A la afueras de Beijing, la bodega Changyu AFIP, que aspira a tener cosechas de estilo europeo, es una experiencia tipo Disney que incluye réplicas de un castillo francés y una aldea europea con su propia iglesia medieval. Photography by Nacho Alegre
EN UN INUSUAL DÍA DESPEJADO, Grace Vineyard, unos 500 kilómetros al sudoeste de Beijing, podría confundirse por un viñedo en la Toscana. El balcón de la mansión de estilo italiano da a frondosas hileras de vides extendiéndose hasta el horizonte, donde las montañas sobresalen entre la neblina. Las mesas de picnic están esparcidas bajo árboles delgados que susurran con el viento. Pero si tomas un paseo fuera de los límites del viñedo, te adentras en el corazón de la China rural. Caminos sin pavimentar conducen a villas de agricultores con casas de fachadas desvencijadas decoradas con viejos eslóganes del Partido Comunista y deshilachadas banderas rojas. Las ruidosas motocicletas son destartaladas reliquias de la época de Mao. Los recolectores de uva se mueven por los campos llevando los tradicionales sombreros campesinos de alas anchas. Más allá, están las casi olvidadas carreteras de la provincia de Shanxi, una región que en la era imperial era un importante centro comercial y bancario, pero que en las últimas décadas se ganó una mala fama por la contaminación de sus ciudades dedicadas a la industria del carbón. A una corta distancia en auto quedan ruinas de la antigua gloria de China, como la enorme Mansión de la Familia Chang, que una vez fue el lujoso hogar de comerciantes de té, con su interior revestido de madera exquisitamente tallada.
Grace Vineyard está más enfocada en el futuro de China. En su elegante comedor adornado con arte contemporáneo, un pequeño ejército de camareros se desliza a mi alrededor. Mientras tanto, en la cocina preparan un banquete de deliciosos platos de Shanxi, incluyendo fideos cortados con tijeras, pescado de río salteado y pastelería frita bing. Un insistente camarero viene silenciosamente en intervalos regulares a llenarme la copa con el cabernet mezcla de la casa, el rico y aterciopelado Chairman’s Reserve de 2008, que recibió una calificación de 85 en el sitio web del crítico Robert Parker por su suave sabor a mora y notas de hoja de laurel, pimienta y cedro.
Grace está a la vanguardia de una de las tendencias menos esperadas de China, al ser la más exitosa de la reciente oleada de bodegas boutique. La mayoría ha surgido en el seco terreno de Ningxia, en el norte, pero los productores vitivinícolas también se están adentrando en terrenos más variados de China, para llevar la vid desde los desiertos de la vieja Ruta de la Seda hasta las estribaciones del Himalaya. Existen ya más de 400 bodegas en el país. Los consultores de vino de Francia, Grecia, California y Australia se están volviendo tan comunes como los expertos en tecnología extranjeros en Shanghai. El vino nacional se está vendiendo no sólo a expatriados sino también a una clientela china cada vez más sofisticada.
Los resultados están empezando a sorprender a los críticos. En 2011, el cabernet mezcla Jia Bei Lan, de la bodega Helan Quingxue, se convirtió en el primer vino chino en ganar el prestigioso premio internacional en los Decanter World Wine Awards (los jueces destacaron su aroma “flexible, grácil y maduro” así como su “excelente duración y sus taninos firmes”), y cuatro tintos chinos, encabezados por el Chairman’s Reserve de Grace, les ganaron a los burdeos franceses en una cata a ciegas en Beijing con jueces internacionales. Aunque algunos protestaron —los vinos tenían que ser de menos de US$100, incluyendo el impuesto de 48 por ciento de China sobre vinos importados—, los chinos más orgullosos aclamaron el resultado como el comienzo de una nueva industria, evocando la famosa cata a ciegas de 1979 en la que los vinos de California se impusieron por primera vez a los franceses.
A medida que avanzan, los pioneros del vino fino en China quizás también ayuden a eliminar uno de los muchos mitos sobre este país. La creencia popular es que China puede reproducir manufactura y tecnología occidental de un día al otro, pero que las delicias de la gastronomía artesanal europea, desarrolladas a lo largo de generaciones, son imposibles de duplicar. Aun así, aparte del vino, hay decenas de pequeños productores en China que están intentando hacer precisamente eso, y con un éxito sorprendente. Trufas, quesos burrata, feta y roquefort, prosciutto, baguettes y foie gras; casi todos los productos gourmet de Occidente están siendo elaborados por empresarios chinos para una nueva gama de comensales aventureros. El Temple Restaurant Beijing, un centro contemporáneo que es parte de un templo de 600 años cerca de la Ciudad Prohibida, ofrece excelentes quesos de estilo francés elaborados por Le Fromager de Pekin, del productor local Liu Yang. Sus especialidades incluyen un Beijing Blue y un Beijing Gray, cuyas consistencias están entre la de un camembert y un Saint Marcellin. En el Sir Elly’s Restaurant, del hotel de cinco estrellas The Peninsula Shanghai, la selección de caviar incluye tres variedades chinas. La industria del caviar de China, asentada en los ríos fronterizos con Rusia, lleva una década obteniendo galardones y está exportando a Estados Unidos y Europa.
Carteles en Changyu dirigen a los visitantes a un nuevo mundo de vino de uva, antes considerado sólo para paladares occidentales. Photography by Nacho Alegre
El mayor desafío es convencer a los consumidores de que les den una oportunidad a los productos gourmet chinos, un problema especialmente difícil con el vino. El interés en el vino de uva parece culturalmente muy distante del Reino Medio. Durante 4.000 años, los chinos han preferido el vino hecho a partir de granos (normalmente arroz), un fermento oscuro, fortificado y parecido a jerez seco. (Se convirtió en monopolio del Estado bajo la antigua dinastía Tang, cuando el gobierno operaba tabernas que funcionaban también como burdeles, a cuyas puertas había mujeres que tocaban música para atraer clientes). Al igual que muchos extranjeros que no conocen esta industria, cuando me ofrecieron una copa de vino chino en M on the Bund, un espectacular restaurante de Shanghai, pensé que me estaban haciendo una broma. La noción de vino chino provoca comentarios sobre sus nocivos efectos secundarios, como perder las papilas gustativas, por ejemplo, o incluso la vista en un ojo. “Hace cinco años a lo mejor habrías estado en lo cierto”, dice Michelle Garnaut, dueña del restaurante, al darme una copa del chardonnay de Grace de 2010 en el balcón con vista a los rascacielos de Pudong. El primer sorbo es una sorpresa: con definición, brillo y notas suaves de nectarina.
El vino de uva se comenzó a elaborar comercialmente en China en 1892 a partir de vides importadas de California, y era vendido a residentes extranjeros y a la ascendente clase de chinos occidentalizados. En 1915, esa bodega, Changyu, ganó una serie de medallas de oro en la Exposición Universal de San Francisco, y en los salvajes y decadentes años 30, la sensual estrella de cine Hu Die (“la Marilyn Monroe china”) promovió este vino en Shanghai. Después de un largo período de estancamiento tras la revolución comunista, la producción de vino comenzó a crecer junto con una mayor apertura al capitalismo en los años 80. Según Vinexpo, la asociación internacional de vino y licores, China es ya el octavo productor de vino y alcanzará el sexto lugar en 2016, para superar a Australia y Chile. No obstante, el énfasis siempre ha estado en la cantidad más que en la calidad, con enormes compañías estatales como Great Wall o Dynasty que producen vinos baratos a velocidad industrial para los consumidores chinos, muchas veces con uva importada de Argentina y Sudáfrica.
Para ver una bodega de la vieja escuela, una tarde lluviosa me dirigí a Château Changyu AFIP, situada en un distrito rural a una hora y media en auto al noreste de Beijing. La empresa desciende de la bodega pionera de 1892 y ahora forma parte de un conglomerado de tal escala que daría escalofríos a cualquier enófilo. La bodega no es difícil de encontrar ya que cuenta con una réplica de un château francés, con sus torretas elevándose sobre el viñedo. La sensación de estar en una fantasía de DisneyDIS -0.28% va en aumento al ingresar a una parte del complejo llamada Pueblo Extranjero, con la réplica de una aldea europea —iglesia medieval incluida—, una tienda donde recién casados chinos pueden tener su foto impresa en etiquetas de vino y un local extrañamente llamado Fábrica del Santo Grial.
Conmigo está Jim Boyce, un bloguero de Beijing que lleva cubriendo la industria del vino por más de ocho años y ha sido un constante defensor de los vinos boutique de Shanxi y Ningxia. De apariencia ligeramente desgarbada y de un humor mordaz, Boyce está teniendo dificultades para reajustar su paladar a la contaminación de China después de un viaje al bucólico Valle de Sonoma, en California. Durante días tras su retorno a Beijing, bromea, el buqué de los vinos, bueno o malo, se parecía un poco al esmog, y el primer sorbo sabía a plomo. (“Y las resacas son peores aquí”, se lamenta).
Una guía llamada Nan Xìa nos lleva dentro del château para observar la bodega parecida a un búnker, donde las colecciones privadas de vino están almacenadas detrás de escudos artúricos grabados con caligrafía china, y el Museo de la Cultura de Vino, que incluye una foto de los vinos the Changyu siendo servidos al presidente Barack Obama durante una cena de Estado. (“Lo más cercano a un intento de asesinato”, murmura Boyce). La visita termina en una cavernosa sala de catas donde un joven sumiller, Wong Fuyue, sirve sin demasiada convicción un chardonnay de 2008 a temperatura de ambiente mientras suena una versión del tema de Titanic. “Yo describiría este vino como anémico”, dice Boyce. “No tiene mucha nariz, pero al menos está limpio”. Cuando nos dicen que se vende por más de US$100 por botella, casi se le cae la copa de la mano. “¡Podría comprar una botella de vino chileno en el supermercado por US$12 y sería mejor!”.
Tras visitar Changyu, se entiende por qué los amantes del vino chino están tan emocionados y aliviados por el surgimiento de pequeños productores. Algunos expertos dicen que la simple novedad de la situación lleva al exceso de entusiasmo. “Hace unos años, el vino chino era terrible”, cuenta Boyce. “Ahora no lo es, pero la industria está aún en su infancia”, advierte.
Los vinos boutique son caros porque la producción es de pequeña escala y el transporte es caro en China: se venden a entre US$40 y US$80. La calidad de estos vinos boutique es innegable. El país tiene la tierra, el clima y la aptitud para los aspectos técnicos de la producción, y la gama de vinos nacionales está creciendo, como tantas cosas en China, a un nivel acelerado.
Liu Yang, que se enamoró del queso francés mientras estudiaba en Córcega, ahora produce su propia gama de quesos bajo la etiqueta Le Fromager de Pekin. Photography by Nacho Alegre
El CRECIMIENTO de las bodegas boutique es apenas uno de los elementos que están sacudiendo el mundo vinícola en China; otro es el reciente auge de la importación de vinos internacionales. En el segmento más lujoso, los cambiantes gustos de los súper ricos de China están dictando los precios en las casas de subastas de todo el mundo. Hong Kong abrió el camino en 2008 al eliminar el impuesto a los vinos importados y convertirse en 2011 en el mayor mercado de subastas de vino del mundo. “La gente dice que es un milagro, pero no lo es”, señala Gregory De’eb, gerente general de Crown Wine Cellars, un depósito de vinos finos situado en un antiguo arsenal de la Segunda Guerra Mundial alquilado al gobierno local. Durante décadas, los ricos de Hong Kong habían almacenado sus vinos en el exterior. “En 2008, se abrieron las compuertas”, dice De’eb. “Había 40 años de conocimiento de vinos, 40 años de stock y un enorme capital. Todo estaba en su sitio”.
Este conocimiento del vino está ahora llegando a la China continental. “China empezó tarde, pero está poniéndose al día rápido”, dice Simon Tam, director de vino de la casa de subastas Christie’s en China. “En apenas unos años la gente ha llegado a niveles muy altos de apreciación. Los clientes chinos solían hablar sólo de precios y años de cosecha, no de lo que había en la botella. Ahora lo importante no es la cantidad de dinero que tengas, sino cómo lo expresas en conocimiento del vino”. Tim Weiland, ex gerente general del exclusivo Aman at Summer Palace, en el antiguo retiro del emperador en Beijing, sugiere que la imagen de la clase alta de China, de nuevos ricos vulgares —mezclando burdeos costosos con Coca-Cola, KO -1.49% por ejemplo—, está totalmente desactualizada. “Los nuevos ricos de hace 10 años son ahora los viejos ricos”, dice. “Tienen casas en Suiza y en Aspen, y son increíblemente sofisticados y viajan mucho —mucho más que yo— y saben de vinos”.
Los importadores extranjeros están ansiosos por expandirse más allá del mercado de lujo, con un potencial estimado de 200 millones de consumidores de una creciente clase media que se acerca al vino por primera vez. China ya es el quinto consumidor de vino del mundo. En restaurantes lujosos de Beijing y Shanghai, donde los comensales nativos son la mayoría, los clientes suelen estudiar las listas de vinos y discuten sobre sus opciones con el sumiller. “Hace ocho años, los chinos no confiaban en el vino”, cuenta Jackie Song, ex sumiller de Sureño, un restaurante estilo mediterráneo situado en el hotel Opposite House de Beijing. “Todo lo que bebían era francés, especialmente borgoña. Pero ahora prueban vinos españoles, chilenos, griegos”.
El número de sumilleres nacidos en China ha aumentado exponencialmente en los últimos cinco años, con muchos beneficios profesionales para los más dedicados. Jerry Liao, quien ganó la Competición Nacional de Sumilleres de China en 2013, casi ni había probado vino hace una década cuando empezó a trabajar en restaurantes de primera categoría. “Básicamente me vi obligado a aprender”, recuerda. “De otra manera habría perdido mi trabajo”. Una vez que descubrió su talento, ascendió rápidamente y ahora es sumiller en el nuevo hotel Jing An Shangri-La de Shanghai. Aún más meteórica ha sido la carrera de Yang Lu, un joven y talentoso sumiller que se convirtió en el director de vinos del imperio de hoteles Shangri-La en 2012. “Estoy en la primera ola de sumilleres chinos”, afirma. “Sabemos que somos líderes de opinión. Sentimos mucha responsabilidad y hay mucha presión”.
El interior de la bodega Changyu Photography by Nacho Alegre
“Grace Vineyard es un modelo del potencial de la industria china del vino”, sostiene Tam, de Christie’s, señalando la consistencia de sus buenos resultados en la última década. Grace tiene una producción anual de dos millones de botellas, y se especializa en tintos robustos y unos pocos blancos finos. El próximo año, Grace sacará a la venta el primer vino espumoso de China, un blanc de blancs.
De todos modos, en la salvaje frontera del sabor en China, las historias de éxito de productos artesanales son pocas. Incluso el comienzo de Grace parece la premisa de un reality show. “En nuestra industria nos consideran un milagro”, dice Judy Chan, presidenta ejecutiva de esta compañía familiar, cuyo padre se mudó a Hong Kong en los años 70 después de la Revolución Cultural. “No teníamos experiencia, no teníamos conexiones ni red de distribución”. El padre de Chan, el empresario Chung Keung Chan, compró 60 hectáreas de tierra de cultivo en Shanxi en 1997 para hacer realidad su fantasía de ser bodeguero. En 2002, cuando la primera cosecha llegó al mercado, entregó las riendas a su hija de 24 años, quien no estaba para nada cualificada. Cuando su padre le dio la empresa, acababa de renunciar a Goldman Sachs. GS -2.44%Graduada en psicología, Chan había probado vino una vez, cuando en su adolescencia fue de vacaciones a Borgoña. Bebió dos copas de tinto y se durmió en el sofá.
Su llegada a la zona rural de Shanxi fue un choque. En el aeropuerto la recogieron vinicultores malhumorados que desconfiaban de su juventud, género y evidente inexperiencia. “Cuando mencionaban cabernet sauvignon, ni siquiera sabía de lo que estaban hablando”, recuerda. Pero siguió adelante con descaro, un talento que dice que aprendió en Goldman Sachs.
Tuvo que aprender casi todos los aspectos de la industria, empezando de cero, me cuenta Chan cuando nos encontramos en Bo Innovation, un restaurante en Hong Kong con estrella Michelin donde sirven una gama de vinos de Grace con su carta de cocina molecular china. Un diseñador local creó la primera etiqueta de Grace, dice Chan, pero “parecía que era para salsa de soya. Teníamos que rogar a la gente que lo tomara”. Chan contrató a un consultor australiano, Ken Murchison, y para mejorar la calidad quitaron la mitad de las vides originales, lo que horrorizó a funcionarios del gobierno. (“En China, ¡todo tiene que ser más y más grande!”). Incluso el marketing de un producto poco familiar tenía sus momentos de humor. En 2003, Grace inauguró su primera tienda minorista en Fuzhou, de donde es su familia. “Durante 16 días no entró ni una persona”, recuerda. Cuando una persona finalmente lo hizo, las cuatro vendedoras se abalanzaron. “¡Huyó! Asustaron de muerte al pobre hombre”.
Queso de Le Fromager de Pekin Photography by Nacho Alegre
El cambio llegó cuando hoteles en Hong Kong, Shanghai y Beijing comenzaron a servir vinos de Grace; la cadena The Peninsula incluso encargó una etiqueta especial. Los primeros interesados fueron extranjeros que disfrutaban de la novedad, pero una nueva oleada de chinos de clase media ha pasado a ser la mayor parte del mercado. Chan reconoce que aún hay muchos prejuicios en el extranjero sobre el vino chino. Pero si la calidad es consistente, dice, China puede superar su mala imagen, tal como lo hicieron los vinos del Nuevo Mundo. “La gente se olvida que cuando los vinos de California y Australia comenzaron los consumidores los veían con mucho, mucho escepticismo. Durante décadas los franceses menospreciaron el Valle de Napa”.
el RECELO acerca de la etiqueta “Made in China” es aún más severo en el caso de los alimentos, gracias a los escándalos de los que se ha hecho eco la prensa internacional desde 2008, cuando leche de fórmula infantil con melamina tóxica mató a seis bebés y enfermó a otros 300.000. En 2013, decenas de miles de pollos fueron sacrificados por miedo a la gripe aviar, y un círculo de delincuentes fue arrestado por vender carne de rata y visón como si fuera de oveja.
Los pequeños productores de delicias artesanales occidentales aún no se han visto afectados por este tipo de escándalos. Un ejemplo es el ascenso del caviar chino. El esturión siberiano fue importado por primera vez en 1997 a una estación de investigación en el río Amur, en la frontera con Rusia. Un científico francés que estaba de visita sugirió explotarlo. Hoy China tiene 20 por ciento de la producción mundial de caviar, llenando el vacío creado por la sobrepesca y pesca furtiva en el mar Caspio. La mayor parte del caviar se exporta a EE.UU., Europa, Japón e incluso Rusia. Se sirve en primera clase en los aviones y se vende bajo la reconocida etiqueta Petrossian. Sin embargo, aún lucha por sobrellevar el estigma del “Made in China”.
El chef suizo Florian Trento, del hotel The Peninsula Hong Kong, recuerda que se sintió muy aprensivo cuando su colega en Shanghai lo invitó a probar el caviar. “Dije: ‘¿De verdad? ¿Caviar chino?’ Él me dijo: ‘¡Confía en mí!’ Y era fantástico”. Ahora hay dos tipos de caviar chino en la carta de The Peninsula Hong Kong. “A menudo hago degustaciones a ciegas, porque los productos chinos tienen muy mala reputación”, dice Trento. “Los comensales quedan muy, muy sorprendidos”. Lo considera un patrón de lo que es posible en China. “La calidad es excelente, la industria está bien regulada y las piscifactorías son sostenibles”, asegura. “Estamos muy dispuestos a apoyarlo”. Aun así, en los mercados de Beijing el caviar chino se vende con etiquetas en cirílico para que parezca ruso.
Debido a su tamaño, la mayoría de los mejores restaurantes y hoteles de lujo importan ingredientes del exterior: carne de res de Australia, fruta y verdura de California, mozzarella de Italia. Pero en la antigua Concesión Francesa de Shanghai, un restaurante de alta categoría, el Madison, se ha ido al otro extremo y sirve sólo productos locales. La carta, aun siendo técnicamente de nueva cocina estadounidense, parece una lección de geografía china. Hay trucha ahumada de las aguas de la costa de Fujian, pollo asado de las montañas de Anhui y lomo de res Wagyu de los campos de Dalian. Las trufas para la salsa holandesa y las colmenillas para la salsa huangjiu provienen de Yunnan, en las estribaciones del Himalaya, en tanto que los ingredientes para los acompañantes, como puré de papa con tallos de ajo, provienen de pequeñas haciendas cercanas a Beijing.
“No se puede decir que China no tiene buenísimos ingredientes”, dice el chef y dueño Austin Hu, quien se mudó con su familia a Shanghai cuando tenía 8 años, y estudió en el French Culinary Institute de Nueva York, donde además fue aprendiz de Danny Meyer en Gramercy Tavern.
Sky Zhang, del restaurante de The Peninsula. Photography by Nacho Alegre
El trabajo de uno de sus empleados es buscar productos por todo el campo chino, y descubrir agricultores y pescadores fuera del sistema alimentario industrial. “Es mucho trabajo”, admite Hu cuando nos encontramos en el bar de su oscuro local al estilo del SoHo neoyorquino, un refugio del caos de la ciudad. “Cuando vas un poco más allá para encontrar a los proveedores pequeños, puede ser una revelación”. Ha descubierto pequeñas haciendas que no utilizan pesticidas, con nombres como Little Donkey Farm, que suena como de Brooklyn, Nueva York, un lugar de referencia por el peso de la producción artesanal local. Ha conocido un cervecero independiente en Mongolia Interior que vendía su cerveza en lotes de 100 cajas (“enviamos una persona para negociar y la transportamos nosotros mismos a Shanghai”) y ha hallado un delicioso jamón curado a la sal de Yunnan. (“Yo lo compararía con cualquier tipo de prosciutto”). Un pequeño productor cerca de Shanghai incluso estaba fabricando burrata desmenuzada a mano, utilizando grupos de mujeres que antes elaboraban dumplings. (“Su destreza con los dedos es muy buena”).
Hu dice que el concepto de producción local ha sido difícil de promocionar. “Al descubrir que todo proviene de fuentes locales, algunos clientes se levantan y se van. Yo les digo que están siendo cerrados. Les digo: ‘¡Pruébenlo!’, pero es difícil cambiar la actitud”. Otro problema es el alto costo relativo. “Los chinos son muy sensibles al valor”, dice Hu. “Elogian el restaurante que es xìng jià bi, o sea, de buen precio. Estos ingredientes locales no son baratos, así que es un riesgo para la gente salirse de sus hábitos de alimentación”. Sin embargo, ante la creciente preocupación sobre la calidad de los alimentos, los clientes están más preparados para pagar si saben que su comida es segura. “Durante el temor de la gripe aviar, vendimos más pollo que nunca”, cuenta el primo de Hu, Garrett, quien ayuda a operar Madison. “La gente confía en nuestros proveedores”.
Es un extraño giro que cada escándalo alimentario aumente la venta de comidas artesanales occidentales, incluso en la frontera gastronómica más difícil, el queso. Muchos chinos tienen intolerancia a la lactosa y para ellos este pesado producto es difícil de digerir. Pero Liu Yang, uno de los primeros en producir quesos artesanales franceses en China, dice que si bien sus primeros clientes en 2009 eran expatriados de Occidente, ahora hay muchos más chinos. “Los padres quieren que sus hijos coman alimentos seguros y de verdad”, sostiene. “Cuando vienen a mi tienda, les explico de dónde proviene la leche y cómo se elabora el queso”. Para la mayoría, la visita es una experiencia completamente nueva. “Les doy una tabla para probar y hablamos de cómo apreciar los sabores mientras tomamos un té”. Con su pelo muy corto y anteojos de carey, Yang parece más un intelectual de los años 60 que un gastrónomo hipster, y su fábrica, donde seis mujeres con el pelo cubierto con una malla trabajan con relucientes contenedores industriales, está situada, curiosamente, en una zona de tiendas en un suburbio de las afueras de Beijing. Su incursión en los quesos de calidad comenzó despacio, explica Yang, cuando se mudó a Francia hace 13 años para estudiar administración de empresas. “Al igual que la mayoría de los chinos, sólo había probado queso amarillo procesado”, dice. El cambio ocurrió sólo después de que se mudó a Córcega en 2005, cuando descubrió que su vecino hacía su propio queso en casa y éste se ofreció a compartir la experiencia.
A su regreso a Beijing, Yang intentó elaborar queso usando leche local, pero no pudo reproducir el sabor exacto: las vacas francesas suelen pastar en las montañas, por lo que un sabor herbal permea su leche. Las vacas chinas se alimentan de pienso en estancias industriales.
Aun así, consiguió cuidar la calidad de la leche comprando directamente de los productores y ahora obtiene leche de vacas alimentadas con pasto en el campo. Desde que abrió su tienda en 2009, ha ampliado la oferta de su queso estilo roquefort, Beijing Blue, a seis variedades de diferente suculencia y consistencia, y ha empezado a vender un queso de cabra. “La cultura de la comida es muy importante para todos los chinos, y están abiertos a nuevos sabores”, señala Yang. “Ricos y pobres van a restaurantes asiduamente. Comer es la cosa más agradable en la vida”. El salto cultural no ha sido tan grande. “Comemos tofu fermentado, así que podemos comer queso fermentado”.
La velocidad del cambio depende, en parte, de la economía china. “Hablamos sobre la educación como una forma de desarrollar la cultura de vino en China”, dice Yang Lu, de la cadena Shangri-La. “Pero lo más importante para el crecimiento es tener una clase media estable, con dinero para gastar. A diferencia de EE.UU. o Europa, acá el vino es todavía un producto de lujo, no una bebida de todos los días”. Aun así, mucha gente cree que las perspectivas sólo pueden mejorar para las bodegas locales en este territorio casi virgen.
“Es verdad que el vino chino aún no tiene una identidad reconocible, a diferencia de, por ejemplo, un vino clásico del Valle de Napa o del Valle de Clare”, dice David Shoemaker, un estadounidense que es el sumiller principal de Pudong Shangri-La, en el este de Shanghai. “Pero muy pronto, creo, vamos a poder probar el vino y decir: ‘Aaah, es un Shanxi clásico’”.
viernes, 12 de diciembre de 2014 0:02 EDT
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