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A 40 kilómetros de Buenos Aires, capital de un país cuya economía crece al 7 por ciento, una legión de indigentes lucha cada día por los desperdicios con los que sobrevivir.
La jauría de miserables espera a diario su ración de desperdicios en un vertedero estatal gigante conocido como el «cinturón ecológico» del Ceamse. Centenares de chicos, mujeres, hombres y viejos, aguardan la señal de la Policía, el pistoletazo mudo de salida que les autoriza a adentrarse en una montaña de basura diferente: los desechos de los supermercados, de las grandes superficies, de las cadenas de tiendas… Un almacén, revuelto a cielo abierto, de salchichas, carne picada, comida para animales y productos lácteos; pero también, de muebles defectuosos, electrodomésticos o equipos electrónicos descartados.
La mayoría de los «villeros» (habitantes de barrios de chabolas) llegan en bicicletas desvencijadas, en carros que tiran como bueyes o andando. Aguardan a las cinco y media de la tarde. A esa hora los agentes, con sus impecables uniformes azul marino, sus gafas oscuras y sus porras en la cintura, levantan el telón para que empiece otra sesión de la última tragedia argentina, la del hambre, la de la pescadilla de la miseria que se muerde la cola, engulle con una mano y con la otra llena sacos de alimentos vencidos. Es el primer acto que hace girar la rueda del comercio de los desperdicios que terminan en las calles de las villas miseria. También, en pequeños comercios sin escrúpulos que revenden las cajas de hamburguesas pisoteadas con el rezumo de las bolsas rotas de leche.
Carrera contrarreloj
Sandra lleva tres años sin faltar un día al Ceamse, «los domingos no vengo porque no funciona», se lamenta. La mujer, de 41 años, recorre varios kilómetros empujando un trasportín de hierro oxidado con dos ruedas enormes. «Lo subo —explica— para mi marido, mi hermano y mi cuñado. A cada uno le cobro 20 pesos (unos 5 euros). Luego, ellos lo llenan con la “mercadería”». Su familia forma parte del 30 por ciento largo de pobres que la consultora Ecolatina tiene registrados en Argentina. O, quizás, debería estar incluida en las estadísticas que arrojan un 10,6 por ciento de indigentes.
El camino que conduce al Ceamse, en la localidad bonaerense de José León Suárez, es de tierra. La cuesta que desemboca en una de las dos colinas que vomita basura sin descanso se hace polvareda en cuanto arranca la carrera contrarreloj por ser el primero en llegar a la cima del basurero. «Antes que nosotros —coinciden— roba la Policía. Ellos se llevan lo mejor: equipos de música, heladeras… Esto es ilegal pero como luego nos ceden el turno, somos su coartada. Es una suerte porque si no, no sé de qué viviríamos».
A Sandra le acompaña Erika, de 9 años, la menor de sus siete hijos y a ésta la escolta Joel, un amigo de 8 . Viven cerca, en la Villa de la Cárcova, donde este mes hicieron descarrilar el ferrocarril con troncos y piedras. «Dicen que fuimos nosotros pero se salió solo porque las vías están desgastadas», asegura. El asalto al tren, —el último de media docena similares— que transportaba repuestos y metal se saldó con dos muertes. «La Policía tiraba balas de goma. Como no podía evitar el saqueo, al final dejaba que la gente se llevara las cosas. Todo se pudrió cuando llegó la banda de la villa. Esos tiraban con plomo y los agentes, entonces, cambiaron la munición y pasó lo que pasó», relata la mujer.
«Pañales, chorizos, mollejas, asado, yerba (mate), aceite, fideos, arroz, latas de atún, pienso, avena» son algunos de los productos que Sandra —pese a lo que dijo— saca del basurero y acomoda en la carretilla.
El remolino humano, acompañado de una nube de moscas, hurga en la zona de los lácteos. Allí mismo, con 35 grados de calor, abre litros de tetrabrik, yogures, flanes, Actimel... El olor es nauseabundo pero ellos no lo perciben. Un hombre bebe a morro un trago de leche. Lo escupe y prueba con otro envase. Sobre tierra firme, desde un puñado de metros, la Policía observa el espectáculo. En las tripas de la montaña, las ratas siguen su olfato y afilan los dientes con el banquete. ¿Con qué cubierto se come esto? Con las manos, sucias, cortadas, con heridas, sin ellas, con pus y hasta con guantes.
Los miserables sonríen, celebran el hallazgo de una pieza jugosa. Salen embadurnados de nata o de sangre de la sabrosa vaca argentina. Chapotean. Las bolsas de chorizos y carne de primera chorrean. «Se lava, se come y se vende», festeja Sandra. Estamos en el corazón de la Pampa húmeda, tierra de riqueza natural, en el país de la soja (Argentina es el primer exportador del mundo de aceite de soja), del ganado, de los cereales, en la nación que presume de crecer una media del 7 por ciento desde que el primer Kirchner llegó a la Presidencia (2003).
Ailen, de 9 años y Jenny, de 14, llevan dos acudiendo todas las tardes a «la quema», como llaman al estercolero donde, se supone, se incineraban los despojos. La menor, sonriente, da cuenta de carrerilla del botín. Menos suerte tuvo Gastón, es la primera vez que viene. «Buscaba metal, aluminio, cobre, bronce —a pie de la autopista, junto a un peaje, hay compradores esperando— pero no encontré. Me llevo yogures», cuenta sentado sobre papeles y plástico, dos artículos bien valorados. A su lado desfilan hombres más fuertes, cargan un saco con 40 kilos de avena, otro de 60 con comida para perros. «En una ocasión descubrimos un gato hidráulico», recuerda Sandra. Junto a ella, se llevan mesas, sillas de plástico y hasta un pupitre con su envoltorio.
Desechos humanos y de otras carnes se confunden. Algo así debió pasarle a Diego Duarte, un joven al que se tragó la montaña de basura. Desaparecido en marzo de 2004 entre toneladas y toneladas de desperdicios de camiones que llegan de más de 34 municipios, el 86 por ciento de la basura de la capital y de parte de la provincia más grande de Argentina. Su cuerpo se lo tragó la montaña mágica del Ceamse. La escritora argentina Alicia Dujovne le dedica su último libro: ¿Quién mató a Diego Duarte?
Prohibido filmar
A los que hocican entre los despojos los llaman «cartoneros» o «cirujas» (de cirujanos) pero son los nuevos esclavos de la miseria argentina, una herida infectada que comenzó a supurar hace una década. «Solo en la ciudad de Buenos Aires hay 160.000 habitantes en las villas», reconoce el ex ministro Daniel Filmus, candidato kirchnerista a la Jefatura de la capital. Una hora larga, depende del humor de los policías, es el tiempo límite para llenar los sacos o las bolsas. Después, el hormiguero humano comienza su retirada en fila india, sin alboroto. Un muchacho carga dos televisores de pantalla plana con el cristal resquebrajado. «Con estos y otros monta uno nuevo», garantiza Sandra.
En los alrededores del estercolero del Ceamse —potestad estatal bajo la tutela de los Gobiernos provinciales y de la ciudad de Buenos Aires—, se multiplican las villas. De ellas vienen y a ellas vuelven «los jornaleros» después de la colecta. Se entra disfrazado de suciedad. Confundirse con el hambre, respirar por la boca y aguantar las arcadas es lograr que los agentes no te expulsen. Las fotos, como la comida, se roban hasta que te descubren. Entonces, la Policía de azul se acerca con la porra, con las gafas oscuras: prohibido filmar, prohibido hacer fotos. La puerta de salida es el campo. «Turista excéntrica», debieron de pensar.
Por CARMEN DE CARLOS / BUENOS AIRES from ABC.es 27/02/2011
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