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La lápida reconstruida en 1987 del sombrerero Adolf Hittler en el cementerio judío Filantropía de Bucarest
Murió en 1892 y su estela fue troceada en la Segunda Guerra Mundial por temor a la reacción nazi. El extraño caso del hebreo de Bucarest que tenía el mismo nombre que el 'Führer' y cuya lápida fue eliminada por puro miedo. Zara y Bershka marcan hoy el espacio de la sinagoga y calle española, arrasadas por Ceausescu.
Llegó el día en que Berlín se fascinó por un hombre con bigotito.
Ese día, toda la metrópoli se encaminó “hacia un punto único” para ver al que “como nadie en nuestra época representa la eternidad”.
Así lo describía el corresponsal de La Vanguardia, Augusto Assía, el 17 de marzo de 1931. Miles y miles de berlineses “asaltando autobuses, metros y tranvías” hacia ese pequeño bigote.
“La estación de Friedrichstrasse está tomada militarmente (...) El Unter den Linden, los 'quais' que afluyen a la estación viven instantes de congestión que repercute kilómetros más allá (...) Un cordón de policías forma un hemiciclo que encierra a cientos de fotógrafos, de operadores de cine, de reporteros, cercados por una muchedumbre inmensa que aprieta impaciente”.
Hoy, ochenta años después y a mil trescientos kilómetros del Unter den Linden, el invierno cubre el cementerio Filantropía de Bucarest. Marin Stefanescu, el encargado, camina sobre la nieve entre tumbas de hermosa cacofonía yiddish... 'Toni Krakauer, nascuta Carniul' y muerta a los 22 años, dice una lápida... El viejo Stefanescu, callado, se adentra por el corredor central del cementerio judío hacia otro “punto único”. Tuerce a la derecha, otra vez a la derecha y luego a la izquierda. Se detiene frente a una lápida y suelta una carcajada que rompe el silencio sepulcral...
–¡¡¡Hitler... Adolf Hitler!!! –exclama sin dejar de reír y señalando la lápida...
“Aquí descansan los restos mortales de Adolf Hittler. Dejó de vivir el 26 de octubre de 1892 a la edad de 60 años. Rezad por su alma”, se lee en hebreo y en rumano, con el símbolo de una sociedad israelita de 1875 –dos manos unidas– también esculpido en la lápida.
Adolf Hittler. Con dos tes. Judío. Murió cuando el otro Adolf era un crío de tres años y –que sepamos– no eran parientes. El señor Hittler tenía un taller y tienda de sombreros en la calle Real de Bucarest. Y poca cosa más se sabe de él, salvo que venía de Bucovina, se anunciaba en un periódico yiddish y que su tumba está hoy cubierta de nieve.
Si tuvo descendientes, nadie sabe dónde están. Quizá murieron en la Rumanía pronazi del mariscal Antonescu: no enviaron a ningún judío a las cámaras de gas, pero mataron a cientos por asfixia en trenes de transportes, colgaron cadáveres en ganchos de matadero y fusilaron en masa... Más de 280.000 judíos y más de 10.000 gitanos exterminados.
En esa Rumanía, un trabajador del cementerio se fijó un día por casualidad en la tumba de Adolf Hittler. No importaba que se escribiera con dos tes: el efecto de la lápida daba escalofríos. Antonescu o los nazis podrían tomarlo como una provocación, y los empleados la destruyeron bien rápido. El cementerio Filantropía ha visto resquebrajar sus tumbas por bombardeos aéreos, terremotos y el olvido, pero nunca antes –ni después– por el miedo.
Pasó el tiempo y, en 1987, alguien en la comunidad judía recordó el caso y propuso reconstruir la estela del sombrerero. ¿Acaso no merecía su nombre?
–La lápida actual es diferente que la original, pero la inscripción es idéntica: teníamos una fotografía de la destruida. Y la colocamos en el mismo lugar –explica el ingeniero judío Iosif Cotnareanu, que sufrió los tiempos de Antonescu y ayudó a tallar la nueva lápida.
–¿Qué sintió al grabar el nombre de Adolf Hittler?
–Lo pusimos y ya está.
A Cotnareanu le incomoda hablar del asunto.
–Hay cosas más interesantes que esa lápida –dice. Y explica la historia de la pequeña sinagoga sefardí y su calle, conocidas como 'españolas'. Todo arrasado por los delirios urbanísticos de Ceausescu en los años ochenta.
–Ceausescu se comprometió a respetar la sinagoga española. Y un día, sin más, llegaron los bulldozers. Dicen que al rabino Moses Rozen, al saberlo, le dio un ataque al corazón.
–¿Dónde estaba esa calle?
–En el triángulo entre la plaza Unirii y el bulevar Corneliu Coposu –explica el ingeniero.
Voy hacia ese triángulo y, de camino, me detengo en la Sinagoga Grande. Las paredes de su sala central están forradas con envejecidos paneles que detallan el holocausto en Rumanía, el país que tuvo el primer teatro profesional judío del mundo.
La 'trista istorie' me la cuenta el arquitecto Aristide Streja, que también sufrió ese tiempo. Recuerda con emoción a Iancu Guttman. Lo fusilaron en un bosque junto a dos de sus hijos, pero sobrevivió y escapó. Lo descubrieron poco después con los cadáveres de sus hijos en los brazos y lo apalearon. Terminada la guerra 'subió' a Israel.
–¿Qué le trae por Bucarest? –me pregunta Streja.
–La tumba de Adolf Hittler.
–¿¿¿...???
Aristide Streja nunca había escuchado la historia del sombrerero y sus lápidas.
–Le contaré otra historia de ese nombre –explica–. Un judío llamado Adolf Hirsch le arregló un día el reloj a Adolf Hitler. Éste, en agradecimiento, le dijo que pidiera un deseo. El relojero le contestó que quería cambiarse el nombre. ‘¿No te gusta Hirsch?’, le preguntó Hitler. ‘No me gusta Adolf’, le respondió el relojero.
Streja se detiene ante el panel que detalla los niños asesinados en el último pogromo de Antonescu... “Dina, cinco años. Rozalia, tres años. Lana, un año”...
Es como la cuenta atrás de un estallido, como esa crónica de Augusto Assía en 1931: Berlín esperando extasiado a un hombre con bigotito... “Falta una hora. Falta media. Falta un cuarto –escribía–. La muchedumbre va incendiándose de pasión y creciendo como lava. Faltan cinco minutos, dos minutos (...) Se encienden los focos de los operadores de cine (...) Cuando se asoma al balcón, apretándose sus dos manos en un saludo a todo el pueblo alemán, el bulevar es una mancha negra y un grito rojo de entusiasmo que se pierde a lo lejos (...) La muchedumbre prorrumpe en un aullido frenético de júbilo (...) ¿Qué rey, qué emperador va a aparecer desfilando entre las armas del doble cordón militar?”...
“¡Charles Chaplin!”.
Era Charlot, el cómico medio gitano, que visitaba Berlín. “Tal vez jamás nadie haya sido recibido en Alemania con un fervor tan espontáneo y emocionado”, afirmaba nuestro corresponsal.
Nada es lo que parece. Dos años después, Berlín entregaría su alma a otro bigotito y Assía lo contaría en La Vanguardia (la editorial Acontravent acaba de publicar una selección de esas crónicas magistrales, 'Salt a la foscor').
Nada es lo que parece. “No soy judío, pero estaría feliz de serlo”, declaró Chaplin en 1940, durante el estreno de 'El gran dictador': Hitler bordado en celuloide.
Nada es lo que parece porque las cosas aparecen sin más. Como el nombre de un sombrerero judío. Como el bigote de un cómico gitano. Como los bulldozers de Ceausescu en la arrasada calle española: su lugar –'voilà!'– lo ocupan hoy un Zara y un Bershka.
Nada es lo que parece, aparece o desaparece. Ni siquiera para la imaginación de 1933.
“Tal vez nunca estuvo Hitler más lejos del poder que ahora. Me refiero al Hitler nacionalsocialista, al estupendo demagogo electrizador de muchedumbres”, escribía Assía el 2 de febrero de ese año, dos días después de que Hitler fuera nombrado canciller.
“Las grandes masas obreras y campesinas que le siguieron un momento le vuelven ahora la espalda en bandadas”, aseguraba siete días después.
“A Hitler, su enorme movimiento le puede servir para muchas cosas, pero no para instaurar una dictadura”, escribía veintiún días después.
Parecía una cosa y fue otra. Porque alguien acabó sacando el lado oscuro de la chistera... “Dina, cinco años. Rozalia, tres años. Lana, un año”...
Hoy, unas cortinas cubren los paneles del holocausto cada vez que hay plegarias en la sala principal de la Sinagoga Grande.
Hoy, en la calle Lipscani, frente al Banco Nacional, un hombre intenta sacarse unos leis vestido de Charles Chaplin.
Camina sobre la nieve como el sepulturero Stefanescu: helado de melancolía. Arrastra su ternura dándole a 'El Danubio azul' en un organillo y tiene un periquito verde que elige al azar papelitos doblados que adivinan el porvenir. “Parece usted una persona sensible y desilusionada. Tendrá que luchar por tu felicidad”, dice el papel que me saca el pájaro con Charlot estirando 'El Danubio azul' hasta la saciedad.
“Muchos periodistas y corresponsales –escribía Augusto Assía, rendido, el 20 de mayo de 1933– empiezan a concentrarse en las fronteras para presenciar los trabajos de atrincheramiento y defensa con que los pueblos empiezan a ‘cavar el porvenir’”.
La chistera es infinita...
Adolf Hittler era judío. El Danubio nunca ha sido azul. El corresponsal de La Vanguardia acabó encarándose a Joseph Goebbels en una rueda de prensa.
Y cuando el Charlot de la calle Lipscani se levanta el sombrero para saludar, aparece dentro –'voilà'!– un ratoncito blanco.
Por Plàcid Garcia-Planas from lavanguardia.es 25/12/2010
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