Las malas cosechas provocan emigraciones a las ciudades, donde se dan todo tipo de abusos
Hace ya cuatro años que un hombre afable y bien educado llamó a la puerta de la pequeña vivienda de adobe en la que Sulima vivía con su familia, en una remota aldea del estado indio de Andhra Pradesh. Pero esta joven, que ahora tiene 21 años, nunca olvidará aquel momento. "Estuvo hablando un rato con mis padres, y luego se dirigió a mí. Me dijo que varias familias ricas de la ciudad de Bangalore estaban buscando sirvientas para los meses de invierno, y que pagarían bien. Como la cosecha había sido mala y yo no podía continuar con mi educación porque no teníamos dinero, mi familia decidió que aceptase el trabajo". No fue la única. Como cada año, muchos de los habitantes del pueblo decidieron probar suerte sobre el asfalto durante la estéril temporada seca.
Pero ella no consiguió regresar antes del monzón, como hizo la mayoría. Porque la casa en la que se suponía que iba a desempeñar labores domésticas resultó ser un burdel en el que fue violada antes de ser obligada a trabajar como prostituta. "Los dueños enviaban cada mes dinero a mis padres para que pensaran que me encontraba bien, y luego me hicieron escribirles una carta en la que les decía que me extendían el contrato y que había decidido quedarme en Bangalore para continuar trabajando". Cuando la resistencia que Sulima opuso en un principio cedió, los proxenetas le devolvieron la libertad para salir del burdel. Y, ahora, consciente del estigma que conlleva el trabajo que desempeña, la joven ya no cree que pueda dedicarse a otra profesión. "Estoy orgullosa de ayudar a que mis padres vivan dignamente, pero maldigo el día en el que hicieron marchar del pueblo".
Sobre el inmenso pedregal que es el estado de Andhra Pradesh, resulta fácil comprender por qué sus padres tomaron esa decisión a pesar del peligro al que sabían que se enfrentaría Sulima. Allí, el sol abrasa una tierra en la que parece imposible que crezca cultivo alguno, y la pertinaz sequía ya no es un problema puntual sino un mal crónico. Por si fuese poco, la mayor parte del terreno está en manos de terratenientes cuyo compromiso con el bienestar de la comunidad que trabaja sus tierras —perteneciente sobre todo a castas bajas y a minorías tribales— es mínimo. No en vano, son adalides del feudalismo en pleno siglo XXI. Y quienes son suficientemente afortunados de poseer su propio huerto generalmente carecen de acceso a pozos o disponen de una parcela excesivamente pequeña como para permitir la supervivencia de una familia.
Una demoledora estadística refleja de forma contundente lo dura que es la existencia en las zonas rurales de India: desde 1990, más de 270.000 agricultores se han quitado la vida en todo el país . Es la mayor ola de suicidios de la historia, un tsunami que no cesa a pesar del crecimiento económico. Además, sin llegar a ese extremo, las migraciones estacionales, llamadas también migraciones circulares, en las que se embarcan anualmente entre 30 y 50 millones de campesinos provocangraves dramas. "Muchos buscan escapar de la pobreza viajando a otros lugares durante los meses de menor actividad agraria, generalmente entre diciembre y mayo. Algunos trabajan como jornaleros en otras zonas más fértiles, y otros son empleados en el sector de la construcción", explica Chalapathy Thiruveedula, experto en proyectos agrícolas de la Fundación Vicente Ferrer (FVF), una de las ONG que trata de poner freno a las migraciones temporales en las zonas rurales.
"El problema social derivado de estos movimientos migratorios internos es muy complejo", analiza Thiruveedula. "Por un lado, las mujeres son vulnerables a todo tipo de abusos; por otro, los hombres sufren multitud de accidentes laborales debido a su escasa formación y, sobre todo quienes emigran solos, tienden a mantener relaciones sexuales con prostitutas, un hecho que se convierte en un importante foco de propagación del sida. Además, la mayoría de las parejas que emigra deja a los niños y a los ancianos en el pueblo, pero quienes no tienen a alguien que cuide de los más pequeños suelen viajar con ellos, lo que provoca su abandono escolar”.
En el pueblo de Nakkanuthipalli Thanda, a unos 60 kilómetros de la ciudad de Anantapur, los habitantes conocen bien los peligros a los que se enfrentan cuando abandonan el campo para adentrarse en la jungla de asfalto. Pero aseguran que no hay alternativa. "Nosotros tenemos dos acres de tierra en la que cultivamos ricino. Se supone que con esa cosecha, que la sequía ha reducido de 30 sacos anuales a menos de 10, tenemos que vivir tres generaciones de la misma familia. Pero no es suficiente. Hace unos años tuvimos que pedir prestado para cavar un pozo en busca de agua, pero no podemos devolver el dinero y todavía debemos 10.000 rupias (125 euros). Ahora tenemos que casar a un hijo y necesitamos otro préstamo para comprarle una cadena de oro", explica Mangamma Ramawat.
Por eso, cuatro de sus familiares, dos hombres y dos mujeres, llevan un lustro buscándose la vida fuera del distrito de Talupulla. "A veces trabajan para terratenientes en campos de mijo. Otras los emplean en la construcción. Muchas veces no les pagan, o lo hacen en especie. Este año, por ejemplo, les han dado un saco de mijo por cada mes trabajado. O sea, tres en total". Mientras tanto, Mangamma se queda en el pueblo cuidando de sus cuatro nietos. "Me preocupa la situación porque no sé qué les puede pasar a mis hijos allí donde van a trabajar, y porque soy mayor y no puedo cuidar bien de los niños que se quedan conmigo".
Consciente del problema, en 2005 el Gobierno indio puso en marcha el mayor programa del mundo para crear empleo en zonas rurales. La Ley Nacional de Garantía de Empleo Rural Mahatma Gandhi (MGNREGA) pretende hacer valer un importante punto recogido en la Constitución: el derecho al trabajo. Y busca conseguirlo a través de un ambicioso proyecto, similar al Plan E que puso en marcha España, que garantiza a los agricultores más desfavorecidos hasta 150 días de trabajo al año en sus lugares de origen. Las estadísticas publicadas por el Ministerio de Desarrollo Rural reflejan el impresionante alcance del MGNREGA: beneficia indirectamente a unos 131 millones de personas distribuidas por más de 778.000 localidades, y proporciona empleo directo a 23,1 millones de agricultores —13,2 millones son mujeres— pertenecientes a 16 millones de familias.
"Se pagan entre 70 y 100 rupias al día (entre 90 céntimos de euro y 1, 2 euros) por realizar labores comunitarias recogidas en el plan que diseña cada localidad y que cuenta con el beneplácito de los gobiernos estatales. Generalmente, son actividades relacionadas con el adecentamiento de infraestructuras: limpiar caminos, levantar muros, cavar zanjas de canalización, etcétera. El trabajo se ofrece en la época seca, cuando hay poco que hacer en el campo y las lluvias no perjudican las obras, y se abona cada semana. Para garantizar que resulta efectivo, quien falte a su puesto es amonestado sin trabajo la semana siguiente a la ausencia", detalla Rajiv Shurbi, funcionario del ministerio en Nueva Delhi. "Además, hace dos años se inició un programa adicional, el de las escuelas estacionales, para permitir que los niños de quienes deciden emigrar temporalmente reciban educación y nutrición adecuadas".
Nadie duda del efecto positivo que el MGNREGA ha tenido en la lucha contra la pobreza extrema, y prueba de ello es que, a pesar de las dudas iniciales, el nuevo primer ministro, Narendra Modi, ha anunciado que reestructurará el programa para eliminar la corrupción que le ha caracterizado y reforzar su cometido. Además, Modi otorgará una subvención de 12.000 rupias (150 euros) para que los más desfavorecidos construyan sus viviendas.
Pero, desafortunadamente, todas estas ayudas todavía son insuficientes para muchos millones de personas a los que les quedan 215 días de incertidumbre laboral al año. Tipamma Ramawat es una de ellas. A sus 22 años sufre una discapacidad leve consecuencia de la polio y no cuenta con apoyo familiar porque sus padres han emigrado y se ha separado de su marido. Así que, de momento, sobrevive junto a sus dos hermanos menores de edad en una chabola de mala muerte que se inunda siempre que llueve y que se convierte en un horno cuando atiza el sol. "Emigrar todavía es peor. Muchas veces tenemos que dormir bajo carpas atestadas de gente, con graves problemas de higiene y siempre con miedo a ser víctima de abusos o incluso a ser violadas", asegura. Afortunadamente para ella, es una de las beneficiarias del programa que la FVF tiene en marcha para construir viviendas dignas en zonas rurales. "Ellos me dan los materiales y yo pongo el terreno y la mano de obra".
De hecho, uno de los mayores problemas en el desarrollo rural, sobre todo en zonas castigadas por la sequía, está en las deudas que contraen los agricultores con prestamistas que exigen exorbitantes intereses, ya sea para adquirir semillas, cavar pozos, construir una vivienda, o pagar la dote de una hija que va a contraer matrimonio. En el caso de Narayanamma Reddingaru se sumaron los dos últimos factores de esa lista negra. "Mi marido se endeudó primero para construir nuestra casa, y luego para pagar la dote de nuestra hija. En total debía 270.000 rupias (3.375 euros)", recuerda. Toda una fortuna para quienes cobran 2.000 rupias (25 euros) por cada saco de 45 kilos de cacahuetes, el cultivo que plantaron en los cinco acres de tierra que tenían.
Las malas cosechas ahogaron al matrimonio en una imparable espiral de créditos. Como el cacahuete recolectado no permitía pagar a los acreedores, tenían que volver a pedir dinero para volver a plantar. Y, así, las facturas crecieron de forma inversamente proporcional a los ingresos. Hasta que un día, hace nueve años, el marido de Reddingaru fue al campo y no regresó. "Bebió pesticida y unos vecinos lo encontraron muerto", cuenta la mujer, que ahora tiene 45 años. Fue en ese momento cuando ella conoció su demoledora situación financiera. "Él nunca me había dicho que estábamos endeudados. Lo supe cuando se presentaron en casa los prestamistas y exigieron quedarse con la tierra en compensación".
Gracias a la intervención de la policía y a las 100.000 rupias (1.250 euros) que el Gobierno le dio por la muerte de su marido, Reddingaru consiguió retener la titularidad del terreno. Pero todavía está pagando el préstamo y, como el programa MGNREGA apenas le da para vivir, no puede hacer frente a los costos de la plantación. "No puedo buscar pozos porque eso supondría pedir más dinero, así que trabajamos como jornaleros por unas 100 rupias (1,25 euros) al día". Aunque sigue sufriendo brotes depresivos, Reddingaru ya ha desechado la idea de suicidarse. "Pero solo porque tengo que cuidar de mis hijos, cuyo único futuro está en la emigración".
Redes de pozos y presas o estudios de viabilidad de cultivos son algunos de los proyectos de la Fundación Vicente Ferrer para mejorar la productividad de la tierra
Como apunta Thiruveedula, el problema del MGNREGA es que "se trata únicamente de un parche que no ataca la raíz de los problemas que asolan a los agricultores indios". No en vano, muchos analistas afirman que gran parte de las obras en las que se los emplea no son realmente necesarias ni productivas, y reconocen que la corrupción es un grave problema que lastra los beneficios de un plan teóricamente muy positivo. "Además, muchas de las subvenciones se otorgan por superficie y terminan en los bolsillos de los grandes terratenientes", critica Cheemala, otra viuda de la tierra cuyo marido sucumbió ante el peso de las deudas contraídas para cavar pozos que resultaron baldíos.
Por eso, no faltan quienes consideran que el presupuesto del programa estaría mejor empleado de otra forma. La FVF, por ejemplo, ha puesto en marcha diferentes proyectos que tienen como objetivo mejorar la productividad de la tierra "a través de la construcción de una red de pozos y de presas, el estudio de la viabilidad de diferentes cultivos, y el uso de nuevas tecnologías como la de los paneles solares". De esta forma, Thiruveedula asegura que se han conseguido añadir 200.000 acres de tierra cultivable en la región, y avanza que esa extensión podría duplicarse en cinco años más. "Cuando Vicente Ferrer comenzó a trabajar en Anantapur, solo el 2,5% de la tierra era fértil, pero ahora ese porcentaje ha aumentado hasta el 13%".
Claro que de poco le sirve eso al grueso de la población que no posee terrenos. Para ellos, diferentes ONG de todo el mundo han puesto en marcha proyectos de creación de ingresos en todo el país. Sobre todo para las mujeres. “Nosotras producimos saris, un trabajo que antes estaba restringido a los hombres”, cuenta Krishnaveni Meesala, una joven beneficiaria de los telares que la FVF compró hace cuatro años y puso en manos de una cooperativa de mujeres. “Mientras estamos formándonos nos pagan 80 rupias (1 euro) al día, y nos dan comida y transporte. Luego, somos nosotras las que comercializamos los productos”. Sigue siendo una suma inferior a la que ingresaban cuando emigraban a Bangalore, donde ganaban entre 100 y 150 rupias (entre 1,25 y 1,85 euros) al día en empresas textiles. "Pero no tenemos que pagar el alquiler de un cuarto en la ciudad, no estamos expuestas a peligros, y podemos quedarnos en casa", justifica Meesala.
A pesar de estas encomiables iniciativas, desde 2001 el número de agricultores en India se ha reducido en nueve millones. Unos 2.000 al día. Desafortunadamente, ni los que han emigrado a las zonas urbanas, muchas de las cuales concentran grandes bolsas de pobreza en barriadas insalubres, ni los 119 millones que continúan trabajando el campo disfrutan de una mejora sustancial en su calidad de vida, razón por la que el grupo de quienes viven por debajo del umbral de la pobreza retrocede a un ritmo muy inferior al del crecimiento económico. Es, como lo denominó el experto en temas agrícolas Palagummi Sainath, "una tragedia nacional" con difícil solución.
ZIGOR ALDAMA Anantapur 1 JUL 2014 - 16:57 CESThttp://elpais.com/elpais/2014/06/16/planeta_futuro/1402919843_666033.html
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