ILUSTRACIÓN DE YIMEISGREAT
Plataformas opacas. Usuarios engañados durante años. Internet, convertido en un duopolio peligroso en términos de salud democrática. ¿Dónde está el origen de semejante desaguisado?
Unas plataformas que servían para estar al tanto del cumpleaños de nuestros amigos, que parecían una herramienta perfecta para empoderar a los ciudadanos, para construir cambios en nuestras sociedades, se han convertido en uno de los mayores quebraderos de cabeza de las democracias en todo el mundo. Medios y políticos las dibujan como titanes monopolísticos fuera de control a los que hay que domar. Este verano, sin ir más lejos, Facebook volvió a tumbar más de 650 cuentas fraudulentas dedicadas a intoxicar procesos electorales por todo el mundo. ¿En qué momento se empezó a gestar semejante desaguisado?
Lo cierto es que la publicidad fue la que lo cambió todo.
Y eso ya lo tenían claro los propios creadores de Google, Sergey Brin y Larry Page, en el año 1998. La idea de que el modelo de negocio centrado en la publicidad podría ser problemático la reflejaron ellos mismos en un documento que entregaron en una conferencia en Australia en aquel año. Se esforzaron por explicar por qué la publicidad inevitablemente corrompía la tecnología de búsqueda. Había que mantenerla alejada. Ofrecieron argumentos éticos y prácticos: “Creemos que el problema de la publicidad provoca incentivos cruzados, por lo que es crucial tener un motor de búsqueda competitivo que sea transparente”. El día en que los titanes de la Red decidieron convertirse en compañías de publicidad que vendían la atención de sus usuarios marcó un antes y un después.
Las grandes plataformas pelean por esa atención. Y terminan por recompensar los extremos. Lo dice Ev Williams, cofundador de Twitter, quien pide perdón por haber ayudado a aupar a Trump al poder “idiotizando a todo el mundo” al reducir nuestra capacidad de atención.
Si ves un accidente en carretera, miras. Estas plataformas capturan ese comportamiento
Si vas por una carretera y ves un accidente, reduces la velocidad y miras. Todos miran. Estas plataformas, ayudadas por la inteligencia artificial, capturan ese comportamiento e interpretan que todos estamos deseando ver accidentes automovilísticos, sugiere Williams. Por eso procuran mostrarnos más, para mantenernos enganchados.
La experiencia es fácil de reproducir con solo pasar unos minutos en YouTube. Al buscar algún contenido medianamente conflictivo, en un par de visionados, se empieza a descender por una espiral cada vez más extremista y tóxica hacia vídeos recomendados de dudosa procedencia. Internet nos da lo que cree que queremos, no lo que necesitamos.
Y lo hace por una razón muy sencilla: nos necesita allí, mirando. Estos trucos psicológicospara robarnos minutos se deben al modelo de negocio de estas plataformas, basadas en la economía de la atención. No viven de hacernos felices o de conectarnos con amigos, sino de mostrarnos publicidad. De hecho, Google y Facebook han conformado un duopolio en la industria de la publicidad online: en 2017 ingresaron, respectivamente, 73.000 y 40.000 millones de dólares, segúnThe Wall Street Journal. Controlan más de la mitad del mercado global.
Tim Wu explica en el libro The Attention Merchants [Mercaderes de la atención] (Atlantic Books) que el modus operandi básico es “atraer la atención con cosas aparentemente gratis y luego revenderla”. Y asegura: “Lo que se suponía que era relevante para tus deseos e intereses resulta ser una explotación estudiada de tus debilidades”.
Los fundadores de Google dijeron en 1998 que un modelo con publicidad podía ser problemático
El problema central es que toda la industria de esos titanes está construida para cosechar la atención del usuario, además de sus datos personales, para con ellos vender publicidad. Las plataformas crean perfiles comerciales muy detallados de los usuarios y se los sirven en bandeja a terceros, que pueden así poner en marcha campañas de todo tipo. Entre otras, las de manipulación política.
Esa maquinaria masiva de enseñar anuncios es lo que ha propiciado finalmente episodios comprometedores como el escándalo de Cambridge Analytica, que puso de manifiesto que se envió información sesgada a 87 millones de norteamericanos para influir en su voto en las últimas elecciones en EE UU.
“El dominio de algunas plataformas de Internet no es una coincidencia histórica”, resume la socióloga Zeynep Tufekci, autora de Twitter y gas lacrimógeno: “Más bien es el producto de dos dinámicas estructurales importantes: los efectos de red y el predominio del modelo de financiación con anuncios”.
Esos efectos de red que propician el crecimiento exponencial de las plataformas se basan en la llamada Ley de Metcalfe: el valor de una red se dispara a medida que se van sumando usuarios. Cada vez que un amigo nuevo se abría cuenta en Facebook, se multiplicaba nuestro interés por estar allí; si todos mis contactos están en WhatsApp, no tengo más remedio que usarlo.
De este modo, Internet no se ha convertido en el lugar diverso y descentralizado que prometían los gurús, sino que ha experimentado tal proceso de concentración que para muchos internautas la Red es básicamente Facebook y Google. O al menos ese es el marco que conforma su uso. De ahí que desconectarse de estas plataformas sea complicado.
“El pecado original fue vender usuarios a las corporaciones”, sostiene el profesor Rushkoff
En el año 2000, dos jóvenes de Silicon Valley creaban un portal que se convertiría en un curioso éxito social: Hot or Not (sexy o no), una web para puntuar a las personas por su aspecto. Un negocio de dudoso gusto que triunfó rápidamente, recibiendo importantes ingresos por publicidad.
El todo vale había comenzado a mediados de la década de 1990, cuando el marco legal de EE UU propició un cambio fundamental: Internet se abrió como espacio para los negocios, dejó atrás su aura académica. Pasó de ser un entorno casi público —en el que mercantilizar su uso estaba casi fuera de lugar— a convertirse en un ecosistema cuyo eje principal era hacer dinero.
Así, muchos otros jóvenes programadores quisieron copiar el éxito de Hot or Noty se inspiraron en su formato (y su falta de escrúpulos) para lanzar sus propios proyectos a la Red. Los empleados de PayPal que gestaron YouTube reconocen que querían hacer algo similar pero en vídeo al crear la que hoy es la gigantesca plataforma audiovisual.
Y Zuckerberg, que durante años se empeñó en que matáramos el anticuado concepto de privacidad, imitó aquella web con su Facemash de 2003, robando las fotos de los alumnos de Harvard. Cuando las organizaciones estudiantiles Fuerza Latina y la Asociación de Mujeres Negras de Harvard protestaron, él se disculpó reconociendo que no había pensado en las consecuencias y que su intención no era causar daño. Aseguró que tan solo era un programador interesado en algoritmos.
Meses después ya estaba trabajando en lo que sería TheFacebook. Se inspiró en una de las críticas que recibió por Facemash (haber robado imágenes) y llegó a la conclusión de que debía conseguir que fueran los usuarios quienes compartieran voluntariamente sus fotos. Ese terminó siendo su mayor logro.
Todo lo que ha pasado desde entonces ha supuesto que hoy triunfe la llamada ley de Zuckerberg, conocida así desde que el joven programador descubrió que la cantidad de información que compartimos online se dobla cada año, para beneficio de toda plataforma. “A medida que cada red se hizo más grande, produjo más datos”, explica vía correo electrónico Carl Miller, director de investigación del Centro para el Análisis de Medios Sociales. “Esta información hizo que la empresa fuera más inteligente, más valiosa y más lucrativa, lo que contribuyó a un mejor servicio que usaba más gente. Fue un ciclo poderoso y autorreforzado que convirtió una ventaja en una dominación”. Y añade: “Creo que muchas están creciendo demasiado rápido para tratar de mantenerse”. Apunta algo que otros analistas califican de trampa de crecimiento: necesitan crecer y crecer para mantener su valor y el interés de sus accionistas, lo que precipita decisiones contraproducentes.
Las disculpas por Facemash en 2003 resuenan en las actuales cuando, tras años de negación, la compañía —cuyo lema era “Muévete rápido y rompe cosas”— ha terminado por reconocer que su uso puede causar malestar en los usuarios y problemas políticos monumentales.
Un relato publicado por la revista Wired el pasado mes de febrero mostraba a un Zuckerberg superado por los acontecimientos y sorprendido por las fuerzas negativas desatadas por su propia creación. Lo que muchos analistas han denominado como el “momento Frankenstein”, cuando el doctor descubre el daño causado por dar vida a su criatura.
“Se mueven rápido y rompen cosas intencionadamente”, critica con dureza, vía e-mail, Douglas Rushkoff, autor de Lanzando piedras al autobús de Google (Throwing Rocks at the Google Bus; Penguin Random House). “Eso se debe en parte a que los desarrolladores son hombres blancos, jóvenes y ricos, y están a salvo, al menos a corto plazo, del impacto de sus decisiones. Si rompen algo, como una red de protección social, el medio ambiente, la cognición humana, el sistema educativo o las instituciones democráticas, realmente no lo sufren. No afecta de forma repentina ni a sus lofts, ni a sus stock options”. Y prosigue: “Al menos el doctor Frankenstein tuvo que enfrentarse a su propia creación. Los desarrolladores de hoy día no tienen conciencia del precio que las personas pagan por sus decisiones”, asegura este profesor de la Universidad de Nueva York. “Son solo síntomas del pecado original que fue pasarse a la publicidad. Tanto Zuckerberg como Brin argumentaron enfáticamente que lo que diferenciaba a sus plataformas de lo que ya existía era su negativa a usar publicidad. Es la razón por la que Google aseguraba que sus resultados se mantendrían más honestos que los de Yahoo y lo que según Facebook permitiría que su plataforma se convirtiera en una verdadera red social. Por tanto, el pecado original fue la elección de vender usuarios a las corporaciones en lugar de información o conexiones a los usuarios. Estos se convirtieron en su producto, su mano de obra y sus recursos. El resto, los algoritmos de control mental, la interferencia en los procesos democráticos…, solo es la consecuencia”.
https://elpais.com/tecnologia/2018/08/31/actualidad/1535729240_470782.html
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