El Consejo de Derechos Humanos de la ONU reunido en Ginebra, el 24 de febrero pasado, bajo la cúpula pintada por Miquel Barceló.FABRICE COFFRINI / GETTY IMAGES
Un grupo de filósofos y activistas proponen una norma que sirva de “brújula de todos los Gobiernos para el buen gobierno del mundo"
"Los periodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas”, decía el escritor alemán Ernst Jünger en La emboscadura: “Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella. En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha”. La catástrofe desencadenada por el coronavirus podría considerarse uno de esos momentos que Jünger considera de la verdad, a condición de cambiar de escala. En mitad del caos, donde Jünger veía al padre como garante de la seguridad, ahora reaparece el Estado —nacional— como el garante último de la vida de sus ciudadanos. Más allá de bienintencionados acuerdos internacionales y esferas supranacionales como la Unión Europea, papá Estado parece el único capaz de garantizar la inviolabilidad del territorio y proteger a sus nacionales.
Pero ¿tiene sentido cerrar las fronteras para luchar contra el coronavirus? ¿No es ese retorno a la soberanía nacional una reacción melancólica frente a un peligro sin pasaporte? ¿No recuerda ese gesto en el fondo a las colas que hemos visto formarse ante las tiendas de armas en Estados Unidos? ¿No era eso matar moscas a cañonazos? Un grupo de juristas y activistas ha elegido un camino muy distinto y, a pesar del momento crítico y convulso actual, ha lanzado una idea colosal: una Constitución de la Tierra como herramienta de gobernanza global. Frente al reflejo nacional, la imaginación cosmopolita quiere avanzar en la globalización del derecho.
“No es una hipótesis utópica”, dijo el exmagistrado y filósofo del derecho italiano Luigi Ferrajoli durante la primera asamblea de este movimiento en Roma el 21 de febrero pasado. “Al contrario, se trata de la única respuesta racional y realista al mismo dilema que Thomas Hobbes [autor de Leviatán y teórico del Estado moderno] afrontó hace cuatro siglos: la inseguridad general de la libertad salvaje o el pacto de coexistencia pacífica sobre la base de la prohibición de la guerra y la garantía de la vida”, explicó.
El contexto de la asamblea era a la vez antiguo y rabiosamente actual: la Biblioteca Vallicelliana, una institución tan vieja como Hobbes, y en la capital de Italia, que detectaba entonces el primer contagio local por el virus. Pero la idea lleva años fraguándose, promovida por el periodista italiano Raniero La Valle, y se había anunciado formalmente en Roma en diciembre de 2019, cuando el coronavirus era aún una realidad sin nombre ni reconocimiento oficial en China. “Hace años que se viene trabajando en una misma dirección, aunque desde diferentes perspectivas, como la necesidad de un nuevo contrato social”, cuenta por teléfono desde Buenos Aires, Argentina, Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz y otro de los promotores. Ahora la necesidad es viral y vital.
“La Constitución del mundo no es el Gobierno del mundo, sino la regla de compromiso y la brújula de todos los Gobiernos para el buen gobierno del mundo”, en palabras de Ferrajoli, autor de Constitucionalismo más allá del Estado (Trotta, 2018). El sujeto constituyente no sería esta vez un nuevo Leviatán, sino los habitantes del mundo, “la unidad humana que alcance la existencia política, establezca las formas y los límites de su soberanía y la ejerza con el fin de continuar la historia y salvar la Tierra”, afirmó en Roma. El proceso exige la adhesión de los Estados.
La destrucción del medio ambiente, el clima, el hambre o la seguridad de los migrantes parecían los problemas más urgentes hasta la pandemia que ha desatado la peor crisis desde la II Guerra Mundial, según Naciones Unidas. Pero no todo el mundo ve oportuna una iniciativa así en un momento como este.
“La Constitución de la Tierra es la carta de Naciones Unidas”, dice Josu de Miguel, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Cantabria. “Y si tenemos dificultades para la afirmación de una noción básica de derecho internacional para todos los pueblos, el paso a una Constitución de la Tierra me parece ingenuo”, añade. Además, para De Miguel, que se doctoró con una tesis sobre el Consejo de Europa, “el elemento utópico puede ser contraproducente”.
La posguerra mundial
El final de la II Guerra Mundial es el punto de referencia, tanto para quienes defienden dar ese paso como para sus detractores. “Si al final de la guerra nos hubieran dicho que hoy iba a haber una Corte Penal Internacional, o que en Europa y América Latina la convención de los derechos humanos se iba a imponer a los Estados, no nos lo hubiéramos creído”, afirma Luis Arroyo Zapatero, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Castilla-La Mancha, en favor de la idea del constitucionalismo planetario. De Roma salieron, en 1957, los tratados fundacionales de la actual Unión Europea, “que entonces era una idea extravagante de los franceses y, casi en exclusiva, de Jean Monnet”, añade Arroyo.
“Los que idearon la Comunidad [Económica Europea, germen de la UE] escaparon siempre a la ingenuidad del momento utópico”, recuerda De Miguel, autor de Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (Guillermo Escolar Editor, 2019). “Por eso pensaron en el funcionalismo: empezar con objetivos pequeños, ir consolidándolos, trabajando por la integración y que a partir de esos elementos se vaya creando la comunidad política”, explica.
La UE tuvo un momento constitucional. “En 2004 se pensó que si movilizamos una Constitución, movilizaremos una comunidad política. Pero no funciona así, quizá los ciudadanos creen que las Constituciones las hacen los pueblos, unos parlamentarios en una asamblea constituyente, etcétera”. En 2005, el proyecto de Constitución europea encalló en los referendos de Francia y Holanda, que votaron en contra. Pero los derechos fundamentales están garantizados en la práctica por los tratados y el Tribunal de la UE.
“Es absurdo que acumulemos armas para la guerra pero no mascarillas para una pandemia”, Luigi Ferrajoli, jurista
“La Constitución europea fracasó por la prevalencia de los nacionalismos”, recuerda Ferrajoli por teléfono desde Roma. “Por el analfabetismo de los soberanistas”, dice en referencia a la versión actualizada de las teorías de Carl Schmitt —sin pueblo no hay Constitución— que para él representan Salvini en Italia y Orbán en Hungría, pero también los “ricos” del norte. “No hay ningún pueblo unitario, la voluntad del pueblo es al final la voluntad del jefe”, añade Ferrajoli, que subraya el pasado nazi de Schmitt.
Para Ferrajoli, una Constitución no es la voluntad de la mayoría, sino la garantía de todos. La Constitución mundial obligaría a proteger la igualdad, el derecho a la no discriminación o la salud. Derechos que pertenecen a “la esfera de lo no decidible” y que no pueden estar a merced de las mayorías. Nadie, dice, está hablando de un Estado mundial: “Cada país deberá poder seguir decidiendo sobre lo decidible”, es decir, las políticas que no violentan los derechos fundamentales.
Con 2.500 millones de personas confinadas en el mundo, la crisis sanitaria prueba, en su opinión, que solo las “soluciones globales” garantizan nuestra supervivencia. “Es absurdo que acumulemos armamentos para la guerra y que no acumulemos mascarillas para una pandemia”, añade Ferrajoli. ¿Está la comunidad internacional madura para una propuesta como la suya? “No soy tan ingenuo: es un proceso que tardará muchos años, pero es necesario lanzar el debate público”.
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