En la city de Londres se producen muchas operaciones que terminan en paraísos fiscales / Simon Dawson (Bloomberg)
La falta de resultados en 2009 les chamuscó; ahora disponen de más herramientas de presión.
El mundo aprieta contra los paraísos fiscales y el dinero sucio. La Unión Europea y el G-20 se juegan el prestigio. ¿Podrán, o se quedarán a medias? Es una lucha contra un flujo monstruoso, cerca de 23 billones de euros negros y mutantes, más del 10% del PIB mundial, que se trasladan por el orbe en nanosegundos, sin control ni reglas, que no pagan impuestos, que provienen en un tercio del narcotráfico y otros crímenes, que contaminan cuanto tocan. Que irritan a los contribuyentes que sí contribuyen. Y que tienen dueños y padrinos poderosos: los poderosos.
Una cumbre europea discutirá el miércoles cómo acabar con el —ya residual— secreto bancario, que facilita la evasión fiscal, la elusión fiscal y la huida de capitales, esa tríada de conceptos concomitantes, pues ya dijo el ex ministro británico de Hacienda Denis Healey que “la diferencia entre evasión y elusión fiscal es el grosor de una pared de cárcel” (Treasure Islands, Nicholas Shaxson, Palmgrave, Nueva York, 2011). Traducido: un gran fraude fiscal es siempre delito.
Bruselas calcula que ese agujero negro fiscal cuesta al año un billón de euros a los europeos. Pretende que gracias a una nueva directiva, los 27 Gobiernos compartan automáticamente toda la información sobre todas las “fuentes relevantes” de ingresos, incluyendo como novedad lo esencial que se escapaba: dividendos, rentas de capital y royalties.
Veremos, porque si entre los exentos Luxemburgo cede, Austria se resiste panza arriba y las finanzas británicas tiemblan. Veremos, porque la primera directiva sobre el ahorro —o sea, sobre el capital—, que instauró en 2003 un régimen automático (sin petición de parte) de información mutua entre los Gobiernos, limitado a los intereses recibidos por personas físicas, y con tres países exceptuados, había tardado nada menos que 14 años en suscitar la unanimidad de los socios (Directiva 2003/48, DO, 3 de junio).
Al mismo tiempo, una secuencia de reuniones del G-20, con broche en la cumbre de San Petersburgo, el 5 de septiembre, decidirá sobre la última propuesta de la OCDE, acabar con la yenka de movimientos que entonan los paraísos fiscales: “Transferir los beneficios allá donde tributen a menores tipos y los gastos allá donde se desgraven en mayor medida” (Adressing Base Erosion and Profit Shifting, www.oecd.org).
Por vez primera, organizaciones cívicas críticas con los resultados obtenidos por el G-20 y la OCDE se muestran esperanzadas. “Es un momento histórico, porque asuntos que se habían excluido de la agenda durante un siglo han entrado al fin en ella”, proclama John Christensen, director de Tax Justice Network, la principal de ellas (www.taxjustice.net).
Esta red destaca que el club de los países más desarrollados —la OCDE— dirige inéditamente su foco hacia las multinacionales, al postular que presenten sus cuentas globalmente, y no por fragmentos, a todas las autoridades de los países donde operan. ¿Lógico, no? Casi revolucionario.
Porque el G-20 declamó en abril de 2009, al poco de estallar la gran crisis: “Estamos dispuestos a imponer sanciones para proteger nuestras finanzas públicas y nuestros sistemas financieros; la era del secreto bancario ha terminado”. Y por instrucción suya, la OCDE, que en 1998 había lanzado un innovador informe sobre la “competencia fiscal perjudicial” fabricó unas listas de paraísos fiscales de las que podían escaparse si firmaban una docena de acuerdos de intercambios de información con otros países. No automáticos: a petición de parte, limitados, con duros requisitos sobre la identificación del sospechoso y de la causa de que lo sea.
Se firmaron unos 300. La lista negra rebosaba de exóticos rincones isleños, excoloniales y alejados —allá donde solían acudir los plutócratas de la maleta negra o sus mayordomos—, pero ninguno de ellos metropolitano (cuadro 1). Se vació en días. Sirvió de algo, de muy poco. Apenas se iniciaron algunas docenas de lentos expedientes informativos. Y los frutos recaudatorios fueron mínimos.
De modo que clasificaciones alternativas sobre la opacidad fiscal como la de la independiente Tax Justice Network (cuadro 2) resultan las únicas significativas disponibles. E incorporan países del primer mundo: Estados Unidos, Reino Unido y Holanda.
¿Por qué reaccionan la UE, la OCDE y el G-20, tras meses de somnolencia? Por vergüenza torera, al agotarse la virtualidad de sus medidas de 2009. Porque el rescate de Chipre, cuyo fiasco bancario tanto debía a su condición de paraíso y lavadero de dinero sucio de los oligarcas rusos, alarmó a la opinión. Y porque una retahíla de escándalos fiscales la sacudieron intermitentemente
Quintacolumnistas en la banca o héroes de la transparencia y la equidad fiscal, proliferan cada vez más los empleados financieros que denuncian a los delincuentes de cuello blanco, con la frágil arma de un diskette o un CD. La misma tecnología que sirve para cometer fraude fiscal desde el sofá de casa, apretando un clic, funciona para retratarlos.
Ahí está el empleado del banco LGT de Liechtenstein que denunció a miles de evasores europeos en 2008. El de la filial suiza del gigante HSBC, Hervé Falciani, que se apoderó de 130.000 fichas de clientes no-santos, los encriptó y los va denunciando, reclamado en Suiza pero protegido en Madrid por la Justicia y siete guardaespaldas oficiales. O los que suministraron miles de datos al Consorcio de Periodistas de Investigación. De ahí afloran nombres de políticos, ministros, artistas y banqueros puestos en la picota pública u obligados a dimitir o pagar multas. La nomenclatura de celebridades actúa como resorte del clamor por la transparencia.
Y la cosa no tiene remedio. Habrá más empleados infieles a los clientes y leales a los contribuyentes. Y más descubrimientos. El secreto y la opacidad durarán, pero tienen contados los... años. Mientras, se produce alguna victoria parcial, como la aprobación en 2010 de la Ley Duvalier en Suiza, por la que ese país confisca los depósitos bancarios de dictadores y funcionarios corruptos sin que medie procesamiento en su país de origen. Para lamento de los allegados y causahabientes de los Jean-Claude Duvalier, Muamar Gadafi, Hosni Mubarak, Mobutu o Ferdinand Marcos.
¿Por qué introducimos el concepto de búnker fiscal? Porque así se agrupan los clásicos paraísos-microestados; los “refugios fiscales”; las “jurisdicciones extraterritoriales” no cooperativas, o centros offshore de asilo fiscal (Las cloacas de la economía, Roberto Velasco, Catarata, 2012). Todos los lugares donde se practica o fomenta la evasión/elusión fiscal.
Y es que a los usuarios típicos de los paraísos, potentados caciquiles, mafiosos y espías, se les suman cada vez más la gran banca y la gran multinacional. Citigroup tuvo 427 sucursales en refugios fiscales; Barclays, 300; Morgan Stanley, 273; News Corporation, la compañía periodística de Rupert Murdoch, 152, y Enron, antes de capotar, 881 subsidiarias.
Hasta tal punto se imbrican los protagonistas directos e indirectos de los nuevos búnkeres, que algunos episodios parecen más caricatura que realidad financiera. Sucedió con las privatizaciones del programa Iniciativa Financiera Privada (PFI), ideado por la pareja laborista Tony Blair-Gordon Brown para lograr recursos con que invertir sin endeudarse ni subir impuestos. Al final del proceso, más de 200 compañías del PFI eran propiedad de sociedades radicadas en paraísos. Y lo más divertido, sino patético: las sucursales de la Agencia Tributaria de su majestad, el edificio de su sede, y el del Tesoro, entre otros, tenían de caseros a corporaciones radicadas en paraísos fiscales inmunes a la acción de la inquilina, la Agencia Tributaria, tributaria ahora de Bermudas y de Jersey (gráfico 3).
Ese episodio ilustra hasta qué punto la postura de algunos Estados sobre los búnkeres es ambivalente y contradictoria. Combaten a las jurisdicciones irregulares porque reducen su recaudación de impuestos. Pero son benévolos con algunos, sobre todo —pero no únicamente— con los más cercanos, porque sirven de aliviadero a sus empresas nacionales. Y si además se trata de Gobiernos de signo ultraliberal, esto es, favorables a la idea de la competencia fiscal sin matices como palanca para reducir la presión impositiva del capital y por ende adelgazar el Estado, como presuntos acicates del crecimiento económico, entonces, ay, miel sobre hojuelas. Y obvia explicación de por qué es tan ardua la erradicación de esas jurisdicciones.
Una alta presión fiscal sobre las rentas superiores no estropeó el crecimiento en Estados Unidos durante los 30 gloriosos años de la posguerra mundial. Pero estimuló la expansión de los paraísos ya existentes como vestigio colonial. Los tipos marginales británicos de hasta el 98% para financiar el esfuerzo de guerra, y por encima del 80% en los años sesenta, catapultaron el éxito de dos avispados banqueros sin escrúpulos, retoños de Arthur Andersen, en los setenta y ochenta.
Roy Tucker y Ron Plummer eran especialistas en ejercicios de ingeniería resumibles en anular beneficios fiscalizables con artificiales minusvalías foráneas o costos desgravables mediante sofisticados “esquemas de exención de deuda”, activados en distintas triangulaciones, detalla Richard Brooks (The Great Tax Robbery, Oneworld, Londres, 2013). O sea, el paraíso sin moverse del salón.
Lo clave es explotar los intersticios transfronterizos, siempre ayudados por consultoras especializadas como PriceWaterhouse o Ernst & Young. El arbitraje fiscal consiste en enfrentar una legislación fiscal con otra, aprovechando lagunas y así provocar pagos entre países, normalmente Reino Unido y EE UU, desgravables fiscalmente en el país donde se abonan y exentos del fisco en el que los recibe, sintetiza Brooks. Deudas y participaciones se confunden. Beneficios se disfrazan de créditos que no tributan, una especialidad de la banca de la City: Barclays, Lloyds, RBS...
O bien la triangulación. Las firmas canadienses que invertían en EE UU utilizaron profusamente el sándwich holandés: enviaban fondos a las Antillas Holandesas, y de ahí a Holanda para acabar en EE UU: en el camino menguaba la retención fiscal sobre dividendos del 15% al 5% “y la retención fiscal sobre los intereses, del 30% al 0%”, explica Juan Hernández-Vigueras (La Europa opaca de las finanzas, Icaria, Barcelona, 2008).
Vodafone trianguló Reino Unido, Suiza y Luxemburgo en la compra de Mannesmann, tributando en Luxemburgo al 0,03% de sus beneficios, 2.500 millones de dólares en 2011. Pearson, un 0,06%; Glaxo, un 0,016%. Y es que el Gran Ducado, aunque mantiene un impuesto de sociedades del 29%, mira para otro lado y cobra menos del 1% cuando sus clientes etiquetan capital o resultados como crédito y otras lindezas. Sin contar con que sus sociedades de gestión de patrimonio ni pagan por renta, ni por IVA, ni naturalmente por patrimonio.
Pero son dos islas, aunque metropolitanas, los grandes búnkeres mundiales: Manhattan y Gran Bretaña. La City de Londres “es el centro de la parte más importante del sistema offshore (extraterritorial) global”, defiende Shaxson. Su telaraña la completan tres anillos: las dependencias de la Corona (las cercanas islas Man, Guernsey y Jersey); territorios de ultramar (Caimán, Bermuda, Vírgenes, Gibraltar), y excolonias como Hong Kong o Bahamas. Canalizan a Londres el dinero que atraen, sin comprometer a la City con las suciedades de origen: Jersey or jail (prisión), reza el viejo adagio de la nueva piratería.
Todo empezó con la descolonización y la Commonwealth. Pero el big bang desregulador decretado por Margaret Thatcher en 1986 multiplicó su nuevo imperio virtual, el de las finanzas, incluidas las sospechosas.
Londres se afianzó con dos armas. Una, el secreto, no a la manera de las cuentas anónimas y numeradas de la banca suiza, sino con su legislación de los trusts, la posibilidad de que los directores de sociedades de los paraísos lo fuesen también de sociedades británicas, y no se sepa ni quién manda ni quién es el dueño. Otra, la regla del domicilio, que atrae como residentes a deportistas de élite, artistas, oligarcas rusos o magnates del petróleo, con el señuelo de que solo tributarán por sus ingresos anglo-británicos. No es pues raro leer que “Londongrad es una lavadora gigante para lavar los fondos procedentes del crimen”, según describe el vicefiscal general ruso Alexander Zvygintsev (Anthony Sampson, Who runs this place?, Londres, John Murray, 2005).
Casi todos los grandes escándalos financieros recientes se trenzaron en la City: desde el enmascaramiento de la contabilidad de Grecia en la oficina de Goldman Sachs, en 2002 a la quiebra del Northern Rock, pasando por los fondos ultraespeculativos Abacus colocados al Royal Bank of Scotland, antes endilgados al holandés ABN-Amro, y a su desastroso colega alemán IKB; o por el bróker que en 2011 desfalcó por la cara 1.500 millones de euros al suizo UBS.
La otra isla, donde radica Wall Street, se disparó en estos afanes en 1981 con la Facilidad Bancaria Internacional de Ronald Reagan, que permitió a los banqueros hacer desde Manhattan lo mismo que desde las islas caribeñas, prestando a los extranjeros, ahora eximidos de impuestos. Pronto le seguiría el secreto bancario de Delaware, que además de ventajas fiscales, concedió a los directivos de las empresas allí domiciliadas (aunque no trasladasen su sede) más poder que a los accionistas. Más de la mitad de las empresas que cotizan en Bolsa en EE UU están domiciliadas en Delaware.
¿Cuáles son los efectos de estas tendencias? Al menos, tres:
—La competencia perjudicial de los búnkeres ha inducido una artificial desfiscalización del capital, por temor a que este se fugue, lo que transfiere su factura al resto de los contribuyentes. Ha sucedido así en casi todo Occidente, de forma destacada en el área anglosajona. Así, en los años cincuenta las corporaciones norteamericanas pagaban el 40% de los impuestos directos; hoy, aproximadamente el 20%. Y el 0,1% de los contribuyentes más ricos redujeron su tipo efectivo desde el 60% en 1960 hasta el 33% en 2007. De igual modo, los beneficios de las compañías británicas crecieron entre 1999 y 2011 un 58%, mientras que sus contribuciones a Hacienda únicamente aumentaron menos de un 5%.
—La más grandiosa transferencia de riqueza de los pobres —sobre todo por la evasión de capitales de las élites africanas y latinoamericanas a los ricos— en la historia de la humanidad, según la ONG bruselense Eurodadorudad (Global Development Finance: illicit flows report 2009).
—Un fuerte impacto en la generación de la gran crisis iniciada en 2007-2008. El mencionado informe de la OCDE de 2009 denunció algunas “políticas fiscales como factores que exacerbaron” la crisis: la exención o suspensión de impuestos sobre beneficios foráneos; las asociaciones con los refugios fiscales; los instrumentos híbridos (como las preferentes); los incentivos al crecimiento rápido de los beneficios bancarios (bonus excesivos). Fue también desde Wall Street y desde la City que a través de sus sucursales en los paraísos clásicos se distribuyeron retazos de las tóxicas hipotecas subprime y otros peligrosos productos híbridos y derivados.
Multinacionales e Ibex 35, clientes
Dos tercios del comercio transfronterizo internacional se desarrollan en el interior de las propias multinacionales. ¿Cuáles transfieren beneficios a los desfiscalizados paraísos y costes desgravables a los países con tributos?
Entre otros, Google, que rebajó 3.100 millones de dólares jugando al sándwich, por lo que acabó pagando solo un 2,4% de impuestos. O Microsoft. O Cisco... Hasta dos tercios de las corporaciones americanas o foráneas que actuaban en EE UU eludieron tributos en 2008, pese a unas ventas conjuntas de 2,5 billones de dólares. El 83% de las mayores corporaciones estadounidenses disponen de sucursales en paraísos fiscales (José Luis Escario, Paraísos fiscales. Fundación Alternativas; Madrid, 2011). Y muchas están domiciliadas en el de Delaware, como Coca-Cola, General Motors o ExxonMobil.
También se aprovechan de ellos las multinacionales europeas, como las británicas Boots o Diageo, al comprar vía Holanda la fabricante escocesa de Johnnie Walker.
En España, el 80% de las empresas del Ibex 35 tienen presencia en paraísos fiscales a través de sociedades participadas. No informan de sus actividades allá, según el Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa. Las inversiones en los búnkeres se disparan (en nueve meses de 2010 duplicaron las de 2009), mientras que en España la recaudación por el impuesto de sociedades se desplomó un 55% entre 2007 y 2009, pese a que los beneficios de las grandes empresas solo bajaron un 14% en el periodo.
Empresas como Zara se ahorran impuestos al facturar sus ventas por Internet desde Irlanda. Microsoft tributa en Irlanda las ventas digitales de software fabricado en España.
Y España ha sido utilizada alguna vez como bocadillo fiscal: lo hizo en 2009 y 2010 la mayor empresa del mundo, ExxonMobil, triangulando con Luxemburgo, que no practicó retenciones en sus beneficios, y en España estaban legalmente exentos.
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