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Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el pequeño principado de Mónaco, encalado entre los Alpes Franceses y la Costa Azul, se convirtió en “un lugar soleado para gente con sombra”. Ni rastro del lujo y el glamour que más tarde se convertirían en sus más preciadas señas de identidad. Los burdeles y el Casino de Montecarlo, uno de sus diminutos cinco distritos, habían estado abiertos durante los enfrentamientos bélicos, y los alemanes y sus colaboradores franceses utilizaron sus sucursales para blanquear dinero. Su reputación iba de mal en peor.
Ese fue el legado que recibió el príncipe Rainiero III de su abuelo, Luis II, cuando éste abdicó en 1949 por problemas de salud: una economía maltrecha y al borde de la quiebra, motivo de sorna en el resto de Europa. Pero, pronto se puso manos a la obra para reactivar su riqueza y recuperar el fulgor de épocas pasadas, ya que, desde mediados del siglo XX, el Estado, más pequeño que Central Park, había recibido a las grandes fortunas de Europa en las salas de su Casino. Mónaco fue pionero en permitir los juegos de azar cuando eran ilegales en los países vecinos.
Para tan complicada tarea, el recién coronado príncipe contó con la ayuda de un gran amigo y mejor empresario: el armador griego Aristóteles Onassis, que invirtió mucho dinero en Mónaco. Sin embargo, el esplendor de antaño llegaría con la puesta en marcha de un plan que terminaría en boda de ensueño. Encontrar a una novia americana se convirtió en toda una medida de choque contra la crisis económica, social y cultural del Principado.
Rainiero, con la ayuda del Mesias Onassis, elaboró una lista con tres actrices americanas que representaban a la perfección el ideal de princesa monegasca; la actriz francesa Gisèle Pascal, con la que salía desde hacía seis años, no debió cumplir las expectativas del monarca del país más pequeño del mundo tras el Vaticano. Gene Tierney, nominada a un Oscar por Que el cielo la juzgue, era la primera. Después venía Marilyn Monroe. Grace ocupaba el tercer lugar.
Pero, a pesar de su aletargada posición en la lista de prioridades del maquiavélico plan que preparó a conciencia su futuro marido, Grace Kelly representaba todo lo que Rainiero andaba buscando: era una gran estrella de Hollywood, con una estatuilla en su haber, que trasvasaría con ingenio y de una forma sublime el esplendor y el glamour de la meca del cine a Mónaco.
En 1955, el Festival de Cannes supuso su primer encuentro, que valió para calibrar la efectividad del proyecto vital. Rainiero le enseñó el Palacio de los Grimaldi y en las próximas Navidades viajó a Filadelfia para proponerla en matrimonio.
Poco importaba que la intérprete de Mogambo saliese con Oleg Cassini, un diseñador de alta costura de origen francés, famoso por vestir a Jacqueline Kennedy, a quien le dijo: “Eres el hombre de mi vida, pero me voy a casar con el príncipe Rainiero. Aprenderé a quererle”. Así se forjó “la alianza entre la realeza de Hollywood y la realeza europea: la fusión entre el prestigio y el polvo de estrellas”, en palabras de la escritora Wendy Leigh. Funcionó. El enlace fue la mejor publicidad que Mónaco había tenido nunca.
El enlace entre Rainiero y Grace, orquestado, dicen, por la Metro Goldwyn Mayer a la que pertenecía la actriz convertida en princesa, atrajo a más de mil cuatrocientos periodistas de todo el mundo y convirtió al Principado en un nido de millonarios venidos de aquí y allá, “en una perfecta coreografía que sólo la Casa Real británica es capaz de igualar”. Además, la boda supuso la continuación de una dinastía, la de los Grimaldi, que gobierna en el Principado desde 1419 ininterrumpidamente, con la excepción de un breve lapso de tiempo de nueve años que pasó a manos de los revolucionarios franceses.
Grace Kelly intentó crear una imagen de familia idílica. Hizo frente al estricto protocolo de la vida regia, a la hostilidad de los Grimaldi representada en su cuñada Antoinette, aprendió francés y abandonó la idea de volver a Hollywood. Algunos dicen que su vida fue el gran papel de su carrera. Otros en cambio le reconocen el mérito de haber devuelto a Mónaco el pedigrí y la distinción perdidos con la Guerra. Leyendas propias de un mito, que cada vez está más vivo que nunca.
** Los Grimaldi es uno de los epígrafes que forman parte de Grandes Dinastías, libro que ha editado Plaza & Janés
Por Eduardo Verbo from vanitatis.com 04/12/2010
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