El papa Juan Pablo II reprende a Ernesto Cardenal ante Daniel Ortega, en Managua, el 4 de marzo de 1983. REUTERS
Sobre la gestión del que fue considerado en vida "el mayor Papa de todos los tiempos" pesan muchas sombras
Sobre Juan Pablo II, de civil Karol Jósef Wojtyla (Polonia, 18 de mayo de 2020-Ciudad del Vaticano, 2 de abril de 2005), se han dicho todo tipo de hipérboles, pero también enormes improperios. "El mayor papa de todos los tiempos", "irrepetible", "un Atlas solitario sosteniendo a la Iglesia y el mundo". Hasta mereció una asombrosa exaltación del Gobierno español, socialista entonces. "Es el gran papa del siglo XX", dijo en el Vaticano el ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, enviado oficial a la ceremonia de beatificación del pontífice polaco en la primavera de 2011. Enfrente, se alza, muy en primer lugar, la sentencia con que el colaborador principal del papa polaco, futuro Benedicto XVI, se postuló para sucederlo. "¡Cuanta suciedad!", dijo quien entonces solo era el cardenal Josep Ratzinger, una semana después de la muerte de Juan Pablo II. Se refería a la "suciedad" de la Iglesia católica. No lo dijo para juzgar un pontificado en el que él mismo fue protagonista muy destacado, pero la terrible frase lo definía. Ratzinger se refería a los abusos sexuales a menores por eclesiásticos de toda graduación, incluidos algunos cardenales, en todo el orbe católico, también en España.
No cabe ya la menor duda de que Juan Pablo II protegió a algunos de los abusadores y ordenó durante décadas que se guardase silencio sobre el resto. Su sucesor, Benedicto XVI, empezó su mandato castigando al mayor de los crápulas protegidos, el sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo. "No se castiga a un amigo del Papa", justificaron entonces el retraso. Que Maciel era un delincuente y promotor de otros delincuentes en su organización lo sabía el Vaticano desde los años 60 del siglo pasado. Lo reconoció en Madrid el prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, el cardenal João Braz. "Quien lo tapó era una mafia, ellos no eran Iglesia", proclamó. Es el último trallazo en el rostro del pontificado Wojtyla.
"¡Cuanta suciedad!", dijo quien entonces solo era cardenal Josep Ratzinger, una semana después de la muerte de Juan Pablo II. Se refería a la "suciedad" de la Iglesia católica
El catolicismo más conservador presenta al papa polaco como un Juan Pablo II Magno (Grande), intentando compararlo con los dos únicos que en la historia del Vaticano merecen ese honor: León I el Magno, que convenció a Atila de que no entrase en Roma a saco, y el patricio Gregorio Magno, que puso los cimientos del pontificado de las pompas actuales. Hasta lo han hecho santo, con una celeridad jamás vista antes. "Monstruoso", calificó el místico Ernesto Cardenal tan temprano ensalzamiento. Él mismo fue víctima del carácter autoritario del nuevo santo. Era el 4 de marzo de 1983 ministro de Cultura en Nicaragua y había acudido al aeropuerto de Managua a recibir al Papa, que llegaba en visita oficial, agasajado al pie del avión por el Gobierno sandinista en pleno. La imagen del monje trapense y poeta, humillado de rodillas, respetuosamente, a la espera de la bendición papal, dio la vuelta al mundo.
Aquel dedo índice de Juan Pablo II reprendiendo con gesto airado a un ministro que predicaba la teología de los pobres es icónico del pontificado que terminó hace 15 años. El Vaticano no solo condenaba la Teología de la Liberación y subrayaba el carpetazo a la opción por los pobres proclamada por el concilio Vaticano II. También lanzaba una advertencia a los teólogos de todo el mundo, obligados a disciplinarse ante Roma. Frente a un Papa que daba la comunión, sin reparos, al dictador Augusto Pinochet, se alzaba la teología popular sintetizada por otro ministro nicaragüense. "Es posible que esté equivocado, pero déjenme equivocarme en favor de los pobres ya que la Iglesia se ha equivocado durante años en favor de los ricos", dijo el jesuita Fernando Cardenal, hermano pequeño de Ernesto. Los dos fueron castigados sin miramientos.
Hay que remontarse a Pío X, entusiasta del Índice de libros prohibidos, para encontrar una suma tan elevada de condenas como en el pontificado de Juan Pablo II. Lo hizo mediante la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el Santo Oficio de la Inquisición. En la larga lista (un millar, o más), figura lo más granado del pensamiento teológico contemporáneo. "La Congregación tiene perfecto derecho a salvaguardar la fe, aunque hará mejor si la promueve", reprochó semejante furia inquisitorial, en 2001, el ilustre cardenal austriaco Franz König. "Suprimió los problemas, en lugar de resolverlos", remachó Hans Küng, uno de grandes teólogos represaliados.
Madrid
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