Playas de Jambiani, Zanzíbar (Tanzania).
La acidificación y la subida de la temperatura del agua por el cambio climático ponen en peligro la biodiversidad de los mares
También representan una amenaza para el ser humano
Un día como hoy amanecerá la costa zanzibareña de Jambiani (Tanzania) bañada por las olas del Índico. Son aguas límpidas de color turquesa que dejan entrever peces de colores y arrecifes de coral. Algas y caracolas descansan sobre la blanca arena y algún ermitaño despistado corretea de aquí a allá. Pero a 4.620 kilómetros, el mismo océano ensucian la playa de Bombay, donde ningún cartel prohíbe el baño pero pocos tienen ganas de probar. Los turistas que tomen el ferry hasta la cercana Isla Elefanta arrugarán la nariz cuando descubran las manchas de aceite que presenta el mar, ahora pardusco, castigado por la febril actividad de las refinerías de petróleo de la bahía. Son las dos caras del Índico y a la vez las de todos los océanos del mundo: lo que fueron y lo que acabarán siendo si continúa la imparable degradación del medio ambiente. Ocupan el 71% de la superficie del planeta, pero solo el 2% está protegidos, y en ellos ya se palpa el impacto del cambio climático.
Las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera son consecuencia de la quema de combustibles fósiles para producir energía y no han cesado de subir desde la revolución industrial. Por esta razón, las temperaturas del aire y los océanos aumentan, los glaciares se derriten y el nivel del mar crece: desde 1992 hasta ahora ha ganado ocho centímetros de media según la NASA, que advierte que esta tendencia se mantendrá. “Los océanos han sido nuestros guardaespaldas pero estamos perdiendo esa defensa”, advierte Ricardo Aguilar, director de investigación en Europa de Oceana, una de las mayores organizaciones del mundo dedicadas a la defensa de estas masas acuáticas. “El impacto real del cambio climático no se ha notado ni al 50% porque han estado asumiendo el poder calorífico y la contaminación, pero ya no resisten más”.
La temperatura media global ha ascendido 0,8 grados desde 1880 y en los últimos 63 años el ritmo al que sube se ha duplicado. El problema más urgente del que ocuparse, según los expertos, es la acidificación de las aguas, un proceso causado por el aumento de las emisiones de dióxido de carbono. Cuando este gas entra en contacto con el mar se produce una reacción química que incrementa la acidez del agua: hasta un 30% desde la era industrial. A su vez, ha provocado que el PH de las aguas descienda un punto, un hecho “sin precedentes” a juicio de Tatiana Nuño, responsable de la campaña de cambio climático de Greenpeace.
Este proceso tiene graves implicaciones para los ecosistemas submarinos. Muchas especies calcáreas como corales, cangrejos, almejas y ostras están amenazadas porque no pueden desarrollar sus conchas, ya que el carbonato cálcico que genera la subida del PH las disuelve. Afecta también a los pterópodos —pequeños caracoles marinos— y al plancton, que son la base de la cadena alimentaria de muchos peces, ballenas y pájaros. “También son preocupantes los efectos en las zonas polares, de posidonia oceánica y de arrecifes de coral como la Gran Barrera de Australia, ya seriamente dañada. “Son fundamentales en la creación de biodiversidad, pues nueve millones de especies marinas dependen de ellos por ser su lugar de refugio, desove, guardería y fuente de alimentación”, describe Nuño. Que las aguas de la superficie sean más cálidas implica que absorberán menos oxígeno del aire y por tanto no llegará tanta cantidad a las profundidades. Esta desoxigenación alterará el desarrollo de la fauna marina.
El nivel del mar ha subido ocho centímetros de media desde 1992, según la NASA
Las consecuencias de la modificación de la temperatura son graves, a juicio de Aguilar. El deshielo de los polos tiene dos efectos: la subida del nivel del mar y la desviación de las corrientes marinas cálidas como la del Golfo, que regula la temperatura en Europa. “Madrid está a la misma altura que Nueva York y no tenemos su frío. ¿Por qué? Porque la corriente del Golfo trae aguas calientes. Si no fuera así, la mayoría del continente estaría bajo los hielos. Si se desvía la corriente y nos deja de llegar su poder calorífico, los impactos serían inimaginables, nos introduciría en una pequeña era glacial”, explica. “Cuanto más caliente sea el agua, más graves, intensos y recurrentes serán todos los fenómenos meteorológicos adversos: huracanes, inundaciones, sequías…”, completa Cristina Narbona, exministra de Medio Ambiente y actual miembro de la Red Española de Desarrollo Sostenible y de la Comisión del Océano Mundial.
Impacto en los humanos
La acidificación del océano y la subida de las temperatura media global no solo perjudica a las especies marinas, sino que también a los humanos. A menor población de peces y crustáceos, menor consumo de estas especies, que nos aportan alrededor de un 16,7% de las proteínas de origen animal que ingerimos, según la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO). En España comemos 26,40 kilos por persona y año, según los últimos datos del Ministerio de Medio Ambiente, Rural y Marino, una media superior a la mundial, del 19,2%. Y, sin embargo, la demanda de consumo de pescado es hoy mayor que nunca: 158 millones de toneladas en 2012, según la FAO, mientras que el 75% de los caladeros están sobreexplotados o agotados. “La sobreexplotación proviene de la mala gestión que dura décadas. Se ha denunciado durante décadas pero se ha dado una desconexión total entre expertos, que aconsejaban reducir la producción, y los políticos. No se han respetado los criterios científicos de gestión”, señala Aguilar, quien advierte que, de seguir esta tendencia, en 2050 la mayoría de las reservas llegará a niveles tan bajos que su explotación dejará de ser rentable.
Así, el sector se enfrenta a las capturas ilegales no declaradas y no reglamentadas, a las prácticas perjudiciales como las técnicas de arrastre que destruyen el lecho marino y al despilfarro. La solución pasa por crear reservas marinas, prohibir la pesca industrial y favorecer la artesanal y sostenible que respete las vedas. Ello conlleva una reducción sustancial del consumo de especies marinas para darles tiempo a que se recuperen. “Comemos mucha más proteína animal de la necesaria, debemos consumir menos, teniendo en cuenta lo que podemos obtener con la pesca sostenible y selectiva”, indica Nuño. “Hay que convencer a nuestros gobernantes de que no autoricen pescar por encima de las posibilidades biológicas de las especies para contentar a sus ciudadanos”, completa Aguilar. Desde su organización, no obstante, sostienen que el descenso de la producción sólo sería necesaria de forma temporal: “Si ahora reducimos en Europa la pesca en torno a un 30%, en unos diez años recuperaremos la mayoría de las reservas y podríamos tener el doble de capturas que ahora".
Los expertos proponen reducir la actividad de un sector del que viven 120 millones de personas, el 8% de la población mundial. Para Aguilar, son los Estados quienes deberían desarrollar políticas económicas para apoyar a los pescadores durante el tiempo en que no puedan trabajar al mismo ritmo de antes. Narbona coincide en crear en los océanos áreas de regeneración, pero advierte que el uso de los subsidios para la pesca hoy en día son los que permiten que los barcos faenen en mitad del océanos con técnicas destructivas. “Si no hubiera esas ayudas, no les saldría rentable y tendrían que dedicarse a la pesca artesanal, menos dañina”. Para ella, hay que destinar estos fondos a promocionar la pesca sostenible.
Morir matando
Que el océano está enfermo es un hecho, pero parece tener previsto morir matando. Las consecuencias del aumento de la temperatura media global y de la subida del nivel del mar se ven mejor en la superficie terrestre, donde cientos de miles de personas ven amenazada su supervivencia. Ocurre en la excolonia británica de Kiribati, por ejemplo, donde sus 100.000 habitantes saben que el país empezará a desaparecer alrededor de 2030 y ya hoy combaten el creciente embate de las olas colocando sacos de arena en sus puertos y playas.
Son los futuros refugiados climáticos, una figura cuyos derechos no ha reconocido aún las Naciones Unidas pero que representa a unos 1.000 millones de personas que en los próximos 50 años podrían migrar por razones medioambientales, principalmente en los países más empobrecidos, según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR). “Es un fenómeno de tal magnitud que no solo se puede dar una respuesta de ayuda humanitaria, sino que requiere políticas y decisiones más trascendentales para frenar el cambio climático”, apunta Estrella Galán, secretaria general de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado.
Para que países enteros no desaparezcan, para que los caladeros se recuperen y para que la flora marina se regenere y todos los mares sean como las de Zanzíbar y no como las de Bombay se debe lograr que la temperatura global no sobrepase el grado y medio de aquí a 2050 y no los dos grados, como se había fijado en un principio. Es una carrera contrarreloj si se tiene en cuenta que la ONU estima que con los compromisos de reducción que ya han presentado los países, esta aumentará casi tres grados en 2100.
Conseguirlo o no depende de los compromisos que los estados adopten en la Cumbre Internacional del Clima de París que se celebra entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre. En esta cita deberán fijarse políticas ambiciosas que pasan por poner fin al uso de petróleo, gas y carbón no más tarde de 2050, garantizar un sistema energético cien por cien basado en renovables y que se aporten los 100.000 millones de dólares ya comprometidos —de momento solo se han abonado 100— para el Fondo Verde para el Clima, el órgano de subvenciones de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático destinado a acelerar la revolución energética y ayudar a los países más afectados por este fenómeno.
Para ello, las claves son las metas a corto plazo y la rendición de cuentas. “Ahora que los océanos han entrado en la agenda global [a ellos se les ha dedicado el punto 14 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible] estamos pidiendo que se le dedique una conferencia específica cada tres años para ver si hay avances y para evaluar el comportamiento de las empresas, que también están adoptando medidas”, subraya Narbona. Nuño, que se siente optimista ante los compromisos que han presentado los países para reducir sus emisiones, subraya: “No vale que unos se apunten y otros no. Los acuerdos deben ser obligatorios”.
http://elpais.com/elpais/2015/11/20/planeta_futuro/1448038575_261031.html
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