- Viaje por el territorio guaraní, desde las cataras del Iguazú a San Ignacio Miní, a lo largo del río Paraná
A las cataratas hay que llegar a paso tranquilo, habiendo atravesado el bosque tropical, también a pie, a primera hora de la mañana, cuando los animales son un nervio y el agua de la noche empieza a evaporarse, formando una bruma mística y ascendente. La selva es mediana, con árboles de 45 metros de altura que dejan pasar la luz del sol.
Hay un sendero que parte de Puerto Iguazú. Son 27 kilómetros a lo largo de la antigua carretera que pueden recorrerse en un todoterreno, aunque lo mejor es parar el motor y caminar todo lo que apetezca, escuchando los sonidos del bosque, buscando las huellas de los mamíferos sobre la tierra arcillosa: jaguares, tapires, osos hormigueros, jabalíes y ocelotes. En las ramas del los árboles, del imponente Palo Rosa, por ejemplo, se posan los tucanes y los vencejos.
Lo mejor de madrugar y no tener prisa es que, sin darte cuenta, acompasas tu ritmo al de la selva y el río. Es un ritmo lento y majestuoso, que te protegerá de los grupos de turistas cuando llegues a la entrada del parque, a la aglomeración humana y los trenes descubiertos que pueden acercarte a los saltos de agua.
El primero que informó de ellos fue el adelantado Álvar Núñez en 1542. Los llamó Saltos de Santa María. Son 275 en total. El más alto es la garganta del Diablo y tiene 80 metros. El 80% de los saltos están en el lado argentino del río Paraná. El resto son brasileños.
Iguazú significa “agua grande” en guaraní, nombre que pronto se impuso al de Santa María. Los guaraníes eran los dueños de esta maravilla reconocida por la Unesco, un lugar de armonía que los europeos desmontaron a partir del siglo XVII.
A la mayoría de los turistas les satisface la voluptuosidad del agua cayendo. Son 1.500 metros cúbicos por segundo. Una experiencia que no se olvida. Las fotos atestiguan la hazaña de haberse acercado al abismo. Las pasarelas permiten caminar sobre el cauce y meterse, casi, casi, debajo de, al menos, una cascada.
Al principio del siglo XVII, los jesuitas llegaron para evangelizar a los guaraníes. Entonces, el Paraná no era marrón, como ahora, sino verdoso
Iguazú puede vivirse así, como un parque temático, que está muy bien, con lanchas que remontan el río hasta donde se levanta los muros de agua, y camiones habilitados para conducir a los turistas por la selva.
Pero creo que es mucho más interesante tratar de retroceder 300 años, al principio del siglo XVII, cuando los jesuitas llegaron para evangelizar a los guaraníes. Entonces, el Paraná no era marrón, como ahora, sino verdoso. El progreso aún no había talado los árboles, con lo que el terreno no se había erosionado bajo unas lluvias que hoy arrastran al río los lodos que ciegan a los peces, dificultando que coman y se reproduzcan.
La naturaleza estaba entonces mucho mejor que hoy, pero los hombres no tanto. Los franciscanos, que habían llegado en 1540, habían esclavizado a los guaraníes, encomendándolos –es decir, entregándolos- a un colonizador español. Las encomiendas franciscanas esclavizaron a los indígenas. Fueron un fracaso moral y económico. Los dominicos no lo hicieron mejor y, después de ellos, les llegó el turno a los jesuitas. Llegaron en 1609 y habían aprendido guaraní. Es verdad que evangelización trastocó la cultura guaraní. Las misiones –que se llamaban reducciones porque se reducían los muchos poblados a un solo lugar fijo- acabaron con el nomadismo. El cristianismo suplantó a las viejas creencias vinculadas a la fuerza de la naturaleza, el trueno y el bosque.
Pereció la cosmovisión guaraní. Los indios reducidos ya no tuvieron que desplazarse en busca de la tierra sin mal. Ahora eran agricultores y criaban ganado. Pero también es verdad que, aún habiendo trastocado su vida, los jesuitas preservaron su lengua, su cultura y su vida. Los misioneros armados protegieron al pueblo guaraní de los traficantes de esclavos, los bandeirantes portugueses.
Una parte de esta problemática está reflejada en la películaLa Misión, rodada, precisamente, aquí, en las cataratas del Iguazú.
El Paraná y el Iguazú no son más que corrientes vagas y caudalosas, caminos de agua marrón que intentan abrir líneas de cordura en la intriga selvática
Puerto Iguazú, la pequeña ciudad argentina que ha crecido en torno al turismo está conectada a Foz de Iguazú, en Brasil, por un puente internacional. Los hoteles, los restaurantes y las tiendas de recuerdos dominan el paisaje urbano. Nada interesante que ver salvo, tal vez, el hito de las tres fronteras, un monumento justo donde el Paraná y el Iguazú marcan la frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil.
Antes y después de las cataratas, antes y después de la fuerza lenta e infinita que se precipita por la garganta del Diablo, el Paraná y el Iguazú no son más que corrientes vagas y caudalosas, caminos de agua marrón que intentan abrir líneas de cordura en la intriga selvática.
Reserve, si es posible, un hotel junto al Paraná, en un terreno algo elevado, con terraza para ver el ocaso y deje que las sombras le envuelvan. Estará en otro planeta.
Al amanecer póngase en ruta hacia el oeste. La carretera sigue el curso del río. Es un territorio de frontera. Paraguay arranca en la orilla norte. Hay muchos controles. El ejército y la policía luchan contra el contrabando y el narcotráfico. Su presencia garantiza la seguridad.
Al poco de salir de Puerto Iguazú llegará a las minas geodas de Wanda, cuarzo y amatistas dentro de rocas que una vez fueron burbujas de gas en medio de la lava.
Más adelante la selva ha sido sustituida por plantaciones de eucalipto y pino californiano, árboles que crecen deprisa y alimentan las fábricas de pasta de madera en Puerto Esperanza.
San Ignacio es pequeño, un pueblo sobre una cuadrícula, gente tranquila que tardó en dar valor a la misión. Los jesuitas levantaron la primera en 1610, pero la presión de los bandeirantes forzó una guerra y una mudanza. La nueva, San Ignacio Miní, la que hoy sigue en pie, es de 1666.
San Ignacio Miní llegó a tener 4.700 habitantes en 1773. Fue el pleno apogeo
La iglesia es el edificio más grande. La fachada domina la plaza. A un lado estaba el cabildo y al otro la escuela, donde se enseñaba guaraní, español, latín y matemáticas. Las viviendas se alineaban un poco más abajo, en calles rectas. Los jesuitas obligaron a los hombres a tener una sola mujer y prohibieron el mate, el mismo que hoy el papa Francisco, jesuita también, bebe en el Vaticano.
La misión llegó a tener 4.700 habitantes en 1773. Fue el pleno apogeo. Ocupaba 50 hectáreas, de las que hoy se conservan ocho. La selva y la desidia del hombre reclamaron el resto.
Las paredes son de piedra, el asperón rojo. El estilo es barroco con influencia guaraní. Hay ángeles esculpidos en las columnas del templo que sigue en pie. Al verlos, Jorge Luis Borges dijo que eran como estrellas, seres privilegiados a los que no había que gastar mucho.
La plaza, hoy cubierta de césped, antes era de tierra. Allí pasaba todo. Dos jesuitas jóvenes se bastaban para gestionar la misión. Los caciques guaraníes estaban de su parte. Los chamanes no tanto.
España expulsó a los jesuitas en 1768 y la orden llegó a estos territorios remotos del imperio. Los guaraníes dejaron San Ignacio Miní. Había pasado un siglo y medio desde que vieron al primer jesuita, una eternidad. La iglesia, que tenía el interior de madera, se vino abajo. El abandono propició el olvido. Los árboles engulleron las columnas. Los automóviles invadieron el recinto.
La recuperación de verdad, la toma de conciencia de que aquellas piedras de San Ignacio Miní constituían un patrimonio de la humanidad, no llegó hasta finales del siglo XX. Hay andamios que nunca podrán quitarse pero la fachada de la iglesia se aguanta sola. Es un símbolo cargado de energía. Habla de nosotros y de la tierra, de gestas incomprensibles y de la tozudez del orden natural. Dice en susurros lo que la garganta del Diablo grita a todo pulmón.
Iguazú significa ‘agua grande’ en guaraní
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