Normandía
(Reuters/Sarah Mayssonnier)
Joe Biden no parece haber confeccionado ni puesto en marcha un plan de sucesión al frente de los demócratas, pese a la casi unánime y avasalladora percepción de que está demasiado mayor para repetir
Esta semana, en redes sociales, en mensajes de WhatsApp, en vídeos de internet, se han ido compartiendo como la pólvora imágenes del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, presuntamente algo 'desorientado' durante las celebraciones en recuerdo del Día D en Normandía. A veces trucados, otras, elegidos con enfoque a propósito para hacerlos ver más graves, en los próximos meses y conforme se vayan acercando las elecciones de EEUU, será cada vez más habitual encontrarse con esos vídeos, utilizados por la rama más trumpista del debate público para incidir en la edad y aparente delicado estado mental del actual presidente estadounidense y rival de Donald Trump en los comicios. Pero incluso en el lado demócrata, la pregunta que surge es legítima: ¿por qué Joe Biden no utilizó los cuatro años de presidencia para aupar a alguien que ocupara su lugar en las siguientes elecciones?
Para saber por qué Joe Biden no parece haber confeccionado ni puesto en marcha un plan de sucesión al frente de los demócratas, pese a la casi unánime y avasalladora percepción, a la derecha, a la izquierda y en el centro, de que está demasiado mayor para repetir mandato, habría que darse una vuelta por su mente. Como eso es imposible, solo podemos especular. Aunque solo sea para calmar la aprensión de que nos queda por delante una campaña dura. Y después, quién sabe.
Una hipótesis pintoresca, que por supuesto no excluye otras más sólidas, es que Joe Biden es irlandés: un hombre de honor que no deja una cuenta sin saldar. Su sangre celta no se amilana ante a una pelea. En un bar o en una campaña electoral. Este es un claro estereotipo étnico, pero más injusto sería negar una hipótesis, la hipótesis del carácter, que también circula por las conversaciones estadounidenses.
Después de pasar literalmente cincuenta años en primera línea de la política, dos de ellos a nivel local, 36 en el Senado, ocho en la vicepresidencia y cuatro pergeñando la conquista del premio gordo, Biden vio como Donald Trump hizo todo lo posible para quitarle lo que legítimamente se había ganado. Al final, la ley y la tradición pudieron más, y Biden fue investido presidente. Pero por el camino quedó un aluvión de mentiras, recuentos, denuncias, un asalto violento al Congreso, y, lo que es peor, una generosa proporción del electorado que ve a Biden como un usurpador.
Donald Trump todavía no ha reconocido que Biden le ganó limpiamente, una deshonra para Biden y para la Constitución de Estados Unidos. Lo cual puede hacer de este un asunto personal, por partida doble, para el presidente demócrata, que se negaría a dejar a medias la pelea iniciada en 2020.
La segunda hipótesis, relacionada con la primera y algo más razonable, es que Joe Biden considera que es la persona más capacitada para vencer de nuevo a Trump. Ya lo hizo en 2020 y, con mayor razón, pensaría Biden, lo hará ahora, con el impulso del púlpito presidencial y con el ordenado control de la maquinaria del partido.
Ese medio siglo largo que Biden lleva en la política no ha pasado en vano. Su conocimiento de la burocracia del partido y sus contactos por todo el país son variados y profundos. Por eso su campaña, a diferencia de la más carismática y personalista de Barack Obama, depende mucho del organigrama progresista. Biden se apoya en las ramas estatales y en el núcleo del aparato: la Convención Nacional Demócrata. Por eso ha ido recaudando, hasta hace poco, mucho más dinero que su rival. Y por eso tiene a los próceres y grandes promesas del partido calladitos y a su lado, hombro con hombro. Esperando su turno en 2028 o en 2032.
Si Biden se hiciera a un lado, ¿quién podría ocupar su puesto? Sobre el papel, muchos demócratas estarían encantados de sucederle, como Gavin Newsom, Gretchen Whitmer, Josh Shapiro, Pete Buttigieg y J.B. Pritzker. Pero, a la hora de la verdad, si Biden renunciase a su candidatura, dentro del partido estallaría una incierta guerra civil que absorbería toda la energía de aquí a noviembre, y quedaría por ver si el candidato o candidata triunfante tendría tiempo de asegurarse las lealtades y las recaudaciones de las que ahora mismo disfruta Joe Biden.
Todo esto podría haberse solucionado con un largo, medido y estratégico plan de sucesión que desembocase en las primarias y que diese tiempo para que el ganador o ganadora, desde el pasado marzo en adelante, restañase las heridas y consolidase su posición en el partido. Pero, aunque todavía quedan más de dos meses para la Convención Demócrata que nominará a Biden en Chicago, y el periodista Ezra Klein, del New York Times, piensa de manera más bien solitaria que sería el momento de anunciar un cambio de cabeza de cartel, es posible que ya sea tarde para eso.
El fracaso de la 'vice'
En esta línea, hipótesis número tres: Kamala Harris. Cuando Joe Biden nombró a la entonces senadora californiana como compañera de ticket, esta ya había lanzado una campaña presidencial prometedora y fracasado en el intento. Ni siquiera llegó a la primera cita, en Iowa, en enero de 2020. En pocas semanas, la candidata cambió de opinión varias veces sobre temas clave, no encontró su lugar en el espectro demócrata y quemó el dinero que le habían dado los donantes multimillonarios.
Aun así, era 2020, y el asesinato de George Floyd había causado en Estados Unidos de la pandemia una ola de histeria identitaria. Siendo Biden un hombre mayor, blanco y moderado, la elección de una mujer relativamente joven, mitad asiática y mitad negra, como número dos, parecía la opción correcta. Una candidata que mucha gente, seguramente de forma errónea, percibió como el futuro, la transición a una nueva generación demócrata. La heredera de Joe Biden.
Poco después de inaugurarse en la vicepresidencia, sin embargo, Harris fue protagonista de montones de artículos poco lisonjeros: que si era caprichosa y susceptible, que si su entorno de trabajo era "tóxico", que si continuaba cambiando de parecer de un día para otro, etcétera.
Hay quien dice también que ni siquiera en el aspecto identitario ha logrado encajar. Es afroamericana, pero no, en realidad es mestiza, y su experiencia vital, como hija de académicos inmigrados a California, la distancia de la experiencia general de los negros y de otras minorías. Lo mismo se puede decir de su estilo, Kamala Harris fue una fiscal dura con el crimen, faceta que tradujo después en el Senado, donde se labró fama de ser una firme interrogadora. Pero en 2020, de repente, se convirtió en una reformadora woke: la antítesis de "dura con el crimen". ¿En qué quedamos?
'Suicidio demócrata'
No ayudaron el hecho de que Biden, quizás para resarcir las pequeñas humillaciones que le había infligido el altivo presidente Obama en su día, la puso al frente de la cartera más ingrata de todas, inmigración. O que la persona que le escribía los discursos, párrafos y más párrafos de vaguedades que no transmitían nada ni llegaban a ningún sitio, era probablemente un saboteador republicano encubierto.
La baja popularidad de Harris ha hecho de ella una de las víctimas favoritas de los líderes republicanos. Como dijo Nikki Haley, rival de Trump en las primarias republicanas y ahora, de nuevo, aliada, si Biden gana de nuevo, Estados Unidos estará "a un latido de corazón" de una presidencia de Kamala Harris.
Así que esta hipótesis sugiere que Biden se aferra a la presidencia para no tener que pasar el testigo a Harris, ya que sería probablemente un suicidio demócrata: la vicepresidenta tendría menos posibilidades de ganar que el envejecido Biden.
Pero quizás la explicación más sencilla de todas es que Biden, simplemente, es humano. Y además es un político. Y el poder es apetitoso, especialmente si uno lleva cincuenta y cuatro años ejerciéndolo, pronunciando discursos, siendo recibido con actitud reverencial y sonrisas suaves, recibiendo atención y reclamos continuos, acudiendo a galas con gente famosa, rica, guapa, poderosa o todo lo anterior.
Este simple hecho, que Biden quiere acabar el trabajo y no pasar a la mediocre lista de presidentes de un mandato, ha sido empañado por nuestros sesgos cognitivos: desde que Biden anunció su campaña presidencial de 2020, algunos reporteros cometieron el error de dar por hecho que solo sería presidente cuatro años. El veterano líder cumpliría el noble papel de ser un presidente-puente, un agente de estabilidad que sanaría los traumas nacionales dejados por el trumpismo y roturaría el terreno para que germinaran las semillas de una nueva generación. Luego, todavía más avejentado, con el pelo blanco como el plumaje de un cisne, la espalda encorvada y sus proverbiales gafas de aviador, Biden se retiraría en 2025 a su mansión de Delaware a disfrutar de sus últimos días con su mujer y su amplia familia.
Algunos artículos como este de Politico llegaron a publicar, allá por el lejano año 2019, que este era realmente el plan de Biden y que así se lo habría señalado él mismo a sus colaboradores. Quizás Biden jamás tuvo esa intención. Ahora la percepción generalizada es que Biden está mucho más viejo que en 2020, cuando ya se decía que estaba demasiado viejo. Y buena parte de Estados Unidos tiene la sensación de ver cómo un transatlántico político se dirige lentamente, pero en línea recta, hacia una colisión. A no ser que se nos reserve una enorme sorpresa.