Dreamstime
Los directivos deben evitar matar al mensajero y mejorar la capacidad de escucha.
Si identificase un problema en el trabajo, ¿sería más probable que se lo contase a alguien al cargo o que guardase silencio? Me hice esa pregunta hace dos semanas cuando se forzó la dimisión de Adam Neumann como consejero delegado de WeWork, el gigante del alquiler de oficinas que cofundó hace nueve años.
Los hechos se produjeron una semana después de que The Wall Street Journal escribiese sobre un vuelo que realizó con amigos a Israel en un jet privado el pasado verano. Una vez que el grupo había abandonado el avión, el personal de vuelo descubrió una "cantidad considerable" de marihuana metida dentro de una caja de cereales para el vuelo de regreso. El propietario del jet, molesto, trajo de vuelta el avión y obligó a Neumann a buscar otra forma de regresar a Nueva York.
La tripulación del vuelo, en otras palabras, no guardó silencio. Pudo ser una decisión valiente, considerando la forma en que tratamos instintivamente a los portadores de malas noticias en el trabajo. Normalmente disparamos al mensajero.
En uno de los estudios más recientes sobre esta desafortunada tendencia, se les dijo a los participantes en un experimento que podrían ganar dos dólares en un juego, y luego se les comunicó si lo habían hecho o no. La gente que no ganó aseguró que no les gustaba el inocente mensajero "en muchos más casos" que los que habían ganado. El mismo efecto se repitió en otro experimento donde el trabajador de un mostrador de un aeropuerto ficticio les dijo a los participantes que su vuelo aterrizaría a tiempo, o con dos horas de retraso.
Los autores del estudio señalaron en Harvard Business Review que esto no parecía tener nada que ver con un "efecto halo": la tendencia a que el portador de malas noticias genere en uno semejante malhumor como para atacar verbalmente a cualquiera que esté cerca. Nuevas pruebas sugirieron que la gente no tenía nada en contra del resto de personas que estaban alrededor en ese momento.
Los hallazgos resultaron especialmente preocupantes para los médicos, que tienen que transmitir noticias terribles de forma habitual. Cuando los participantes tuvieron que imaginar que se les comunicaban los resultados de una biopsia de piel, aquellos a los que se les dijo que tenían cáncer mostraron mucho menos aprecio por el doctor que quienes estaban sanos. Y lo que es peor, era mucho más probable que creyeran que el médico esperara que tuvieran cáncer.
El impulso a culpar al mensajero está tan arraigado que los autores del estudio sólo tenían dos ideas para abordarlo: tratar de preparar al receptor para las malas noticias sugiriendo que se está pensando sinceramente en lo mejor para él, o conseguir que un tercero lo haga.
Anticipación
Dudo que esas estrategias hubieran ayudado a las personas que he conocido a lo largo de los años que dieron malas noticias a un directivo de su empresa y que sólo recibieron gritos. Sin embargo, no hace falta ser un gurú de la gestión para entender que es mucho mejor para los directivos saber que se avecina un problema.
Andy Grove, el fallecido presidente del fabricante de chips Intel, solía aconsejar a los consejeros delegados que cuidasen a las casandras corporativas que advertían de cambios importantes en la industria, incluso aunque fuesen relativamente jóvenes.
Stephen Schwarzman, cofundador del gigante del capital riesgo Blackstone, cuenta otra historia reveladora en sus nuevas memorias, What it Takes (Lo que hace falta). En 1989, un socio junior de su firma defendió la compra de una acerera de Philadelphia que un socio más mayor había considerado desastrosa. El acuerdo salió adelante, la compañía implosionó y Schwarzman fue convocado a la oficina de un inversor en Nueva York, donde recibió una terrible reprimenda. "Me pidió que me sentase y empezó a gritarme", escribe. "¿Es que era un completo incompetente o sólo un estúpido?" La diatriba siguió: "Tuve que esforzarme para no llorar".
La experiencia le llevó a replantearse la forma en que la firma tomaba decisiones. Nunca más volvería a permitirse a una persona aprobar de forma independiente una operación. Las nuevas propuestas se discutirían en una gran reunión en la que todos tuvieran que centrarse en los inconvenientes potenciales y hacer preguntas que su defensor tuviese que responder a continuación. Finalmente, tras conocer que al menos un analista también se había opuesto a la operación, Schwarzman decidió hablar con los empleados junior que trabajasen en un acuerdo potencial, no sólo con sus jefes.
Esta lección puede aplicarse más allá de las grandes firmas financieras. Si tiene suerte, usted trabajará para un jefe que la haya aprendido.
PILITA CLARK. FINANCIAL TIMES
7 OCT. 2019
https://www.expansion.com/directivos/2019/10/07/5d9ba83ce5fdea9c6c8b46ce.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.