lunes, 8 de julio de 2019

Por qué huir a aguas internacionales no es tan buena idea como parece

Los casinos flotantes brillaron en las costas estadounidenses durante el siglo XX. Hoy el juego se ha trasladado a los ferris y los cruceros.
Los casinos flotantes brillaron en las costas estadounidenses durante el siglo XX. Hoy el juego se ha trasladado a los ferris y los cruceros. 

No se engañe: nunca se alejará lo suficiente de la justicia. Ni los casinos, ni las casas flotantes, ni los barcos piratas son ajenos a las legislaciones de los países. Y si eso fuera poco, también están la ONU y su Ley del Mar



“Por supuesto que se puede apresar a un delincuente en alta mar”, responde el escritor Matt Soniak, desconcertado por la pregunta que se le plantea. “De hecho, ocurre a diario. Las aguas internacionales no son un paraíso criminal. En ellas se aplica, para empezar, la ley de la embarcación bajo cuya bandera viajas”. A Soniak se le ha planteado si un fugitivo internacional como el activista informático Edward Snowden, que en 2013 llegó a solicitar asilo político en 21 naciones, no hubiese podido, sencillamente, zarpar en dirección a algún atolón remoto y esconderse allí hasta que se olvidasen de él. “Para empezar, si ese atolón hipotético está cartografiado, es muy probable que pertenezca a alguna nación soberana. Segundo, incluso una embarcación particular debe navegar bajo alguna bandera si quiere acogerse al derecho de libre navegación reconocido por las Naciones Unidas en su Convención de las Leyes del Mar. Si hubiese zarpado bajo bandera de Corea del Sur, por ejemplo, hubiese estado a todos los efectos en territorio surcoreano, por lo que EE UU podría haber solicitado su detención y extradición como en Seúl”.
Vamos a suponer, pese a todo, que Snowden tuviese la infraestructura necesaria para convertirse en una especie de moderno capitán Nemo que surcase los siete mares a bordo de su Nautilus, de la fosa de las Marianas a las Galápagos. “Incluso en ese caso, sería perfectamente legítimo perseguirle y apresarle. Las propias Naciones Unidas estarían por la labor, porque a alguien que navegase sin bandera nacional y dedicándose a actos delictivos, como hundir otras embarcaciones, que es lo que hacía el capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino, se le aplicarían las mismas leyes internacionales que persiguen la piratería, el terrorismo o el tráfico de esclavos”.
“Perseguir a delincuentes en alta mar presenta dificultades técnicas, pero tampoco sería sencillo si se escondiesen en la jungla o en un desierto”, explica el periodista Mike Rampton
No, las aguas no territoriales (es decir, aquellas situadas a más de 12 millas náuticas de la costa de un estado soberano, lo que supone el 95% de la superficie total de mares y océanos del planeta Tierra) no son un territorio donde no imperan las leyes de los hombres y donde, en consecuencia, todo está permitido. La anarquía no reina en alta mar, por mucho que en algunos ferris que hacen cortos trayectos por el Atlántico, el Mediterráneo o el Báltico sea habitual que los menores beban alcohol o jueguen a las tragaperras. “Confundimos un anecdótico exceso de tolerancia que también podríamos encontrar en lugares como Las Vegas o las áreas de tránsito de algunos aeropuertos con un supuesto vacío legal que en realidad no existe”, explica el periodista británico Mike Rampton. “Perseguir a delincuentes que han encontrado un refugio provisional en alta mar, a miles de millas marinas de sus perseguidores, puede presentar notables dificultades técnicas, pero tampoco sería sencillo si se escondiesen en la jungla o en un desierto”.
Sin embargo, el propio Rampton ha documentado un caso reciente que demuestra que muchos siguen dando crédito a la leyenda de tolerancia que acompaña a las llamadas aguas de nadie. Sucedió la noche del pasado 31 de diciembre en Coromandel, al noroeste de Nueva Zelanda. Las autoridades locales, hartas de los altercados que suelen producirse por esas fechas, prohibió el consumo de alcohol en la vía pública. Un grupo de jóvenes de la ciudad sorteó la prohibición improvisando un área de botellón marítima, una plataforma flotante de fabricación casera. John Kelly, inspector de policía local, se lo tomó con deportividad: “A eso le llamo yo pensamiento creativo. Si me los hubiese encontrado estando fuera de servicio, me hubiese unido a ellos”. Para Rampton, “no pasa de ser una anécdota, porque estaban en un estuario de la península de Coromandel, es decir en aguas neozelandesas. Si se salieron con la suya es por la tolerancia de las autoridades, que no quisieron llevar demasiado lejos el cumplimiento de una ordenanza municipal un tanto draconiana”.

Olas que no se ven, gobiernos que no sienten

Esa es la clave. Ante la dificultad técnica de perseguir determinadas actividades irregulares que se desarrollan en alta mar (y que no causan alarma social, porque casi nadie es testigo de ellas) las autoridades optan con frecuencia por ignorarlas. Hablamos de irregularidades menores, no de actos de piratería o contrabando. Pudo haber sido el caso de B-arco, la feria de arte clandestino en aguas internacionales que un grupo de cinco jóvenes españoles se propuso organizar en 2018. La idea era crear un espacio en alta mar donde pudiesen escucharse las canciones de Valtònyc, leerse la novela Fariña, ver el mural de Santiago Sierra retirado por la galerista Helga de Alvear en la feria ARCO o leer los tuits por los que se llevó a juicio a César Strawberry o Cassandra Vera. Es decir, crear un espacio de tolerancia con todo lo que se estaba censurando, prohibiendo o persiguiendo. El barco que iba a transportar ese arte clandestino más allá de las aguas territoriales españolas no llegó a zarpar. Al parecer, sus impulsores no pretendían que partiera, se conformaban con la (discreta) repercusión que tuvo su idea.
Sí zarparon los barcos de la ONG Women On Waves, naves bajo bandera neerlandesa que vienen funcionando como clínicas móviles de salud reproductiva desde 1999. Su actividad consiste en acudir a países donde existe una prohibición total o leyes muy restrictivas sobre el aborto, embarcar a mujeres embarazadas de hasta nueve semanas con las que han contactado previamente. Una vez allí proporcionarles píldoras abortivas. El objetivo, según la fundadora de la asociación, la doctora Rebecca Gomperts, es “crear un espacio donde el único permiso para abortar que necesite una mujer sea el que se dé a sí misma”.
Entre los negocios de legalidad dudosa que proliferan más allá de las aguas territoriales, ninguno resultó tan lucrativo durante el siglo XX como los ‘gambling ships’ o casinos flotantes
Los llamados barcos de los abortos se rigen en todo momento por la legislación de Países Bajos y tienen, según sus responsables, todos los permisos en regla. Sin embargo, su llegada a países como Irlanda (2001), Polonia (2003), Portugal (2004), Marruecos (2012) o México, en primavera de 2017, fue acompañada de una importante polémica. En febrero de 2017, la nave principal de la ONG, bautizada como la institución, llegó al puerto de Marina Pez Vela, en Guatemala, pero fue bloqueada por las autoridades en el acceso al muelle y la cerraron con candados para que nadie pudiese acceder a bordo y tampoco desembarcar la tripulación. Monitorizada por el ejército guatemalteco durante más de 72 horas, la embarcación acabó zarpando bajo escolta militar sin lograr su objetivo. Tres meses después, el apoyo de más de 40 asociaciones mexicanas hizo posible que Women On Waves sí actuase en aguas no territoriales a poca distancia de México, realizando en tres días alrededor de 60 abortos no quirúrgicos.
Entre los negocios de legalidad dudosa que proliferan más allá de las aguas territoriales, ninguno resultó tan lucrativo durante el siglo XX como los gambling ships o casinos flotantes. Fueron muy frecuentes en EE UU desde los años veinte, sobre todo junto a la costa de estados prósperos pero muy restrictivos con el juego, como Florida, California o Hawái. Hoy han sido sustituidos por cruceros de línea con servicios de casino regulados, una vez más, por las leyes del país bajo cuya bandera navegue la embarcación.
Cerca de las costas de San Diego, California, donde proliferaron en su día estos casinos flotantes, estableció también su sede SeaCode, una factoría de software que reunió a más de 600 programadores informáticos, muchos de ellos extranjeros, que trabajaban por sueldos sensiblemente inferiores a los que hubiesen cobrado en tierra firme. Roger Green, presidente de la compañía, y David Cook, su socio y capitán del barco, explicaron a la revista Computerworld que de lo que se trataba era de ofrecer a “empresas emergentes y profesionales independientes una plataforma de trabajo que estuviese muy cerca de EE UU sin pertenecer a su territorio, beneficiándose así de condiciones de trabajo más flexibles”. Es decir, no reguladas y con frecuencia precarias.

Lejos de las leyes de los hombres

La heredera de esta iniciativa de deslocalización laboral a pequeña escala es Blueseed, una startup lanzada en 2012 por inversores de Palo Alto, Silicon Valley, que tiene previsto instalar su pequeña flota junto a la cercana bahía de Half Moon Bay. Ya ha organizado jornadas de puertas abiertas en alta mar y encuentros de emprendedores comprometidos con lo que ellos llaman “el desarrollo de una nueva economía del mar”. Para Mike Rampton, estas iniciativas de empresarios “desaprensivos” no son muy distintas a las nada escrupulosas actividades de los cargueros chinos que pescan sin restricciones en espacios protegidos como la reserva marina de las islas Galápagos.
Los últimos en hacer un uso irregular de aguas no territoriales son el inversor en bitcoins Chad Andrew Elwartwoski, estadounidense, y su esposa, la tailandesa Supranee Thepdet. La pareja se construyó una casa flotante sobre una plataforma en el mar de Andamán, a pocos kilómetros de Phuket, Tailandia, para vivir allí como ciudadanos de los océanos, sin patria ni bandera. La pareja asegura formar parte de un movimiento transnacional llamado seasteading, apoyado por la comunidad internacional de empresarios Ocean Builders. La idea de estos anarcocapitalistas utópicos es que se reconozca su derecho a residir en alta mar y, por tanto, a desarrollar su vida y sus actividades empresariales sin someterse a ninguna regulación internacional ni pagar impuestos. Se comprometen, eso sí, a respetar las Leyes del Mar de Naciones Unidas. El pasado mes de abril, las autoridades tailandesas evidenciaron escaso respeto por su utopía desmantelando la casa y emitiendo una orden de busca y captura contra ellos. El largo brazo de la ley te persigue aunque intentes refugiarte en aguas de nadie.
M.E. TORRES
7 JUL 2019 - 00:31 CEST
https://elpais.com/elpais/2019/07/05/icon/1562316365_153500.html

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